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– Pero no se va a saber, creo -dijo Nora, tímidamente.

– Esperemos. Por suerte hay algunos que piensan como yo, y estamos en mayoría.

– Habrá que firmar esa declaración.

– Seguro que hay que firmarla. El inspector va a arreglar las cosas. A lo mejor yo me aflijo por nada, al fin y al cabo quién les va a creer ese cuento.

– Sí, pero el señor López y Presutti estaban tan furiosos…

– Se mandan la parte hasta el final -dijo Lucio-, pero ya vas a ver que en Buenos Aires no se oye hablar más de ellos. ¿Por qué me miras así?

– ¿Yo?

– Sí, vos.

– Pero Lucio, yo te miraba nomás.

– Me mirabas como si yo estuviera mintiendo o algo parecido.

– No, Lucio.

– Sí, me mirabas de una manera rara. ¿Pero no te das cuenta de que tengo razón?

– Claro que sí -dijo Nora, evitando sus ojos. Por supuesto que Lucio tenía razón. Estaba demasiado enojado como para no tener razón. Lucio siempre tan alegre, ella tenía que hacer todo lo posible para que se olvidara de esos días y volviera a estar alegre. Sería terrible que siguiera malhumorado y que al llegar a Buenos Aires decidiera hacer cualquier cosa, ella no sabía bien qué, cualquier cosa, perderle el cariño, abandonarla, aunque era absurdo creer que Lucio pudiera abandonarla precisamente ahora que ella le había dado la más grande prueba de amor, ahora que había pecado por él. Parecía increíble que dentro de tres horas fueran a estar en pleno centro, y ahora tenía que preguntarle a Lucio qué pensaba hacer, si ella volvería a su casa, porque aunque Mocha comprendiera, su mamá… Se imaginó entrando en el comedor, y su mamá que la miraba y se ponía cada vez más pálida. ¿Dónde había estado esos tres días? «Arrastrada -diría su mamá-. Esa es la educación que le han dado las monjas, arrastrada, prostituta, mal nacida.» Y Mocha trataría de defenderla pero cómo explicar esos tres días. Imposible volver a casa, le telefonearía a Mocha para que se encontrara con ella y con Lucio en alguna parte. Pero si Lucio, que estaba tan furioso… Y si él no quería casarse en seguida, si empezaba a darle de largas al casamiento, y volvía a su empleo, a las chicas de la oficina, sobre todo a esa Betty, si empezaba a salir de nuevo con los amigos.

Lucio miraba el mar sobre el hombro de Nora. Parecía esperar que ella le dijera algo. Nora se volvió hacia él y lo besó en la mejilla, en la nariz, en la boca. Lucio no devolvía los besos, pero ella lo sintió sonreír cuando le besaba otra vez la mejilla.

– Monono -dijo Nora, poniendo toda su alma para que lo que decía fuera como tenía que ser-. Te quiero tanto. Soy tan feliz con vos, me siento tan segura, sabés, tan protegida.

Espiaba su cara, besándolo, y vio que Lucio seguía sonriendo. Juntó sus fuerzas para empezar a hablar de Buenos Aires.

– No, no, basta de caramelos. Anoche te estabas muriendo y ahora querés pescarte una indigestión.

– No comí más que dos -dijo Jorge, dejándose arropar en una manta de viaje y poniendo cara de víctima-. Che, qué serenito vuela este avión. ¿Vos no crees que con un avión así podríamos llegar al astro, Persio?

– Imposible -dijo Persio-. La estratosfera nos haría polvo.

