– En fin, a lo hecho pecho -dijo López-. Lo malo es que hubo tiros, porque los de la popa no los quisieron dejar pasar. Parece mentira, todos nos conocemos apenas, una amistad de dos días, si se puede llamar amistad, y sin embargo…
– ¿Le ha pasado algo a Gabriel?
La afirmación ya estaba en la pregunta; López no tuvo más que callar y mirarla. Claudia se levantó, con la boca entreabierta. Estaba fea, casi ridicula. Dio un paso en falso, tuvo que tomarse del respaldo de un sillón.
– Lo han llevado a su cabina -dijo López-. Yo me quedaré cuidando a Jorge, si quiere.
Raúl, que velaba en el pasillo, dejó entrar a Claudia y cerró la puerta. Empezaba a molestarle la pistola en el bolsillo, era absurdo pensar que ios glúcidos tomarían represalias. Fuera como fuera, la cosa tendría que terminar ahí; al fin y al cabo no estaban en guerra. Tenía ganas de acercarse al pasillo de estribor, donde se oían los chillidos de don Galo y los apostrofes del doctor Restelli entre los gritos de las señoras. «Los pobres -pensó Raúl-, qué viaje les hemos dado…» Vio que Atilio se asomaba tímidamente a la cabina de Claudia, y lo siguió. Sentía en la boca el gusto de la madrugada. «¿Sería realmente el disco de Ivor Novello?», pensó, descartando con esfuerzo la imagen de Paula que pugnaba por volver. Resignado, la dejó asomar cerrando los ojos, viéndola tal como la había visto llegar a la cabina de Medrano, detrás de López, envuelta en su robe de chambre, el pelo hermosamente suelto como a él le gustaba verla por la mañana. -En fin, en fin -dijo Raúl. Abrió la puerta y entró. Atilio y López hablaban en voz baja, Persio respiraba con una especie de silbido que le iba perfectamente. Atilio se le acercó, poniéndose un dedo en la boca.
– Está mejor el pibe, está -murmuró-. La madre dijo que ya no tenía fiebre. Durmió fenómeno toda la noche.
– Macanudo -dijo Raúl.
– Yo ahora me voy a mi camarote para explicarle un poco a mi novia y a las viejas -dijo el Pelusa-. Cómo están, mama mía. Qué mala sangre qué se hacen.
Raúl lo miró salir, y fue a sentarse al lado de López que le ofreció un cigarrillo. De común acuerdo corrieron los sillones lejos de la cama de Jorge, y fumaron un rato sin hablar. Raúl sospechó que López le agradecería su presencia en ese momento, la ocasión de liquidar cuentas y a otra cosa.
– Dos cosas -dijo bruscamente López-. Primero, me considero culpable de lo ocurrido. Ya sé que es idiota, porque lo mismo hubiera ocurrido o le hubiera tocado a algún otro, pero hice mal en quedarme mientras ustedes… -se le cortó la voz,. hizo un esfuerzo y tragó saliva-. Lo que ocurrió es que me acosté con Paula -dijo, mirando a Raúl que hacía girar el cigarrillo entre los dedos-. Esa es la segunda cosa.
– La primera no tiene importancia -dijo Raúl-. Usted no estaba en condiciones de seguir la expedición, aparte de que no parecía tan arriesgada. En cuanto a lo otro, supongo que Paula le habrá dicho que no me debe ninguna explicación.
– Explicación no -dijo López, confuso-. De todas maneras…
– De todas maneras, gracias. Me parece muy chic de su parte.
– Mamá -dijo Jorge-. ¿Dónde estás, mamá?
Persio dio un brinco y pasó del sueño a los pies de la cama de Jorge. Raúl y López no se movieron, esperando.
– Persio -dijo Jorge, incorporándose-. ¿Sabés qué soñé? Que en el astro caía nieve. Te juro, Persio, una nieve, unos copos como… como…
– ¿Te sentís mejor? -dijo Persio, mirándolo como si temiera acercarse y romper el encantamiento.
– Me siento muy bien -dijo Jorge-. Tengo hambre, che, anda a decirle a mamá que me traiga café con leche. ¿Quién está ahí? Ah, qué tal. ¿Por qué están ahí?
– Por nada -dijo López-. Te vinimos a acompañar.
– ¿Qué te pasó en la nariz, che? ¿Te caíste?
