– Hemos probado todas las posibilidades sencillas y sus variaciones. He intentado en un ataque a lo bruto y tampoco he conseguido nada. También intenté una combinación aleatoria de letras y números, pero las combinaciones son tantas que no viviríamos lo suficiente para probarlas todas. -Se volvió hacia Sidney-. Creo que tu marido sabía muy bien lo que estaba haciendo. Es probable que haya empleado una combinación aleatoria de letras y números de unos veinte o treinta caracteres. Será imposible descifrarla.
A Sidney se le cayó el alma a los pies. Era enloquecedor tener en la mano un disquete lleno de información -probablemente una información capaz de explicar gran parte de lo ocurrido a su esposo- y ser incapaz de leerlo.
Se levantó y comenzó a pasear por el cuarto mientras Fisher continuaba apretando teclas al azar. Sidney se detuvo delante de la ventana, junto a una mesa donde había una pila de correspondencia. Encima de la pila había un ejemplar de Field amp; Stream. Echó una ojeada a la pila y la portada de la revista, y después miró a Fisher. No parecía una persona amante de la vida al aire libre. Entonces miró la etiqueta del destinatario. El ejemplar iba dirigido a un tal Fred Smithers, pero la dirección era la de la casa donde se encontraba ahora. Cogió la revista.
Fisher miró a su amiga mientras se acababa la gaseosa. Al ver la revista en las manos de Sidney, frunció el entrecejo.
– Me tienen harto con la correspondencia de ese tipo. Se ve que en los ficheros de varias compañías aparece con mi dirección. La mía es 6215 Thorndike y la suya 6251 Thorndrive, que está al otro lado del condado de Fairfax. Toda esa pila es suya, y sólo es la de esta semana. Se lo he dicho al cartero, he llamado mil veces a la central de Correos, a todas las compañías que tienen mal la dirección. Pero ya lo ves.
Sidney se volvió lentamente hacia Fisher. Se le acababa de ocurrir una idea bastante curiosa.
– Jeff, una dirección de correo electrónico es como cualquier otra dirección o número de teléfono, ¿verdad? Escribes la dirección equivocada y puede ir a parar a cualquier parte como ocurre con esta revista. -Levantó el ejemplar de Field amp; Stream-. ¿No?
– Claro -contestó Fisher-. Ocurre continuamente. Yo tengo metidas en el disco duro las direcciones más habituales y sólo tengo que marcarlas con el ratón. Eso reduce el margen de error.
– ¿Y si tienes que escribir la dirección completa?
– En ese caso el margen de error aumenta y mucho. Hay direcciones que cada vez son más largas.
– ¿Así que si te equivocas en una tecla, el mensaje puede recibirlo vete a saber quién?
Fisher asintió mientras masticaba una patata frita.
– No hay día en que no reciba algún mensaje equivocado.
– Y entonces ¿qué haces? -le preguntó Sidney, intrigada.
– El procedimiento es muy sencillo. Marco con el ratón la orden de respuesta al remitente y envío el mensaje estándar de que la dirección está equivocada, y le devuelvo la carta original para que sepa cuál es. Por lo tanto no necesito saber la dirección. La devolución al remitente es automática.
– Jeff, ¿quieres decir que si mi marido envió un mensaje a la dirección equivocada, la persona que lo recibió por error no tuvo más que responder a la dirección de Jason para avisarle de la equivocación?
– Exacto. Si estás en el mismo servicio, digamos America Online, resulta bastante sencillo.
– Y si la persona respondió, el mensaje estaría ahora en el buzón electrónico de Jason, ¿no?
Sidney se levantó bruscamente y recogió su bolso mientras Fisher la miró preocupado por el tono de su voz.
– Yo diría que sí. ¿Adónde vas?
– A mirar en el ordenador de casa si está el mensaje. Si contiene la contraseña, podré leer el disquete. -Sidney sacó el disquete del ordenador y se lo guardó en el bolso.
– Si me das el nombre de usuario de tu marido y la contraseña, puedo acceder a su correspondencia directamente desde aquí. Estoy abonado a America Online, y no tengo más que registrarte como invitada. Si la contraseña está en el buzón, podemos leer el disquete aquí mismo.
