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Comenzó a descargar puñetazos contra el salpicadero hasta que un dolor agudo le paralizó los antebrazos. Por fin, apoyó la cabeza en el volante mientras intentaba recuperar el aliento. Pensó que iba a vomitar cuando notó en la garganta el regusto ácido del concentrado de carne, pero se tragó la arcada. Unos segundos después encaraba la calle. Por un instante, miró su casa por el espejo retrovisor. Habían vivido allí durante casi tres años. Una casa maravillosa construida hacía cien años, con habitaciones grandes, molduras, suelo de roble y los suficientes recovecos secretos para que no fuese difícil encontrar un lugar tranquilo donde perderse en una triste tarde de domingo. Les había parecido un lugar fantástico para criar a sus hijos. Habían soñado con hacer tantas cosas… Tantas…

Notó que la amenazaba otro ataque de llanto. Aceleró la marcha y llegó a la carretera. Diez minutos más tarde vio el cartel luminoso rojo y amarillo del McDonald's. Entró en el drive-in y pidió un café largo. Al bajar el cristal de la ventanilla se encontró ante el rostro pecoso de una jovencita larguirucha, con el pelo largo color caoba recogido en una cola de caballo, que con toda seguridad crecería para convertirse en una joven hermosa, como ocurriría con Amy. Sidney deseó que la jovencita todavía tuviera a su padre. Se estremeció una vez más al pensar que Amy había perdido el suyo.

En menos de una hora se dirigía el oeste por la ruta 29, que cruzaba la ondulada campiña de Virginia en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados y llegaba al límite con Carolina del Norte. Sidney había viajado multitud de veces por esta carretera cuando iba a la facultad de Derecho de la universidad de Virginia en Charlottesville. Era un trayecto encantador a través de los silenciosos campos de batalla de la Guerra Civil y las viejas granjas familiares que todavía funcionaban. Nombres como Brightwood, Locust Dale, Madison y Montpellier aparecían fugazmente en las señales de tráfico, y Sidney recordó los muchos viajes que ella y Jason habían hecho a Charlottesville para asistir a algún espectáculo. Ahora ninguna parte de la carretera o del campo le ofrecía consuelo.

Continuó viajando. Sidney miró el reloj del salpicadero y se sorprendió al ver que era casi la una de la mañana. Pisó el acelerador y el Ford voló por la carretera desierta. Afuera, la temperatura bajaba cada vez más a medida que el terreno se hacía más alto. El cielo estaba encapotado y la única luz era la de los faros. Subió la calefacción y puso las luces largas.

Una hora más tarde, echó una ojeada al mapa que tenía en el asiento. Se acercaba a la salida. Mantuvo el cuerpo tenso a medida que se aproximaba al punto de destino. Comenzó a contar los kilómetros que faltaban en el odómetro.

Al llegar a Ruckersville se dirigió al oeste. Ahora estaba en el condado de Greene, rústico y rural, muy apartado del ritmo de vida que Sidney conocía y disfrutaba. La cabecera del condado era Standardville, que gracias al cráter del impacto y la tierra quemada aparecía ahora en las pantallas de televisión de medio mundo.

Sidney salió de la carretera y miró a su alrededor para saber dónde estaba. Estaba rodeada por la oscuridad del campo. Encendió la luz interior y se acercó el mapa a la cara. Buscó las referencias y continuó por una desviación durante un par de kilómetros hasta llegar a una curva poblada de olmos, arces y robles gigantescos, más allá de la cual se extendía un campo de cultivo.

Al final de la carretera, estaba aparcado un coche de la policía junto a un buzón torcido y oxidado. A la derecha del buzón comenzaba un camino de tierra con setos a cada lado. A lo lejos la tierra parecía brillar como una enorme cueva fosforescente.

Había encontrado el lugar.

A la luz de los faros vio que nevaba. Cuando se acercó un poco más, se abrió la puerta del coche patrulla y un agente vestido con un chaquetón naranja fosforescente salió del vehículo. Caminó hasta el Ford, iluminó con la linterna la placa de la matrícula y después hizo un recorrido por el resto del Explorer antes de detenerse en la ventanilla del conductor.

