– Ustedes son pasajeros y no comprenden -dijo Orf-. Por mí no tendría ningún inconveniente en mostrarles… Pero ya bastante nos exponemos Bob y yo. Justamente, por culpa de Bob podría ocurrir que…
– ¿Sí? -dijo Raúl, alentándolo. «Es una pesadilla», pensó López. «No va a terminar ninguna de sus frases, habla como un trapo hecho jirones.»
– Ustedes son mayores y tendrían que tener cuidado con él, porque…
– ¿Con quién?
– Con el muchacho -dijo Orf-. Ese que vino antes con usted.
Raúl dejó de tamborilear sobre el borde del tabúlete.
– No entiendo -dijo-. ¿Qué pasa con el muchachito?
Orf asumió nuevamente un aire afligido y miró hacia la puerta del fondo, como si temiera que lo espiaran.
– En realidad no pasa nada -dijo-. Yo solamente digo que se lo digan… Ninguno de ustedes tiene que venir aquí -acabó, casi rabioso-. Y ahora yo me tengo que ir a dormir; ya es tarde.
– ¿Por qué no se puede pasar por esa puerta? -preguntó López-. ¿Se va a la popa por ahí?
– No, se va a… Bueno, más allá empieza. Ahí hay un camarote. No se puede pasar.
– Vamos -dijo Raúl guardando la pipa-. Tengo bastante por esta noche. Adiós, Orf, hasta pronto.
– Mejor que no vuelvan -dijo Orf-. No es por mí, pero…
En el pasillo, López se preguntó en voz alta qué sentido podían tener esas frases inconexas. Raúl, que lo seguía silbando bajo, resopló impaciente.
– Me empiezo a explicar algunas cosas -dijo-. Lo de la borrachera, por ejemplo. Ya me parecía raro que el barman le hubiera dado tanto alcohol; creí que se mareaba con una copa, pero seguro que tomó más que eso. Y el olor a tabaco… Era tabaco de lípidos, qué joder.
– El pibe habrá querido hacer lo mismo que nosotros -dijo López, amargo-. Al fin y al cabo todos buscamos lucirnos desentrañando el misterio.
– Sí, pero él corre más peligro.
– ¿Le parece? Es chico, pero no tanto.
Raúl guardó silencio. A López, ya en lo alto de la escalerilla, le llamó la atención su cara.
– Dígame una cosa: ¿Por qué no hacemos lo único que queda por hacer con estos tipos?
– ¿Sí? -dijo Raúl, distraído.
– Agarrarlos a trompadas, che. Hace un momento hubiéramos podido llegar a esa puerta.
– Tal vez, pero dudo de la eficacia del sistema, por lo menos a esta altura de las cosas. Orf parece un tipo macanudo y no me veo sujetándolo contra el suelo mientras usted abre la puerta. Qué sé yo, en el fondo no tenemos ningún motivo para proceder de esa manera.
– Sí, eso es lo malo. Hasta mañana, che.
– Hasta mañana -dijo Raúl, como si no hablara con él. López lo vio entrar en su cabina y se volvió por el pasadizo hasta el otro extremo. Se detuvo a mirar el sistema de barras de acero y engranajes, pensando que Raúl estaría en ese mismo instante contándole a Paula la inútil expedición. Podía imaginar muy bien la expresión burlona de Paula. «Ah, López estaba con vos, claro…» Y algún comentario mordaz, alguna reflexión sobre la estupidez de todos. Al mismo tiempo seguía viendo la cara de Raúl cuando había terminado de trepar la escalerilla, una cara de miedo, de preocupación que nada tenía que ver con la popa y con los lípidos. «La verdad, no me extrañaría nada -pensó-. Entonces…» Pero no había que hacerse ilusiones, aunque lo que empezaba a sospechar coincidiera con lo que había dicho Paula. «Ojalá pudiera creerlo», pensó, sintiéndose de golpe muy feliz, ansioso y feliz, esperanzadamente idiota. «Seré el mismo imbécil toda mi vida», se dijo, mirándose con aprecio en el espejo.
Paula no se burlaba de ellos; cómodamente instalada en la cama leía una novela de Massimo Bontempelli y recibió a Raúl con suficiente alegría como para que él, después de llenar un vaso de whisky, se sentara al borde de la cama y le dijera que el aire del mar empezaba a broncearla vistosamente.