– Lo sé, Jeff. Pero ¿podrían localizar a quien accediera al correo de Jason desde aquí?
– Es posible, si los que vigilan saben lo que hacen.
– Creo que esos tipos saben lo que hacen. Jeff, estarás mucho más seguro si nadie puede averiguar que se accedió al buzón desde aquí.
Fisher, cada vez más pálido, se dirigió a Sidney con una inquietud que resultaba evidente en su tono y en sus facciones.
– ¿En qué te has metido, Sidney?
– Nos mantendremos en contacto -le respondió ella mientras salía.
Fisher contempló la pantalla del ordenador durante unos minutos y después volvió a conectar la línea telefónica al módem.
Sawyer se sentó en su sillón y releyó una vez más el artículo sobre Jason Archer publicado en el Post. Meneó la cabeza al tiempo que echaba una ojeada al resto de las noticias de primera plana; al ver uno de los titulares, casi se ahogó. Tardó un minuto en leer la noticia. Después cogió el teléfono, hizo unas cuantas llamadas y sin perder más tiempo corrió escaleras abajo. Cinco minutos más tarde ponía en marcha el coche.
Sidney aparcó el Ford en el camino de entrada, corrió a la casa, se quitó el abrigo y se dirigió directamente al estudio de su marido. Estaba a punto de acceder al buzón electrónico cuando se levantó de un salto. No podía hacerlo desde aquí, no con lo que habían instalado en su ordenador. Pensó en una solución. Tylery Stone tenía todos los ordenadores conectados a America Online; podría acceder a su buzón desde allí. Recogió el abrigo, corrió hacia la puerta principal y la abrió. Su grito se escuchó por toda la calle.
Lee Sawyer se alzaba como una mole delante de ella y su expresión era de furia. Sidney se llevó las manos al pecho mientras intentaba recuperar la respiración.
– ¿Qué está haciendo aquí?
Sawyer levantó el periódico como respuesta.
– ¿Ha leído este artículo?
Sidney miró la foto de Ed Page y su expresión la denunció.
– Yo… no he… verá… -tartamudeó.
El agente entró en la casa y dio un portazo. Sidney retrocedió hacia la sala de estar.
– Creía que teníamos un trato. ¿Lo recuerda? ¿Intercambiar información? -le espetó Sawyer-. Bueno, ha llegado el momento de hablar. ¡Ahora!
Sidney intentó eludir al agente y alcanzar la puerta, pero Sawyer la sujetó de un brazo y la lanzó sobre el sillón. La joven se levantó de un salto.
– ¡Fuera de mi casa! -chilló.
Sawyer meneó la cabeza y volvió a enseñarle el periódico.
– ¿Quiere salir sola? Entonces más vale que su pequeña comience a buscar a otra madre.
Sidney se abalanzó sobre Sawyer, le cruzó la cara de una bofetada y levantó la mano dispuesta a repetir el ataque. Pero el agente la rodeó con los brazos y la apretó con la fuerza de un oso mientras ella intentaba zafarse.
– Sidney, no he venido a pelear con usted. Sea culpable o no su marido, la ayudaré de todos modos. Pero, maldita sea, tiene que ser sincera conmigo.
La pareja continuó con el forcejeo y cayeron sobre el sofá, sin que la mujer abandonara la intención de golpearle. Sawyer mantuvo el abrazo hasta que, finalmente, notó que la tensión desaparecía del cuerpo de Sidney. Entonces la soltó y ella se apartó de un salto al otro extremo del sofá mientras se echaba a llorar con la cabeza contra los muslos. El agente se arrellanó en el sillón y esperó en silencio hasta que Sidney dejó de llorar. Ella se enjugó las lágrimas con la manga mientras miraba la foto de Page en el diario caído en el suelo.
– Usted habló con él en el vuelo de regreso de Nueva Orleans, ¿verdad? Sawyer formuló la pregunta en voz muy baja. Había visto a Page entre los pasajeros que embarcaban en Nueva Orleans. La lista de embarque indicaba que Page había ocupado el asiento vecino a Sidney. El hecho no le había parecido importante hasta ese momento-. ¿Es verdad, Sidney? -Ella asintió-. Cuéntemelo, y esta vez, no se calle nada.