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Jackson, que se detuvo un momento para recargar, vio a Scales levantarse al otro lado de la habitación, con el cuchillo en la mano, lanzándose hacia la espalda de Lee Sawyer en el momento en que éste trataba de poner nuevamente a salvo a Sidney.

Ray Jackson captó de inmediato el problema desde el otro lado de la estancia. No tenía tiempo para recargar el rifle, la pistola de nueve milímetros estaba vacía y se había quedado sin balas. Si trataba de gritar, Sawyer no podría oírlo en medio del estruendo de los disparos. Jackson se puso en pie de un salto. Como miembro del equipo de fútbol de Los Lobos, de la Universidad de Michigan, Jackson había tenido que correr muchos últimos y duros metros en el campo. Ahora se disponía a correr para salvar su vida. Sus gruesas piernas parecieron explotar bajo él y, mientras las balas silbaban a su alrededor, Jackson alcanzó la máxima velocidad después de haber avanzado apenas tres pasos.

Scales era todo hueso y músculo sólido, pero su estructura soportaba unos veinticinco kilos menos de peso que el corpulento ariete en que se había convertido el agente del FBI, que pesaba casi cien kilos. A pesar de ser un individuo muy peligroso, Scales nunca había experimentado el mundo tan brutalmente violento del fútbol americano.

La hoja de Scales se encontraba a menos de medio metro de distancia de la espalda de Sawyer cuando el hombro de hierro de Jackson chocó contra su esternón. El crujido que se produjo cuando el pecho de Scales se hundió casi pudo escucharse por encima de los disparos. El cuerpo de Scales se vio levantado limpiamente del suelo y no dejó de volar hasta chocar contra la sólida pared de roble, a poco más de un metro de distancia. El segundo crujido, aunque no tan fuerte como el primero, anunció la despedida final de Kenneth Scales del mundo de los vivos, cuando su cuello se partió limpiamente por la mitad. Al derrumbarse sobre el suelo y descansar sobre la espalda, a Scales le llegó finalmente su turno de quedarse mirando hacia lo alto, al vacío, con los ojos muertos. Fue un acontecimiento que había tardado demasiado tiempo en producirse.

Jackson pagó un precio por su heroicidad, ya que recibió una bala en el brazo y otra en la pierna, antes de que Sawyer pudiera librarse del pistolero con múltiples disparos de su pistola de diez milímetros. Sawyer tomó después a Sidney por el brazo y la arrastró hacia un rincón, detrás de una pesada mesa. A continuación regresó presuroso junto a Jackson, que estaba tumbado en el suelo, apoyado contra la pared, y que respiraba con dificultad. Lo arrastró hacia la zona de seguridad. Una bala se introdujo en la pared, a muy pocos centímetros de la cabeza de Sawyer. Luego, otra le alcanzó de lleno en la caja torácica. La pistola se le cayó de la mano y se deslizó sobre el suelo, mientras él rebotaba hacia atrás, tosiendo sangre. El chaleco había vuelto a cumplir con su cometido, pero pudo escuchar el crujido de una costilla tras el impacto. Empezó a incorporarse, pero ahora se había convertido en un pato indefenso.

De repente, una serie de disparos brotaron desde detrás de la mesa tumbada. Tras la lluvia de plomo, un brusco grito surgió de la dirección de donde había procedido el disparo que alcanzó a Sawyer. El agente se volvió a mirar hacia la mesa y sus ojos se agrandaron por la sorpresa al ver que Sidney Archer todavía sostenía la pistola humeante de diez milímetros, a la altura de la cintura. Ella salió desde detrás de la mesa protectora y, con la ayuda de Sawyer, terminó de retirar a Jackson tras la mesa.

Lo sentaron con la espalda contra la pared.

– Maldita sea, Ray, no deberías haber hecho eso.

La mirada de Sawyer examinó rápidamente a su compañero y confirmó que sólo había dos heridas.

– Sí, ¿y permitir que me las hicieras pasar moradas desde tu tumba durante el resto de mi vida? De ningún modo, Lee.

Jackson se mordió el labio cuando Sawyer le arrancó la corbata utilizando la hoja del estilete, e hizo con ella un tosco torniquete por encima de la herida de la pierna de Jackson.

– Aprieta con la mano justo aquí, Ray -dijo Sawyer, guiándole la mano hasta la empuñadura del cuchillo y apretando los dedos con fuerza contra ella.

