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Bill Patterson miró a Brophy mientras el joven dejaba la bolsa en un rincón. Vestido con un traje cruzado, la última moda en camisa y corbata y zapatos negros relucientes, el alto y delgado Brophy ofrecía una figura muy apuesta. Pero había algo en sus modales un poco untuosos, en su trato con la familia de duelo, que no le gustó. Se había pasado la mayor parte de su vida profesional con el detector de mierda levantado. Ahora mismo, la alarma sonaba al máximo.

– Tiene a toda su familia a su lado… ¿Paul? -Patterson puso un énfasis particular en la palabra «familia».

Brophy le devolvió la mirada mientras calibraba al padre de Sidney.

– Sí, en estos momentos no hay nada más importante que la familia. Espero que no piense que me estoy entrometiendo. Es la última cosa que quisiera hacer. Hablé con Sidney anoche. Hace años que trabajamos juntos. Nos hemos ocupado de algunos casos de esos que acabas con una úlcera. Pero usted ya sabe cómo es. Usted dirigió Bristol Aluminum durante los últimos cinco años que estuve allí. No había mes en que no apareciera usted en el Journal. Y aquel artículo de varias páginas en Forbes cuando se retiró.

– Es duro -afirmó el hombre mayor, un poco más tranquilo mientras recordaba por un momento los éxitos de su carrera empresarial.

– Sé que eso es lo que creían los competidores.

Brophy le dedicó su mejor sonrisa y Patterson le correspondió. Quizás, el tipo no era tan malo; después de todo, había venido hasta aquí, y éste no era el momento más oportuno para buscar problemas.

– ¿Le apetece comer o beber algo? ¿Ha venido de Nueva York esta mañana?

– En el primer vuelo del puente aéreo. Si tiene café, acepto encantado. ¿Sidney?

La mirada de Brophy se fijó ansiosa en Sidney, que entraba en aquel momento acompañada por la madre. Las dos mujeres vestían de negro.

– Hola, Paul.

Brophy se acercó deprisa, la abrazó y le dio un beso en la mejilla que se prolongó un poco más de lo adecuado. Un tanto agitada, Sidney le presentó a su madre.

– ¿Cómo se lo ha tomado la pequeña Amy? -preguntó Brophy.

– Está con unos amigos. No comprende lo que ha pasado -contestó la madre de Sidney, que miró a Paul con una expresión desabrida.

– Es natural. -Brophy se apartó. No tenía hijos, pero de todos modos había sido una pregunta estúpida.

Sidney, sin darse cuenta, le sacó del apuro. Se volvió hacia su madre.

– Paul acaba de llegar ahora mismo de Nueva York.

Su madre asintió distraída y luego se fue a la cocina para preparar el desayuno.

Brophy miró a Sidney. El pelo sedoso parecía más rubio al resaltar contra el negro del vestido. Su aspecto un tanto demacrado la hacía aún más atractiva. El abogado pensó que era una mujer muy hermosa.

– Todos los demás irán directamente a la capilla. Vendrán aquí después del servicio.

Parecía abrumada por la perspectiva, algo que Brophy no pasó por alto.

– Tú tómatelo con calma y cuando quieras estar sola, yo me encargaré de la charla y de que todo el mundo tenga el plato lleno. Si hay algo que he aprendido como abogado es a utilizar muchísimas palabras sin decir nada.

– ¿No tienes que volver a Nueva York?

Brophy meneó la cabeza con una sonrisa triunfal.

– Me quedaré unos días en la oficina de Washington. -Sacó una grabadora del bolsillo interior de la chaqueta-. Estoy preparado. Durante el viaje dicté tres cartas y un discurso que daré el mes que viene un acto político para recaudar fondos, o sea que me estaré todo el tiempo que me necesites. -Sonrió con ternura, guardó la grabadora y la cogió de la mano.

Ella le devolvió la sonrisa, un tanto avergonzada, al tiempo que apartaba la mano.

– Tengo que acabar de arreglarme.

– De acuerdo, yo iré a la cocina a echar una mano.

Sidney se fue por el pasillo hacia el dormitorio. Brophy la observó mientras se alejaba, y sonrió al pensar en las perspectivas de futuro. Después, entró en la cocina, donde la madre de Sidney preparaba huevos fritos, tostadas y bacón. Bill Patterson se ocupaba de la cafetera. Sonó el teléfono. El padre de Sidney se quitó las gafas y atendió la llamada.

