– El maître invita a ustedes a consumir libremente todo lo que deseen -dijo el barman que ya se lo había anunciado con las mismas palabras a Medrano-. Por desgracia embarcaron a última hora y no se pudo ofrecerles la cena.
– Curioso -dijo Claudia-. En cambio tuvieron tiempo para preparar las cabinas y distribuirnos muy cómodamente.
El barman hizo un gesto y esperó las órdenes. Le pidieron cerveza, coñac y sandwiches.
– Sí, todo es curioso -dijo Medrano-. Por ejemplo, el bullicioso conglomerado que parece presidir el joven pelirrojo no se ha heGho ver por aquí. A priori uno pensaría que ese tipo de gente tiene más apetito que nosotros, los linfáticos, si me perdona que la incluya en el gremio.
– Estarán mareados, los pobres -dijo Claudia.
– ¿Su hijo ya duerme?
– Sí, después de comerse medio kilo de galletitas Terrabusi. Me pareció mejor que se acostara en seguida.
– Me gusta su chico -dijo Medrano-. Es un lindo pibe, con una cara sensible.
– Demasiado sensible a veces, pero se defiende con un gran sentido del humor y notables condiciones para el fútbol y el mecano. Dígame, ¿usted cree realmente que todo esto…?
Medrano la miró.
– Mejor hábleme de su chico -dijo-. ¿Qué le puedo contestar? Hace un rato descubrí que no se puede pasar a popa. No nos dieron de cenar, pero en cambio las cabinas son prodigiosas.
– Sí, como suspenso no se puede pedir más -dijo Claudia.
Medrano le ofreció cigarrillos, y ella sintió que le agradaba ese hombre de cara flaca y ojos grises, vestido con un cuidadoso desaliño que le iba muy bien. Los sillones eran cómodos, el ronroneo de las máquinas ayudaba a no pensar, a solamente abandonarse al descanso. Medrano tenía razón: ¿para qué preguntar? Si todo se acababa de golpe lamentaría no haber aprovechado mejor esas horas absurdas y felices. Otra vez la calle Juan Bautista 41berdi, la escuela para Jorge, las novelas en cadena oyendo roncar los ómnibus, la no vida de un Buenos Aires sin futuro para ella, el tiempo plácido y húmedo, el noticioso de Radio El Mundo.
Medrano recordaba con una sonrisa los episodios en el London. Claudia deseó saber más de él, pero tuvo la impresión de que no era hombre confidencial. El barman trajo otro coñac, a lo lejos se oía una sirena.
– El miedo es padre de cosas muy raras -dijo.Medrano-. A esta hora varios pasajeros deben empezar a sentirse inquietos. Nos divertiremos, verá.
– Ríase de mí -dijo Claudia- pero hacía rato que no me sentía tan contenta y tan tranquila. Me gusta mucho más el Malcolm, o como se llame, que un viaje en el Augustas.
– ¿La novedad un poco romántica? -dijo Medrano, mirándola de reojo.
– La novedad a secas, que ya es bastante en un mundo donde la gente prefiere casi siempre la repetición, como los niños. ¿No leyó el último aviso de Aerolíneas Argentinas?
– Quizá, no sé.
– Recomiendan sus aviones diciendo que en ellos nos sentiremos como en nuestra propia casa. «Usted está en lo suyo», o algo así. No concibo nada más horrible que subir a un avión y sentirme otra vez en mi casa.
– Cebarán mate dulce, supongo. Habrá asado de tira y spaghettis al compás rezongón de los fuelles.
– Todo lo cual es perfecto en Buenos Aires, y siempre que uno se sienta capaz de sustituirlo en cualquier momento por otras cosas. Ahí está la palabra justa: disponibilidad. Este viaje puede ser una especie de test.
– Sospecho que para unos cuantos va a resultar difícil. Pero hablando de avisos de líneas aéreas, recuerdo con especial inquina uno de no sé qué compañía norteamericana, donde se subrayaba que el pasajero sería tratado de manera por demás especial. «Usted se sentirá un personaje importante» o algo así. Cuando pienso en los colegas que tengo por ahí, que palidecen a la sola idea de que alguien les diga «señor» en vez de «doctor»… Sí, esa línea debe tener abundante clientela.
– Teoría del personaje -dijo Claudia-. ¿Se habrá escrito ya eso?
– Demasiados intereses creados, me temo. Pero usted me estaba explicando por qué le gusta el viaje.