A continuación se quitó la chaqueta, la apelotonó y la apretó contra la sangrante herida del brazo de Jackson.

– La bala lo cruzó limpiamente, Ray. Te pondrás bien.

– Lo sé. Pude sentir cómo salía. -El sudor cubría la frente de Jackson-. Recibiste un balazo, ¿verdad?

– No, el chaleco lo amortiguó. Estoy bien.

Al echarse hacia atrás, el antebrazo cortado empezó a sangrar de nuevo.

– Oh, Dios mío, Lee -exclamó Sidney al ver el flujo carmesí-. Tu brazo.

Sidney se quitó la bufanda y vendó con ella el antebrazo herido de Sawyer, que la miró afablemente.

– Gracias. Y no lo digo por la bufanda.

Sidney se dejó caer contra la pared.

– Gracias a Dios que pudimos ponernos en contacto cuando me llamaste. Entretuve a Gamble con mis brillantes deducciones para hacerte ganar un poco de tiempo. Pero aun así, no creía que fuera suficiente.

Él se sentó junto a ella.

– Durante un par de minutos, perdí la señal del teléfono celular. Gracias a Dios, la recuperamos de nuevo. -Entonces, se sentó bruscamente, empeorando la costilla agrietada. Miró el rostro maltrecho de Sidney-. Estás bien, ¿verdad? Dios santo, ni siquiera se me ocurrió preguntártelo.

Ella se pasó los dedos por la mandíbula hinchada.

– No es nada que el tiempo y un buen maquillaje no puedan curar. -Le tocó la mejilla hinchada-. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Sawyer se sobresaltó de nuevo.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Y Amy? ¿Y tu madre?

Le explicó rápidamente lo de la grabación de las voces.

– Esos hijos de puta -gruñó él.

– No estoy segura de saber lo que habría podido ocurrir si no hubiera contestado a tu mensaje en el busca -dijo ella, mirándole burlonamente.

– La cuestión es que lo hiciste. Me alegro de que llevara conmigo una de tus tarjetas. -Sonrió-. Quizá estos artilugios de alta tecnología tengan sus utilidades…, aunque a pequeñas dosis.

En otro rincón de la habitación, Quentin Rowe se hallaba acurrucado detrás del despacho. Tenía los ojos cerrados y se tapaba las orejas con las manos, para protegerse de los sonidos que explotaban a su alrededor. No se dio cuenta, hasta el último momento, del hombre que se le acercó por detrás. Alguien lo sujetó de la cola de caballo y lo echó violentamente hacia atrás, obligando a su barbilla a retroceder más y más. Luego, las manos se ensortijaron alrededor de su cabeza y, justo antes de escuchar el crujido de su columna, observó la mueca maligna y diabólica de Nathan Gamble. El jefe de Tritón soltó el cuerpo flácido, y Rowe cayó al suelo, muerto. Había experimentado su última visión. Gamble agarró el ordenador portátil, que estaba sobre la mesa de despacho y lo aplastó con tal fuerza sobre el cuerpo de Rowe que se partió por la mitad.

Gamble se inclinó un momento más sobre el cuerpo de Rowe, y luego se volvió, disponiéndose a escapar. Las balas le alcanzaron entonces directamente en el pecho. Miró con los ojos muy abiertos a su asesino, con una expresión primero de incredulidad y luego de furia. Gamble consiguió agarrarse durante un instante a la manga del hombre antes de derrumbarse sobre el suelo.

El asesino tomó el disquete del lugar donde había caído, junto al cuerpo de Quentin Rowe, y salió de la habitación.

Rowe había caído de costado, y su cuerpo quedó apoyado sobre la espalda, con la cabeza vuelta hacia Gamble. Irónicamente, él y Gamble se encontraban a muy pocos centímetros el uno del otro, mucho más cerca de lo que aquellos dos hombres habían estado nunca en vida.

Sawyer asomó la cabeza por encima de la mesa y escudriñó la habitación. Los mercenarios que quedaban habían arrojado sus armas y salían lentamente de sus escondites, con las manos en alto. Los miembros del equipo de rescate de rehenes entraron y, al cabo de un momento, los hombres estaban tumbados en el suelo, boca abajo, con las esposas puestas. Sawyer vio los cuerpos flácidos de Rowe y Gamble. Pero entonces, más allá de las puertas correderas, escuchó pasos que huían apresuradamente. Se volvió hacia Sidney.

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