– No -dijo López, levantándose-. Me soné demasiado fuerte. Siempre me pasa. Hasta luego, después te vengo a ver.
Raúl salió tras de él. Ya era ahora de guardar la condenada automática que le pesaba cada vez más en el bolsillo, pero prefirió asomarse primero a la escalerilla de proa, donde ya daba el sol. La proa estaba desierta y Raúl se sentó en el primer peldaño y miró el mar y el cielo, parpadeando. Llevaba tantas horas sin dormir, bebiendo y fumando demasiado, que el brillo del mar y el viento en la cara le dolieron; resistió hasta acostumbrarse, pensando que ya era tiempo de volver a la realidad, si eso era volver a la realidad. «Nada de análisis, querido -se ordenó-. Un baño, un largo baño en tu cabina que ahora será para vos solo mientras dure el viaje, y Dios sabe si va a durar poco, a menos que me equivoque de medio a medio.» Ojalá no se equivocara, porque entonces Medrano habría dejado la piel para nada. Personalmente ya no le importaba mucho seguir viajando o que todo acabara en un lío todavía más grande; tenía demasiado sarro en la lengua para elegir con libertad. Quizá cuando se despertara, después del baño, después de un vaso entero de whisky y un día de sueño, sería capaz de aceptar o rechazar; ahora le daba lo mismo un vómito en el suelo, Jorge que se despertaba curado, tres agujeros en un rompevientos. Era como tener la baraja de poker en la mano, en una neutralización total de fuerzas; sólo cuando se decidiera, si se decidía, a sacar uno por uno el comodín, el as, la reina y el rey… Aspiró profundamente; el mar era de un azul mitológico, del color que veía en algunos sueños en los que volaba sobre extrañas máquinas translúcidas. Se tapó la cara con las manos y se preguntó si estaba realmente vivo. Debía estarlo, entre otras cosas porque era capaz de darse cuenta de que las máquinas del Malcolm acababan de detenerse.
Antes de salir, Paula y López habían entornado las cortinas del ojo de buey y en la cabina había una luz amarillenta que parecía vaciar de toda expresión la cara de Medrano. Inmóvil a los pies de la cama, con el brazo todavía tendido hacia la puerta como sí no terminara nunca de cerrarla, Claudia miró a Gabriel. En el pasillo se oían voces ahogadas y pasos, pero nada parecía cambiar el silencio total en que acababa de entrar Claudia, la algodonosa materia que era el aire de la cabina, sus propias piernas, el cuerpo tendido en la cama, los objetos desparramados, las toallas tiradas en un rincón.
Acercándose paso a paso se sentó en el sillón que había arrimado Raúl, y miró de más cerca. Hubiera podido hablar sin esfuerzo, responder a cualquier pregunta; no sentía ninguna opresión en la garganta, no había lágrimas para Gabriel. También por dentro todo era algodonoso, espeso y frío como un mundo de acuario o de bola de cristal. Era así: acababan de matar a Gabriel. Gabriel estaba ahí muerto, ese desconocido, ese hombre con quien había hablado unas pocas veces en un breve viaje por mar. No había ni distancia ni cercanía, nada se dejaba medir ni contar; la muerte entraba en esa torpe escena mucho antes que la vida, echando a perder el juego, quitándole el poco sentido que había podido tener en esas horas de alta mar. Ese hombre había pasado parte de una noche junto a la cama de Jorge enfermo, ahora algo giraba apenas, una leve transformación (pero la cabina era tan parecida, el escenógrafo no tenía muchos recursos para cambiar el decorado) y de pronto era Claudia quien estaba sentada junto a la cama de Gabriel muerto. Toda su lucidez y su buen sentido no habían podido impedir que durante la noche temiera la muerte de Jorge, a esa hora en que morir parece un riesgo casi insalvable; y una de las cosas que la habían devuelto a la calma había sido pensar que Gabriel andaba por ahí, tomando café en el bar, velando en el pasillo, buscando la popa donde se escondía el médico. Ahora algo giraba apenas y Jorge era otra vez una presencia viva, otra vez su hijo de todos los días, como si no hubiera sucedido nada; una de las muchas enfermedades de un niño, las ideas negras de la alta noche y la fatiga; como si no hubiera sucedido nada, como si Gabriel se hubiera cansado de velar y estuviera durmiendo un rato, antes de volver a buscarla y a jugar con Jorge.