Cerrando los ojos, Claudia apoyó la nuca en el borde del incómodo respaldo. La irritaba haberse irritado contra Jorge. Anoche te estabas muriendo… No era una frase para decirle al pobre, pero sabía que en el fondo no le estaba dedicada, que Jorge era culpable de una culpa que lo excedía infinitamente. Pobrecito, era estúpido de su parte descargar en él algo tan distinto, tan lejos de todo eso. Lo arropó de nuevo, tocándole la frente, y buscó los cigarrillos. En los asientos del lado opuesto López y Paula jugaban a enredarse los dedos de las manos, a hacer el dedo amputado, a pulsear. Contra la ventanilla, envuelto en humo, Raúl dormitaba. Una o dos imágenes de duermevela bailaron un momento y huyeron, despertándolo de golpe. A veinte centímetros de su cara veía la nuca del doctor Restelli y el robusto cogote del señor Trejo. Hubiera podido reconstruir casi literalmente su conversación, aunque el ruido del avión no le permitía oír ni una palabra. Se cambiarían las tarjetas, decididos a encontrarse muy pronto y asegurarse de que todo iba bien y que ninguno de los exaltados (afortunadamente bien metidos en cintura por el inspector y por su propia torpeza) pretendería iniciar una campaña en los pasquines de izquierda que los enlodara a todos. A esa altura, y a juzgar por la vehemencia que ponía el doctor Restelli en sus movimientos y gestos, debía estar insistiendo en que, bien mirado, no existía prueba alguna de lo que afirmaban los más desaforados. «Por lo menos un buen abogado lo demostraría concluyentemente -pensó Raúl, divertido-. Quién va a aceptar, quién va a creer que en un barco como ése había armas de fuego al alcance de la mane, y que los lípidos no nos hicieron pedazos en cinco minutos después que los baleamos en el puente. ¿Dónde están las pruebas de lo que podríamos decir? Medrano. claro. Pero ya leeremos una necrología de tres líneas, muy bien cocinada.»

– Che Carlos…

– Momento -dijo López-. Me está torciendo el brazo de una manera horrible, fíjate.

– Encájale un pellizco, no hay nada mejor para ganar la pulseada. mirá, me estaba divirtiendo en pensar que a lo mejor los viejitos tienen razón. ¿Vos trajiste tu revólver?

– No, debe tenerlo Atüio -dijo López, sorprendido.

– Lo dudo. Cuando fui a hacer mis valijas, la Colt había desaparecido con todas las balas. Como no era mía, me pareció justo. Le vamos a preguntar a Atilio, pero seguro que también le soplaron el fierrito. Otra cosa que se me ocurrió: vos y Medrano fueron a la peluquería, ¿verdad?

– ¿A la peluquería? Espera un poco, eso fue ayer. ¿Puede ser que haya sido ayer? Parece que hubiera pasado tanto tiempo. Sí, claro que fuimos.

– Me pregunto -dijo Raúl- por qué no interrogaron al peluquero sobre la popa. Estoy seguro de que no lo hicieron.

– La verdad, no -dijo López, perplejo-. Estábamos tan bien, charlando. Medrano era tan macanudo, tan… Pero ustedes se dan cuenta, que estos cínicos pretendan decir que las cosas pasaron de otro modo…

– Volviendo al peluquero -dijo Raúl-, ¿no te llama la atención que a la hora en que todos nosotros andábamos buscando un pasaje cualquiera para llegar a la popa…?

Casi sin escuchar, Paula los miraba alternativamente, preguntándose hasta cuándo seguirían dándole vueltas al asunto. Los verdaderos inventores del pasado eran los hombres; a ella la preocupaba lo que iba a venir, si es que la preocupaba. ¿Cómo sería Jamaica John en Buenos Aires? No como a bordo, no como ahora; la ciudad los esperaba para cambiarlos, devolverles todo lo que se habían quitado junto con la corbata o la libreta de teléfonos al subir a bordo. Por lo pronto López era nada menos que un profesor, lo que se llama un docente, alguien que tiene que levantarse a las siete y media para ir a enseñar los gerundios a las nueve y cuarenta y cinco o a las once y cuarto. «Qué cosa tan horrorosa -pensó Paula-. Y lo peor va a ser cuando él me vea a mí allá; eso VA a ser mucho, mucho peor.» ¿Pero qué importaba? Se sentían tan bien con las manos entrelazadas como idiotas, mirándose a veces o sacándose la lengua, o preguntándole a Raúl si le parecía que hacían la pareja ideal.

Atilio fue el primero en distinguir las chimeneas, las torres, los rascacielos, y recorrió el avión con un entusiasmo extraordinario. Durante todo el viaje se había aburrido entre la Nelly y doña Rosita, teniendo además que atender a la madre de la Nelly a quien el mareo le provocaba sólidos ataques de llanto y evocaciones familiares más bien confusas.

– ¡Mirá, mirá, ya estamos en el río, si te fijas bien se ve el puente de Avellaneda! ¡Qué cosa, pensar que para ir le pusimos más de tres días y ahora volvemos en dos patadas!

– Son los adelantos -dijo doña Rosita, que miraba a su hijo con una mezcla de temor y desconfianza-. Ahora cuando lleguemos le telefonearemos a tu padre para que en todo caso nos vengan a buscar con el camioncito.

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