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No había sido una buena mañana y amenazaba con ser mucho peor. No estaba acostumbrado a que le dieran un puntapié en el culo en cada esquina. Había informado a Frank Hardy de los resultados conseguidos hasta ahora. Su amigo estaba haciendo averiguaciones sobre Paul Brophy y Philip Goldman. Hardy, como era de esperar, se había extrañado al enterarse de la visita clandestina de Brophy a la habitación de Sidney.

Sawyer cogió el periódico y leyó el titular. Calculó que en aquel momento, la mujer se sentiría dominada por el pánico. A la vista de que Jason Archer estaba enterado de la persecución, habían decidido hacer públicos sus presuntos delitos: espionaje industrial y malversación de fondos de Tritón Global. No se aludía a su participación directa en la catástrofe aérea, pero sí que aparecía en la lista de pasajeros aunque no había llegado a embarcar. Cualquiera podía leer entre líneas lo que faltaba. También se mencionaban con amplitud las recientes actividades de Sidney Archer. Miró su reloj. Se disponía a visitar a Sidney Archer por segunda vez. Y a pesar de su simpatía personal por la mujer, no pensaba marcharse de su casa hasta haber conseguido unas cuantas respuestas.

Henry Wharton permanecía delante de la ventana, con la barbilla apoyada en el pecho y la mirada puesta en el cielo cubierto de nubes. Sobre la mesa había un ejemplar del Post, con la portada boca abajo; así, al menos, no se veían los terribles titulares. Al otro lado de la mesa, cómodamente instalado en una silla, estaba Philip Goldman, que miraba la espalda de Wharton.

– En realidad, no veo que tengamos ninguna otra opción, Henry -Goldman hizo una pausa y, por un momento, una expresión complacida apareció en sus facciones habitualmente impasibles-. Comprendo que Nathan Gamble estuviese muy enfadado cuando llamó esta mañana. ¿Quién puede culparlo? Dicen por ahí que podría retirar toda la cuenta.

Wharton torció el gesto al escuchar el comentario. Se volvió con la mirada baja. Era obvio que Wharton vacilaba. Goldman se echó un poco hacia delante, ansioso por aprovechar la ventaja.

– Es por el bien de la firma, Henry. Será doloroso para mucha gente, y a pesar de mis diferencias con ella en el pasado, me incluyo en ese grupo, sobre todo porque es una profesional brillante. -Esta vez Goldman consiguió reprimir una sonrisa-. Pero el futuro de la firma, el futuro de centenares de personas, no se puede sacrificar en beneficio de una sola, Henry, y tú lo sabes. -Goldman se reclinó en la silla y cruzó las manos sobre los muslos con una expresión plácida. Exhaló un suspiro-. Yo hablaré con ella, Henry, si lo prefieres. Sé lo unidos que estabais.

Wharton alzó la mirada. Su asentimiento fue rápido, breve, como el descenso del hacha del verdugo. Goldman salió del despacho en silencio.

Sidney Archer salió a recoger el periódico cuando sonó el teléfono. Corrió hacia el interior de la casa con el Post sin abrir en la mano. Estaba casi convencida de que no podía ser su marido, pero ya no podía estar segura de nada. Lanzó el periódico encima de otro montón que aún no había tenido tiempo de leer.

La voz de su padre sonó como un trueno. ¿Había leído el periódico? ¿De qué demonios estaban hablando? Esas acusaciones… Su padre proclamó furioso que los demandaría. Los demandaría a todos, incluidos Tritón y el FBI. Sidney consiguió apaciguarlo y abrió el periódico. El titular le quitó la respiración como si alguien le hubiera pisado el pecho. Se dejó caer sobre una silla en la penumbra de la cocina. Leyó de una ojeada el artículo de primera plana que implicaba a su marido en el robo y la venta de secretos de un valor incalculable y del fraude de centenares de millones de dólares a su empresa. Y como si esto fuera poco, Jason Archer era presunto sospechoso del sabotaje del avión, al parecer con la intención de engañar a las autoridades simulando su muerte. Según el FBI, estaba vivo y era un fugitivo.