– Bueno, al fin y al cabo todos o casi todos acabaremos por ser buenos amigos, y no tiene sentido andar escamoteando el curriculum vitae -dijo Claudia-. La verdad es que soy un perfecto fracaso que no se resigna a mantenerse fiel a su rótulo.
– Lo cual me hace dudar desde ya del fracaso.
– Oh, probablemente porque es la única razón de que yo haga todavía cosas tales como comprar una rifa y ganarla. Vale la pena estar viva por Jorge. Por él y por unas pocas cosas más. Ciertas músicas a las que se vuelve, ciertos libros… Todo el resto está podrido y enterrado.
Medrano miró atentamente su cigarrillo.
– Yo no sé gran cosa de la vida conyugal -dijo-, pero en su caso no parece demasiado satisfactoria.
– Me divorcié hace dos años -dijo Claudia-. Por razones tan numerosas como poco fundamentales. Ni adulterio, ni crueldad mental, ni alcoholismo. Mi ex marido se llama León Lewbaum, el nombre le dirá alguna cosa.
– Cancerólogo o neurólogo, creo.
– Neurólogo. Me divorcié de él antes de tener que ingresar en su lista de pacientes. Es un hombre extraordinario, puedo decirlo con jnás seguridad que nunca ahora que pienso en él de una manera que podríamos llamar postuma. Me refiero a mí misma, a esto que va quedando de mí y que no es mucho.
– Y sin embargo se divorció de él.
– Sí, me divorcié de él, quizá para salvar lo que todavía me quedaba de identidad. Sabe usted, un día empecé a descubrir que me gustaba salir a la hora en que él entraba, leer a Eliot cuando él decidía ir a un concierto, jugar con Jorge en vez de…
– Ah -dijo Medrano, mirándola-. Y usted se quedó con Jorge.
– Sí, todo se arregló perfectamente. León nos visita cada tantos días y Jorge lo quiere a su manera. Yo vivo a mi gus"to y aquí estoy.
– Pero usted habló de fracaso.
– ¿Fracaso? En realidad el fracaso fue casarme con León. Eso no se arregla divorciándose, ni siquiera teniendo un hijo como Jorge. Es anterior a todo, es el absurdo que me inició en esta vida.
– ¿Por qué, si no es demasiado preguntar?
– Oh, la pregunta, no es nueva, yo misma me la repito desde que empecé a conocerme un poco. Dispongo de una serie de respuestas: para los días de sol, para las noches de tormenta… Una surtida colección de máscaras y detrás, creo, un agujero negro.
– Si bebiéramos otro coñac -dijo Medrano, llamando al barman-. Es curioso, tengo la impresión de que la institución del matrimonio no tiene ningún representante entre nosotros. López y yo solteros, creo que Costa también, el doctor Restelli viudo, hay una o dos chicas casaderas… ¡Ah, don Galo! Pero vaya a saber cuál es el estado civil de don Galo, ¿ Usted se llama Claudia, verdad? Yo soy Gabriel Medrano, y mi biografía carece de todo interés. A su salud y a la de Jorge.
– Salud, Medrano, y hablemos de usted.
– ¿Por interés, por cortesía? Discúlpeme, uno dice cosas que son meros reflejos condicionados. Pero la vcy a decepcionar, empezando porque soy dentista y luego porque me paso la vida sin hacer nada útil, cultivando unos pocos amigos, admirando a unas pocas mujeres, y levantando con eso un castillo de naipes que se me derrumba cada dos por tres. Plaf, todo al suelo. Pero recomienzo, sabe usted, recomienzo.
La miró y se echó a reír.
– Me gusta hablar con usted -dijo-. Madre de Jorge, el leoncito.
– Decimos grandes pavadas los dos -dijo Claudia y se rio a su vez-. Siempre las máscaras, claro.
– Oh, las máscaras. Uno tiende siempre a pensar en el rostro que esconden, pero en realidad lo que cuenta es la máscara, que sea ésa y no otra. Dime qué máscara usas y te diré qué cara tienes.
– La última -dijo Claudia- se llama Mdlcolm, y creo que la compartimos unos cuantos. Escuche, quiero que conozca a Persio. ¿Podríamos mandarlo buscar a su camarote? Persio es un ser admirable, un mago de verdad; a veces le tengo casi miedo, pero es como un cordero, sólo que ya sabemos cuántos símbolos puede esconder un cordero.