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– ¿Y por qué embarcarse en los aviones? -gritó don Galo, empujando su silla para acercarse al inspector-. ¿Pero entonces es cierto lo de la epidemia?

– Mi querido don Galo, claro que es cierto -dijo el doctor Restelli, adelantándose vivamente-. Me sorprende usted, querido amigo. Nadie ha dudado un solo momento de que la oficialidad luchaba contra un brote del tifus 224, usted lo sabe muy bien. Señor inspector, no se trata en realidad de eso, pues todos estamos de acuerdo, sino de la oportunidad de la medida, digamos un tanto drástica, que proyecta usted tomar. Lejos de mí pretender hacer valer el derecho que como agraciado me corresponde, pero al mismo tiempo lo insto a que reflexione sobre la posible precipitación de un acto que…

– Vea, Restelli, déjese de macanas -dijo López, zafándose del brazo de Paula y de sus pellizcos conminatorios-. Usted y todos los demás saben perfectamente que a Medrano lo han matado a tiros los del barco. Qué tifus ni qué carajo, che. Y usted escúcheme un momento. Maldito lo que me importa volver a Buenos Aires después de las que hemos pasado aquí, pero no pienso permitir que se mienta en esa forma.

– Cállese, señor -dijo uno de los policías.

– No me da la gana. Tengo testigos y pruebas de lo que digo. Y lo único que lamento es no haber estado con Medrano para bajar a tiros media docena de esos hijos de puta.

El inspector levantó la mano.

– Pues bien, señores, no quería verme obligado a señalarles la alternativa que se plantea en caso de que alguno de ustedes, perdida la noción de la realidad por razones amistosas o por lo que sea, insista en desvirtuar el origen de los hechos. Créanme que lamentaría verme precisado a desembarcar a ustedes en… digamos, alguna zona aislada, y retenerlos allí hasta que se serenaran los ánimos, y pudiera darse un curso normal a ia información.

– A mí me puede desembarcar donde se te antoje -dijo López-. Medrano fue asesinado por ésos. Míreme la cara. ¿Le parece que también esto es tifus?

– Ustedes decidirán -dijo el inspector, dirigiéndose sobre todo al señor Trejo y a don Galo-. No quisiera verme obligado a internarlos, pero si se obstinan en falsear hechos que han sido verificados por las personas más irreprochables.

– No diga macanas -dijo Raúl-. ¿Por qué no bajamos juntos, usted y yo, a echarle una ojeada al muerto?

– Oh, el cuerpo ya ha sido retirado del barco -dijo el inspector-. Usted comprende que se trata de una medida higiénica elemental. Señores, les ruego que reflexionen. Podemos estar todos de vuelta en Buenos Aires dentro de cuatro horas. Una vez allá, y firmadas las declaraciones que redactaremos de común acuerdo, no tengan la menor duda de que la dirección se ocupará de indemnizarlos debidamente, pues nadie olvida que este viaje correspondía a un premio, y que el hecho de haberse malogrado no es óbice.

– Lindo fin de frase -dijo Paula.

El señor Trejo carraspeó, miró a su esposa, y se decidió a hablar,

– Yo pregunto, señor inspector… Puesto que, como usted lo señala, el cuerpo ha sido retirado del barco, y a la vez el brote tífico está en franca regresión, ¿no ha pensado en la posibilidad de que…?

– Pero claro, hombre -dijo don Galo-. ¿Qué razón hay para que los que estemos de acuerdo… digo tlaramente, los que estemos de acuerdo… prosigamos este viaje?

Todos hablaban a un tiempo, las voces de las señoras superaban las incómodas tentativas de los policías por imponer silencio. Raúl notó que el inspector sonreía satisfecho, y que hacía una seña a los policías para que no intervinieran. «Dividir para reinar -pensó, apoyándose en un tabique y fumando sin placer-. ¿Por qué no? Lo mismo da quedarse que irse, seguir que volver. Pobre López, empecinado en hacer brillar la verdad. Pero Medrano estaría contento si pudiera enterarse; vaya lío el que ha armado…» Sonrió a Claudia, que asistía como desde muy lejos a la escena, mientras el doctor Restelli explicaba que algunos lamentables excesos no debían gravitar sobre el bien ganado descanso de la mayoría de los pasajeros, por lo cual confiaba en que el señor inspector… Pero el señor inspector volvía a levantar la mano con la palma hacia adelante, hasta lograr un relativo silencio.