Sidney sintió que iba a vomitar cuando leyó su propio nombre en el artículo. Ella había viajado a Nueva Orleans, decía el periódico, poco después del funeral de su marido, algo que resultaba muy sospechoso. Desde luego que era sospechoso. Cualquiera, incluida Sidney Archer, habría considerado ese viaje cargado de motivos dudosos. Toda una vida de escrupulosa honestidad acababa de ser destruida para siempre. Dominada por la angustia, le colgó el teléfono a su padre. A duras penas consiguió llegar al fregadero. Las arcadas le producían mareo. Se mojó la nuca y la frente con agua fría.

Volvió a la silla y se echó a llorar. Jamás se había sentido tan indefensa. Entonces la dominó una emoción súbita: una furia tremenda. Corrió al dormitorio, se vistió y un par de minutos después abría la puerta del Ford. «Mierda.» La correspondencia cayó al suelo y, automáticamente, se agachó a recogerla. Comenzó a ordenar los sobres y se detuvo cuando cogió el paquete destinado a Jason Archer. Se tambaleó al reconocer la escritura de su marido en el sobre. Notó que había algo plano en el interior. Miró el matasellos. Lo habían enviado desde Seattle el mismo día en que Jason había salido para el aeropuerto. Se estremeció. Su marido tenía muchos sobres como éste en el estudio. Estaban diseñados específicamente para enviar disquetes por correo. Pero ahora no tenía tiempo para pensar en este asunto. Dejó la correspondencia sobre el asiento, se sentó al volante y arrancó.

Media hora después, Sidney Archer, hecha un basilisco, entró en el despacho de Nathan Gamble, escoltada por Richard Lucas. Detrás de la pareja venía Quentin Rowe, con una expresión de asombro. Sidney se acercó a la enorme mesa de Gamble y le arrojó el ejemplar del Post sobre la falda.

– Espero que tenga algunos abogados muy buenos en juicios por calumnias. -Estaba tan furiosa que Lucas se adelantó, pero Gamble le hizo retroceder con un gesto. El presidente de Tritón cogió el periódico y les echó una ojeada a los titulares. Después miró a Sidney.

– Yo no escribí esto.

– ¡Y una mierda!

Gamble apagó el cigarrillo y se puso de pie.

– Perdone, señora, pero o mucho me equivoco o aquí el cabreado tendría que ser yo.

– Aquí dice que mi marido saboteó a un avión, vendió secretos y le robó dinero. No es más que una sarta de mentiras y usted lo sabe.

Gamble rodeó la mesa y se acercó a Sidney con una expresión feroz.

– Deje que le diga lo que sé, señora. Me han robado una montaña de dinero; eso es un hecho. Y su marido le dio a RTG todo lo que necesita para hundir mi compañía. Eso es otro hecho. Qué se supone que debo hacer, ¿darle a usted una maldita medalla?

– No es verdad.

– ¡Sí que lo es! -Gamble le acercó una silla-. ¡Siéntese!

Gamble abrió un cajón de la mesa, sacó una cinta de vídeo y la arrojó a Lucas. Luego, apretó un botón de la consola y se deslizó un tabique de la pared para dejar a la vista un equipo de televisor y vídeo. Mientras Lucas cargaba la cinta, Sidney se sentó; le temblaban las piernas. Miró a Quentin Rowe, quieto como una estatua en un rincón del despacho. El joven no le quitaba la mirada de encima. Nerviosa, se pasó la lengua por los labios resecos y volvió a centrar la mirada en la pantalla gigante del televisor.

El corazón le dio un vuelco al ver a su marido. Sólo había escuchado su voz desde aquel horrible día, y era como si hubiese pasado una eternidad. Al principio, sólo se fijó en los movimientos ágiles que le eran tan conocidos. Después se centró en el rostro y soltó una exclamación ahogada. Nunca le había visto tan nervioso, sometido a tanta tensión. La entrega del maletín, el estruendo del avión, las sonrisas de los hombres, la lectura de los documentos, todas esas cosas estaban en un segundo plano, mientras miraba a Jason. Sus ojos enfocaban de cuando en cuando la hora y la fecha que aparecían en una esquina de la imagen, y sufrió otra sacudida cuando comprendió el significado de los números. Se acabó la cinta y la pantalla del televisor quedó a oscuras. Sidney volvió la cabeza y descubrió que las miradas de todos los presentes estaban centradas en ella.

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