– ¿Hola? -Cogió el auricular con la otra mano-. Sí, es aquí. ¿Qué? Oiga ¿no podría llamar más tarde? Ah, bueno, espere un momento.

La señora Patterson miró a su marido.

– ¿Quién es?

– Henry Wharton. -Patterson miró a Brophy-. Es el jefe de su bufete, ¿no?

Brophy asintió. Aunque su condición de apóstol de Goldman era un secreto muy bien guardado, él no gozaba de las simpatías de Wharton, y Brophy esperaba con ansia el día en que Wharton fuera destronado de su cargo como jefe de Tylery Stone.

– Un hombre maravilloso, siempre preocupado por sus colegas -dijo Brophy.

– Vale, pero es de lo más inoportuno -replicó Patterson. Dejó el auricular sobre la mesa y salió de la cocina.

Brophy fue a ayudar a la señora Patterson con una sonrisa conciliadora.

Bill Patterson golpeó suavemente la puerta de su hija.

– ¿Cariño?

Sidney abrió la puerta del dormitorio. Patterson vio las numerosas fotos de Jason y del resto de la familia desparramadas sobre la cama. Inspiró con fuerza y tragó saliva.

– Cariño, hay un tipo del bufete al teléfono. Dice que es muy urgente.

– ¿Dijo su nombre?

– Henry Wharton.

Sidney frunció el entrecejo y un segundo después su expresión recuperó la normalidad.

– Seguramente llama para decir que no podrá venir al servicio. Ya no estoy en la lista de los diez primeros. La cogeré aquí, papá. Dile por favor que me dé un minuto.

En el momento en que su padre iba a cerrar la puerta, volvió a mirar las fotos. Levantó la mirada y descubrió que su hija le observaba, con una expresión casi de vergüenza, como una adolescente a la que acaban de sorprender fumando en el cuarto.

Patterson se acercó y le dio un beso en la mejilla mientras la abrazaba.

De nuevo en la cocina, Patterson cogió el teléfono.

– Enseguida se pone -dijo con voz áspera.

Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y se disponía a continuar con la tarea de hacer el café cuando le interrumpió una llamada a la puerta. Patterson miró a su esposa.

– ¿Esperamos a alguien tan temprano?

– Será algún vecino que viene a traer más comida. Ve tú, Bill.

Patterson se encaminó obediente hacia la puerta principal. Brophy le siguió hasta el recibidor.

El padre de Sidney abrió la puerta y se encontró con dos hombres vestidos con trajes.

– ¿En qué puedo servirles?

Lee Sawyer sacó sus credenciales con un movimiento pausado y se las exhibió. El acompañante hizo lo mismo.

– Soy el agente especial del FBI, Lee Sawyer. Mi compañero, Raymond Jackson.

La confusión de Bill Patterson era evidente mientras miraba alternativamente las credenciales del gobierno y a los hombres que se las mostraban. Los agentes le devolvieron la mirada.

Sidney se apresuró a guardar las fotos, y sólo se demoró con una que era del día del nacimiento de Amy. Jason, vestido con una bata de hospital, sostenía a su hija recién nacida. La expresión de orgullo y felicidad en el rostro del flamante padre era algo maravilloso de contemplar. La metió en el bolso. Estaba segura de que la necesitaría cuando en el transcurso del día las cosas se le volvieran un poco insoportables. Se arregló el vestido, se sentó en la cama y cogió el teléfono.

– Hola, Henry.

– Sid.

De no haber sido porque estaba sentada, Sidney se habría caído al suelo. Se le aflojaron todos los músculos y sintió como si le hubiesen dado un mazazo en la cabeza.

– ¿Sid? -repitió la voz ansiosa.

Sidney intentó controlarse paso a paso. Tenía la sensación de estar sumergida debajo del agua a una profundidad donde los humanos no podían sobrevivir y que intentaba salir a la superficie. De pronto, su cerebro recuperó el funcionamiento y continuó el ascenso poco a poco. Mientras luchaba contra la sensación de que iba a desmayarse, Sidney Archer consiguió pronunciar una palabra de una manera que nunca habría imaginado que volvería a decir. Las dos sílabas escaparon de sus labios temblorosos.

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