– Comprendo muy bien el punto de vista de estos señores -dijo-. Sin embargo, el capitán y la oficialidad han estimado que dadas las circunstancias, el brote, etcétera… En una palabra, señores; volvemos todos a Buenos Aires o me veo precisado, con gran dolor de mi alma, a ordenar una internación temporaria hasta que se disipen los malentendidos. Observen ustedes que la amenaza del tifus bastaría para justificar tan extrema medida.

– Ahí está -dijo don Galo, volviéndose como un basilisco hacia López y Atilio-. Ese es el resultado de la anarquía y de la prepotencia. Lo dije desde que subí a bordo. Ahora pagarán justos por pecadores, cono. ¿Y esos hidroaviones son seguros o qué?

– ¡Nada de hidroaviones! -gritó la señora de Trejo, sostenida por un murmullo predominantemente femenino-. ¿Por qué no hemos de seguir el viaje, vamos a ver?

– El viaje ha terminado, señora -dijo el inspector.

– ¡Osvaldo, y vos vas a tolerar esto!

– Hijita-dijo el señor Trejo, suspirando.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo don Galo-. Se toma el hidroavión y se acabó, con tal que io se hable más de internaciones y otras pajolerías

– En efecto -dijo el doctor Restelli, mirando de reojo a López-, dadas las circunstancias, si lográramos la unanimidad a que nos invita el señor inspector…

López sentía entre asco y lástima. Estaba tan cansado que la lástima podía más.

– Por mí no se preocupe, che -le dijo a Restelli-. No tengo inconveniente en volver a Buenos Aires, y allá nos explicaremos.

– Justamente -dijo el inspector-. La Dirección tiene que tener la seguridad de que ninguno de. ustedes aprovechará su regreso para difundir especies.

– Entonces -dijo López- la Dirección está bien arreglada.

– Señor mío, su insistencia… -dijo el inspector-. Créame, si no tengo la seguridad previa de que renunciarán ustedes a tergiversar, sí, a tergiversar de esa manera la verdad, me veré precisado a hacer lo que dije antes.

– No faltaría más que eso -dijo don Galo-. Primero tres días con el alma en un hilo, y después vaya a saber cuánto tiempo metidos en el culo del mundo. No, no y no. ¡A Buenos Aires, a Buenos Aires!

– Pero claro -dijo el señor Trejo-. Es intolerable.

– Analicemos la situación con calma -pidió el doctor Restelli.

– La situación es muy sencilla -dijo el señor Trejo-. Puesto que el señor inspector considera que no es posible continuar el viaje… -miró a su esposa, lívida de rabia, e hizo un gesto de impotencia-…entendemos que lo más lógico y natural es regresar en seguida a Buenos Aires y reintegrarnos en… en…

– A -dijo Raúl-. Reintegrarnos a…

– Por mi parte no hay inconveniente en que ustedes se reintegren -dijo el inspector-, siempre que firmen la declaración que se preparará oportunamente.

– Mi declaración la redactaré yo hasta la última coma -dijo López.

– No serás el único -dijo Paula, sintiéndose un poco ridicula a fuerza de virtud.

– Claro que no -dijo Raúl-. Seremos por lo menos cinco. Y eso es más de una cuarta parte del pasaje, cosa no despreciable en una democracia.

– No me vengan con política, por favor -dijo el inspector.

El glúcido se pasó la mano por el pelo y empezó a hablarle en voz baja, mientras el inspector escuchaba deferente.

Raúl se volvió hacia Paula.

– Telepatía, querida. Le está diciendo que la Magenta Star se opone al truco de la internación parcial, porque a la larga el escándalo será más grande. No nos llevarán a Ushuaia, verás, ni siquiera eso. Me alegro porque no traje ropa de invierno. Fíjate bien y verás cómo tengo razón.

La tenía, porque el inspector volvió a levantar la mano con su gesto que hacía pensar incongruentemente en un pingüino, y declaró con fuerza que si no se lograba la unanimidad se vería forzado a internar a todos los pasajeros sin excepción. Los hidroaviones no podían separarse, etc.; agregó otras vistosas razones técnicas. Calló, esperando los resultados de la vieja máxima que Raúl había sospechado un rato antes, y no tuvo que esperar mucho. El doctor Restelli miró a don Galo, que miró a la señora de Trejo, que miró a su marido. Un polígono de miradas, un rebote instantáneo. Orador, don Galo Porriño.

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