Sidney aparcó el Ford en el aparcamiento del McDonald's, entró en el local, pidió un desayuno para llevar y después fue a la cabina de teléfonos en el vestíbulo, junto a los lavabos. Marcó un número mientras miraba hacia el aparcamiento, atenta a cualquier señal del FBI. No vio nada anormal. Perfecto, se suponía que eran invisibles. Pero se estremeció al preguntarse quién más podía estar allí.
Su padre atendió la llamada y Sidney tardó varios minutos en serenarlo. Cuando le explicó su propuesta, él volvió a enfurecerse.
– ¿Por qué demonios quieres que haga eso?
– Por favor, papá. Quiero que tú y mamá os vayáis, y que os llevéis a Amy con vosotros.
– Ya sabes que nunca vamos a Maine en esta época del año.
Sidney apartó un momento el auricular e inspiró con fuerza.
– Escucha, papá, tú has leído el periódico.
– Es el montón más grande de patrañas que he leído en toda mi vida, Sid…
– Papá, escúchame, no tengo tiempo para discutir. -Nunca le había levantado la voz a su padre de esa manera.
Ambos permanecieron en silencio durante un momento. Sidney fue la primera en hablar y lo hizo con voz firme.
– El FBI se acaba de marchar de mi casa. Jason estaba involucrado en algo. No sé muy bien en qué. Pero incluso si la mitad de lo que pone ese artículo es cierto… -Se estremeció-. En el vuelo de regreso de Nueva Orleans, un hombre habló conmigo. Se llamaba Edward Page. Era un detective privado. Investigaba alguna cosa relacionada con Jason.
– ¿Por qué estaba investigando a Jason? -preguntó Patterson, incrédulo.
– No lo sé. No me lo quiso decir.
– Pues iremos a verle y no aceptaremos un no por respuesta.
– No se lo podemos preguntar. Lo asesinaron cinco minutos después de hablar conmigo, papá.
Bill Patterson, atónito, se quedó sin palabras.
– ¿Querrás ir por favor a la casa de Maine, papá? Por favor. Cuanto antes salgas mejor.
El padre demoró la respuesta. Cuando lo hizo su voz sonó débil.
– Nos marcharemos después de desayunar. Me llevaré la escopeta por si acaso. -Sidney aflojó los hombros, aliviada-. ¿Sidney?
– ¿Sí, papá?
– Quiero que vengas con nosotros.
– No puedo hacerlo, papá -contestó, y meneó la cabeza como si su padre pudiera verla.
– ¿Cómo que no? -gritó Patterson-. Estás allí sola. Eres la esposa de Jason. ¿Quién te asegura que no serás el próximo objetivo?
– El FBI me vigila.
– ¿Crees que son invulnerables? ¿Que no se equivocan? No seas tonta.
– No puedo, papá. Es probable que el FBI no sea el único que me vigila. Si voy con vosotros me seguirán. -Sidney se estremeció.
– Por Dios, cariño. -Sidney escuchó con claridad la emoción en la voz de su padre-. Mira, ¿qué te parece si tu madre y Amy se van allá arriba y yo me quedo contigo?
– No quiero que ninguno de vosotros se implique en esto. Ya es suficiente conmigo. Quiero que te quedes con Amy y mamá y que las protejas. Yo cuidaré de mí misma.
– Siempre he tenido confianza en ti, nena, pero esto es diferente. Si esas personas ya han matado… -Bill Patterson se interrumpió. La perspectiva de perder a su hija menor a manos de unos asesinos le había anonadado.
– Papá, estaré bien. Tengo mi pistola. El FBI me vigila a todas horas. Te llamaré todos los días.
– De acuerdo, pero llama dos veces al día -aceptó Patterson, resignado.
– Vale, dos veces. Un beso a mamá de mi parte. Sé que el artículo la habrá asustado, pero no le cuentes esta conversación.
– Sid, tu madre no es tonta. Se preguntará por qué nos vamos de pronto a Maine en esta época del año.
– Por favor, papá, invéntate algo.
– ¿Alguna cosa más?
– Dile a Amy que la quiero. Dile que yo y su papá la queremos más que a nada en el mundo. -Las lágrimas aparecieron en los ojos de Sidney mientras pensaba en la única cosa que deseaba hacer con desesperación: estar con su hija. Pero para la seguridad de Amy, ella debía mantenerse bien lejos.