Sidney inspiró con fuerza, apretó el botón y bajó el cristal.

El rostro del agente apareció a la altura de su hombro. Llevaba un bigote salpicado de gris y las comisuras de los ojos aparecían marcadas de arrugas. Incluso debajo del chubasquero naranja, el tamaño de sus hombros y el pecho resultaba evidente. El agente echó una ojeada al interior del vehículo y después se centró en Sidney.

– ¿Puedo ayudarla, señora? -La voz denunció un cansancio que no sólo era físico.

– Ven… vengo… -Se le quebró la voz. De pronto, se había quedado en blanco. Miró al hombre, movió los labios, pero las palabras no salieron.

El policía aflojó los hombros.

– Señora, hoy ha sido un día muy largo. He tenido que habérmelas con un montón de gente que se ha dejado caer por aquí que en realidad no tendrían que haber venido. -Hizo una pausa y miró el rostro de Sidney-. ¿Se ha perdido? -Su tono indicaba con toda claridad que no creía que se hubiera desviado del rumbo previsto.

Sidney consiguió menear la cabeza. El miró su reloj.

– Las furgonetas de la televisión se han ido a Charlottesville hace cosa de una hora. Se fueron a dormir. Le sugiero que haga usted lo mismo. Podrá ver y leer todo lo que quiera en la televisión y en los periódicos, créame. -Se apartó de la ventanilla, como una señal de que había acabado la conversación-. ¿Sabrá encontrar el camino de vuelta?

Sidney asintió. El policía se llevó la mano al ala del sombrero al tiempo que caminaba hacia su coche. La joven dio la vuelta y comenzó a alejarse. Sólo había recorrido unos metros cuando miró por el espejo retrovisor, y entonces pisó el freno. El extraño resplandor la llamaba. Se apeó del todoterreno, fue hasta la parte de atrás para coger el abrigo y se lo puso.

El policía, al ver que se acercaba, salió del coche patrulla. Tenía el chubasquero mojado por la humedad de la nieve. El pelo rubio de Sidney se cubrió con los copos a medida que arreciaba la tormenta.

Antes de que el policía abriera la boca, Sidney levantó una mano.

– Me llamo Sidney Archer. Mi marido, Jason Archer… -Sintió que le fallaba la voz; era la consecuencia de las palabras que iba a pronunciar. Se mordió el labio muy fuerte, y después añadió-: Estaba en el avión. La compañía aérea se ofreció a traerme, pero decidí venir por mi cuenta. No sé muy bien por qué, pero lo hice.

El policía la miró, con una mirada mucho menos desconfiada; las puntas del bigote se doblaron como las ramas de un sauce llorón, los hombros erguidos se hundieron.

– Lo siento, señora Archer, de verdad que lo siento. Las otras familias ya han estado por aquí. No se quedaron mucho. Los tipos de la comisión aérea no quieren ver a nadie por aquí en estos momentos. Volverán mañana para recorrer la zona en busca… en busca de… -Se interrumpió y miró al suelo.

– Sólo he venido a ver… -También a ella se le quebró la voz. Miró al agente. Sidney tenía los ojos rojos, las mejillas hundidas, la frente congelada en una columna de arrugas. Aunque era alta, parecía una niña enfundada en un abrigo que le fuera grande, los hombros encorvados, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, como si ella también estuviese a punto de desaparecer como Jason.

La incomodidad del policía resultaba evidente. Miró primero el camino, después los zapatos y luego otra vez a ella.

– Espere un momento, señora Archer. -Se metió en el coche y a continuación asomó la cabeza-. Suba, señora, no se quede bajo la nieve. Suba antes de que pille alguna cosa.

Sidney entró en el coche patrulla. Olía a tabaco y a café rancio. Un ejemplar de la revista People estaba metido en la separación entre los dos asientos. Había una pequeña pantalla del ordenador de a bordo. El policía bajó el cristal de la ventanilla e iluminó con el reflector la parte trasera del Ford; a continuación, escribió algo en el teclado y observó un momento la pantalla antes de mirar a Sidney.

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