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La vieja casa de piedra y ladrillo la habían comprado casi a mitad de precio porque necesitaba una rehabilitación a fondo. Los trabajos los habían acabado tras dos años después de feroces discusiones con los subcontratistas. Habían cambiado el Jaguar por el destartalado Ford de seis años. Habían gastado casi todo el dinero de los créditos para estudiantes, y habían reducido los gastos mensuales casi en un cincuenta por ciento a través de muchos sacrificios y sentido común. Dentro de un año los Archer no tendrían deudas.

Volvió a pensar en las primeras horas de la mañana. Las noticias de Jason habían sido una bomba. Pero apenas sí pudo dominar la sonrisa al considerar las posibilidades. Estaba orgullosa de Jason. Él se merecía el éxito más que nadie. Todo indicaba que éste sería un buen año. Tantas noches de trabajar hasta muy tarde… Sin duda, había estado dando los toques finales a su trabajo. ¡Cuántas horas de preocupación innecesaria por su parte! Ahora le sabía mal haberle colgado el teléfono. Se encargaría de recompensarlo cuando él regresara.

Sidney abrió la puerta, recorrió a buen paso el pasillo y entró en su oficina. Comprobó el correo electrónico y no había mensajes urgentes. Llenó el maletín con los documentos que necesitaba para el viaje, recogió los pasajes de avión de la silla donde los había dejado su secretaria y guardó el ordenador portátil en la funda. Dictó un montón de instrucciones en el buzón de voz para su secretaria y los cuatro abogados del bufete que colaboraban con ella en diversos asuntos. Con paso vacilante por el peso que cargaba entró en el ascensor.

Sidney presentó su billete en la mesa de embarque de USAir en el aeropuerto Nacional y unos minutos más tarde se acomodaba en su butaca en un Boeing 737. Confiaba en que el avión despegara puntual para el viaje de cincuenta y cinco minutos escasos al aeropuerto La Guardia en Nueva York. Por desgracia, se tardaba casi lo mismo para ir en coche desde el aeropuerto a la ciudad que para atravesar los trescientos setenta kilómetros que separaban la capital de la nación de la capital del mundo financiero.

El vuelo, como de costumbre, estaba lleno. Mientras se sentaba, se fijó en que el asiento contiguo lo ocupaba un hombre mayor vestido con un anticuado traje a rayas con chaleco. Una corbata roja con el nudo ancho contrastaba con la pechera almidonada de la camisa blanca. Sobre los muslos tenía una vieja cartera de cuero. Las manos delgadas y nerviosas se abrían y cerraban mientras él miraba a través de la ventanilla. Pequeños mechones de pelo blanco asomaban por debajo de los lóbulos de las orejas. El cuello de la camisa le bailaba alrededor del cuello delgado y flácido como trozos de papel despegado de la pared. Sidney observó las gotas de sudor que perlaban el labio superior y la sien izquierda.

El avión inició la carrera hacia la pista principal. El ruido de los alerones que se colocaban en la posición de despegue pareció calmar al hombre, que se volvió hacia Sidney.

– Eso es lo único que quiero escuchar -afirmó con una voz profunda y el deje de los que han pasado toda su vida en el sur.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Sidney con curiosidad.

– Me aseguro de que no se olviden de bajar los malditos alerones para que esta cosa se levante del suelo -respondió él al tiempo que señalaba el exterior-. ¿Recuerda aquel avión en Detroit? -Pronunció la palabra como si en realidad fueran dos-. Los malditos pilotos se olvidaron de poner los alerones en la posición correcta y mataron a todos los que iban a bordo excepto a aquella niñita.

Sidney miró a través de la ventanilla por un momento.

– Estoy segura de que los pilotos lo tienen muy presente -señaló.

Sidney suspiró para sus adentros. Lo que menos necesitaba era estar sentada junto a un pasajero nervioso. Volvió a ocuparse de sus notas y echó un vistazo rápido a su presentación antes de que las azafatas hicieran que todos guardaran sus pertenencias debajo de los asientos. En cuanto la vio aparecer guardó los papeles en el maletín y lo metió debajo del asiento que tenía delante. Miró a través de la ventanilla las aguas oscuras y turbulentas del Potomac. Las bandadas de gaviotas que sobrevolaban el río parecían a los lejos como trozos de papel arrastrados por el viento. El capitán anunció por el intercomunicador que el avión de USAir era el siguiente en la cola de despegue.