– Se lo diré, cariño -respondió Bill Patterson en voz baja.
Sidney se tomó el desayuno durante el regreso a su casa. Dejó el coche en el garaje y, un minuto más tarde, estaba sentada delante del ordenador de Jason. Había tomado la precaución de cerrar con llave la puerta de la habitación y tenía el teléfono móvil a mano por si tenía que llamar al 091. Sacó el disquete del bolsillo, cogió la pistola y los puso sobre la mesa.
Encendió el ordenador y contempló la pantalla mientras se realizaba el proceso de arranque. Estaba a punto de meter el disco en la disquetera cuando dio un respingo al ver la cifra de la memoria disponible. Algo no estaba bien. Apretó varias teclas. Una vez más apareció en pantalla la memoria disponible en el disco duro y esta vez se mantuvo. Sidney leyó los números sin prisa: había disponibles 1.356.600 megabytes, o sea un 1.3 gigas. Miró atentamente los tres últimos números. Recordó la última vez que se había sentado delante del ordenador. Los tres últimos números de la memoria disponible habían formado la fecha del cumpleaños de Jason: siete, cero, seis, un hecho que había provocado su llanto. Se había venido abajo otra vez. Ahora estaba preparada, pero había menos memoria disponible. ¿Cómo podía ser? No había tocado el ordenador desde… ¡Maldita sea!
Se le hizo un nudo en la boca del estómago. Se levantó de un salto, recogió la pistola y el disquete. Le entraron ganas de disparar contra la pantalla del ordenador. Sawyer había acertado sólo en una cosa. Alguien había entrado en la casa mientras ella estaba en Nueva Orleans. Pero no había venido a llevarse algo. En cambio, había dejado algo instalado en el ordenador. Algo de lo que ahora huía como algo que lleva el diablo.
Tardó diez minutos en llegar al McDonald's y descolgar el teléfono público. La voz de su secretaria sonó tensa.
– Hola, señora Archer.
¿Señora Archer? Su secretaria llevaba con ella casi seis años y a partir del segundo día nunca más la había llamado señora Archer. Sidney lo dejó correr por el momento.
– Sarah, ¿está Jeff?
Jeff Fisher era el genio de la informática en Tylery Stone.
– No estoy segura. ¿Quiere que le pase con su ayudante, señora Archer?
Sidney no aguantó más.
– Sarah, ¿a qué demonios viene esto de señora Archer?
Sarah no respondió inmediatamente, pero después comenzó a susurrar a toda prisa.
– Sid, todo el mundo ha leído el artículo del periódico. Lo han transmitido por fax a todas las oficinas. La gente de Tritón amenaza con retirarnos la cuenta. El señor Wharton está furioso. Y no es ningún secreto que los jefazos te echan la culpa.
– Estoy tan a oscuras como todos los demás.
– Bueno, ya sabes, ese artículo te hace aparecer…
– ¿Quieres ponerme con Henry? Aclararé todo este asunto.
La respuesta de Sarah fue como un puñetazo para su jefa.
– El comité de dirección ha mantenido una reunión esta mañana. Celebraron una teleconferencia con todas las demás oficinas. El rumor dice que han preparado una carta para enviarte.
– ¿Una carta? ¿Qué clase de carta? -El asombro de Sidney iba en aumento. Oía al fondo el rumor de la gente que pasaba junto a la mesa de la secretaria. Desaparecieron los ruidos y sonó otra vez la voz de Sarah todavía más baja.
– No… no sé cómo decírtelo, pero he oído que es una carta de despido.
– ¿Despido? -Sidney puso una mano en la pared para sostenerse-. ¿Ni siquiera me han acusado de nada y ellos ya me han juzgado, condenado y ahora me sentencian? ¿Todo por un artículo publicado por un único periódico?
– Creo que aquí todo el mundo está preocupado por la supervivencia de la firma. La mayoría de la gente señala con el dedo. Y además -añadió Sarah deprisa-, está lo de tu marido. Descubrir que Jason está vivo. La gente se siente traicionada, de verdad.
Sidney soltó el aire de los pulmones y aflojó los hombros. Sintió cómo el cansancio la aplastaba.