– Dentro de tres días seré una diosa escandinava -dijo Paula-. Me alegro de que hayas venido porque necesitaba hablarte de literatura. Desde que nos embarcamos no hablo de literatura con vos, y esto no es vida.
– Dale -se resignó Raúl, un poco distraído-. ¿Nuevas teorías?
– No, nuevas impaciencias. Me está sucediendo algo bastante siniestro, Raulito, y es que cuanto mejor es el libro que leo, más me repugna. Quiero decir que su excelencia literaria me repugna, o sea que me repugna la literatura.
– Eso se arregla dejando de leer.
– No. Porque aquí y allá doy con algún libro que no se puede calificar de gran literatura, y que sin embargo no me da asco. Empiezo a sospechar por qué: porque el autor ha renunciado a los efectos, a la belleza formal, sin por eso incurrir en el periodismo o la monografía disecada. Es difícil explicarlo, yo misma no lo veo nada claro. Creo que hay que marchar hacia un nuevo estilo, que si querés podemos seguir llamando literatura aunque sería más justo cambiarle el nombre por cualquier otro. Ese nuevo estilo sólo podría resultar de una nueva visión del mundo. Pero si un día se alcanza, qué estúpidas nos van a parecer estas novelas que hoy admiramos, llenas de trucos infames, de capítulos y subcapítulos con entradas y salidas bien calculadas…
– Vos sos poeta -dijo Raúl-, y todo poeta es por definición enemigo de la literatura. Pero nosotros, los seres sublunares, todavía encontramos hermoso un capítulo de Henry James o de Juan Carlos Onetti, que por suerte para nosotros no tienen nada de poetas. En el fondo lo que vos le reprochas a las novelas es que te llevan de la punta de la nariz, o más bien que su efecto sobre el lector se cumpla de fuera para dentro, y no al revés como en la poesía. ¿Pero por qué te molesta la parte de fabricación, de truco, que en cambio te parece tan bien en Picasso o en Alban Berg?
– No me parece tan bien; simplemente no me doy cuenta. Si fuera pintora o música, me rebelaría con la misma violencia. Pero no es solamente eso, lo que me desconsuela es la mala calidad de los recursos literarios, su repetición al infinito. Vos dirás que en las artes no hay progreso, pero es casi cuestión de lamentarlo. Cuando comparas el tratamiento de un tema por un escritor antiguo y uno moderno, te das cuenta de que por lo menos en la parte retórica, apenas hay diferencia. Lo más que podemos decir es que somos más perversos, más informados y que tenemos un repertorio mucho más amplio; pero las muletillas son las mismas, las mujeres palidecen o enrojecen, cosa que jamás ocurre en la realidad (yo a veces me pongo un poco verde, es cierto, y vos colorado), y los hombres actúan y piensan y contestan con arreglo a una especie de manual universal de instrucciones que tanto se aplica a una novela india como a un best-seller yanqui. ¿Me entendés mejor, ahora? Hablo de las formas exteriores, pero si las denuncio es porque esa repetición prueba la esterilidad central, el juego de variaciones en torno a un pobre tema, como ese bodrio de Hindemith sobre un tema de Weber que escuchamos en una hora aciaga, pobres de nosotros.
Aliviada, se estiró en la cama y apoyó una mano en la rodilla de Raúl.
– Tenes mala cara, hijito. Contale a mamá Paula.
– Oh, yo estoy muy bien -dijo Raúl-. Peor cara tiene nuestro amigo López después de lo mal que lo trataste.
– El, vos y Medrano se lo merecían -dijo Paula-. Se portan como estúpidos, y el único sensato es Lucio. Supongo que no necesito explicarte que…
– Por supuesto, pero López debió creer que realmente tomabas partido por la causa del orden y el laissez faire. Le ha caído bastante mal, sos un arquetipo, su Freya, su Walkyria, y mira en io que terminas. Hablando de terminar, seguro que Lucio terminará en la municipalidad o al frente de una sociedad de dadores de sangre, está escrito. Qué pobre tipo, madre mía.
– ¿Así que Jamaica John anda cabizbajo? Mi pobre pirata de capa caída… Sabés, me gusta mucho Jamaica John. No te extrañes de que lo trate muy mal. Necesito…
– Ah, no empeces con el catálogo de tus exigencias-dijo Raúl, terminando su whisky-. Ya te he visto arruinar demasiadas mayonesas en la vida por echarles la sal o el limón a destiempo. Y además me importa un corno lo que te parece López y lo que necesitas descubrir en él.