Unos segundos más tarde, el avión realizó un despegue impecable. Viró a la izquierda para evitar la zona de vuelo prohibido por encima del Capitolio y la Casa Blanca, y comenzó el ascenso hacia la altitud de crucero.

El avión se niveló al llegar a los diez mil metros de altura y las azafatas pasaron con el carrito de bebidas. Sidney se hizo con una taza de té y una bolsa de cacahuetes salados. El hombre mayor no quiso beber nada y siguió mirando nervioso a través de la ventanilla.

Sidney recogió el maletín dispuesta a aprovechar la siguiente media hora. Se arrellanó en el asiento y sacó algunos papeles del maletín. Mientras comenzaba a leerlos observó que el anciano no dejaba de mirar el exterior; el cuerpo tenso saltaba con cada brinco del aparato, atento a cualquier sonido anormal que anunciara la catástrofe. Las venas le abultaban en el cuello y se le veían los nudillos blancos de la presión que ejercían las manos contra los brazos del asiento. La expresión de Sidney se suavizó. Estar asustado ya era bastante malo y la sensación de estar solo en el miedo complicaba las cosas. Tendió una mano y le palmeó el brazo al tiempo que sonreía. Él volvió la cabeza y respondió a la sonrisa, con un poco de vergüenza.

– Los pilotos han hecho este vuelo centenares de veces. Estoy segura de que se conocen todos los trucos -comentó ella con voz tranquila.

El sonrió una vez más y se frotó las manos para devolverles la circulación.

– Tiene toda la razón, señora.

– Sidney, Sidney Archer.

– Yo me llamo George Beard. Mucho gusto, Sidney.

Se dieron un fuerte apretón de manos.

Beard miró de pronto las nubes desgarradas. La luz del sol era muy fuerte. Bajó hasta la mitad la cortina de la ventanilla.

– Llevo tantos años volando que lo lógico sería estar acostumbrado.

– Puede ser una experiencia dura para cualquiera, George, por mucho que la repita -comentó Sidney en un tono comprensivo-. Pero no tan terrible como los taxis que tendremos que coger para ir a la ciudad.

Ambos se rieron. Entonces Beard dio un saltito cuando el avión entró en otra bolsa de aire y su rostro adquirió una vez más un tono ceniciento.

– ¿Viaja a menudo a Nueva York, George?

Sidney intentó que no se separaran sus miradas. En el pasado nunca le habían preocupado los medios de transporte. Pero desde que había tenido a Amy, sentía una ligera aprensión cuando subía a un avión o a un tren, e incluso cuando conducía el coche. Observó el rostro de Beard mientras el hombre volvía a ponerse tenso con los saltos del avión.

– George, no pasa nada. Sólo es una pequeña turbulencia.

Él inspiró con fuerza y, por fin, la miró a los ojos.

– Estoy en la junta directiva de un par de compañías con sede en Nueva York. Tengo que ir allí dos veces al año.

Sidney echó una ojeada a los documentos y de pronto recordó una cosa. Frunció el entrecejo. Había un error en la página cuatro. Tendría que corregirlo cuando llegara a la ciudad. George Beard le tocó el brazo.

– Supongo que hoy no nos pasará nada. Me refiero a que ¿cuántas veces se producen dos catástrofes en un mismo día? Dígamelo.

Sidney, preocupada, no le respondió en el acto. Por fin se volvió hacía él con los ojos entrecerrados.

– ¿Perdón?

Beard se inclinó hacia ella en una actitud confidencial.

– A primera hora de la mañana tomé el puente aéreo desde Richmond. Llegué al Nacional sobre las ocho. Oí a dos pilotos que hablaban. No me lo podía creer. Estaban nerviosos, se lo juro. Caray, yo también lo hubiera estado.

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