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– ¿Con un tiempo como éste?

– Bueno, siempre hay una primera vez para cada cosa. Mira, este avión es tan sólido como una roca, y la instrumentación es de primera clase. No nos pasará nada.

– Si tú lo dices…

A varios miles de pies de altura, el avión se bamboleaba de un lado a otro, azotado por la nieve y los fuertes vientos. Una repentina ráfaga de aire pareció detener en seco el avance del Saab. Todos los que iban a bordo contuvieron al mismo tiempo la respiración cuando el avión se estremeció ante el asalto del viento y luego, repentinamente, descendió varios cientos de pies, antes de encontrarse con otra ráfaga. El avión se ladeó, casi se detuvo y volvió a caer, esta vez a mayor distancia. Sawyer miró por la ventanilla. Lo único que veía era todo blanco: nieve y nubes; en realidad, no sabía lo que era. Había perdido por completo el sentido de la orientación y de la elevación. Tenía la impresión de que la tierra firme podía encontrarse a unos pocos metros de distancia, acercándose a ellos demasiado rápidamente. Kaplan se volvió a mirarlo, con semblante serio.

– Está bien, lo admito. Esto está bastante feo. Aguantad, muchachos. Vamos a subir a diez mil pies de altura. Este frente tormentoso es bastante fuerte, pero no será tan profundo. Veamos si puedo conseguiros un viaje más suave.

Durante los minutos siguientes sucedió más de lo mismo, mientras el avión se elevaba y descendía y, ocasionalmente, se desplazaba de costado. Finalmente, atravesaron el manto de nubes y emergieron a un cielo claro que se oscurecía rápidamente. Al cabo de un minuto más, el avión adoptó un vuelo nivelado y suave rumbo hacia el norte.

Desde un aeródromo privado en una zona rural situada a unos sesenta kilómetros al oeste de Washington, otro avión privado, este de propulsión a chorro, se había elevado en el cielo, unos veinte minutos antes de que lo hicieran Sawyer y sus hombres. Volando a treinta y dos mil pies de altura y al doble de la velocidad del Saab, el avión podría llegar a Bell Harbor en la mitad del tiempo que tardarían en llegar allí los hombres del FBI.

Pocos minutos después de las seis de la tarde, Sidney y su padre se detuvieron ante la oficina de Correos de Bell Harbor. Bill Patterson entró en el edificio y esta vez salió llevando un paquete. El Cadillac se alejó después a toda velocidad. Patterson abrió un extremo del paquete y miró en su interior. Encendió la luz interior del coche para poder ver mejor. Sidney se volvió a mirarlo.

– ¿Y bien?

– En efecto, es un disquete.

Sidney se relajó ligeramente. Se metió la mano en el bolsillo para extraer el papel donde tenía anotada la contraseña. Su rostro palideció cuando los dedos se introdujeron por el gran boquete abierto en el bolsillo y, por primera vez, se dio cuenta de que se le había desgarrado el interior de la chaqueta, incluido el bolsillo. Detuvo el coche y rebuscó frenéticamente en todos los demás bolsillos.

– ¡Oh, Dios mío! Esto es increíble. -Golpeó el asiento con los puños-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué ocurre, Sid? -le preguntó su padre, tomándola por una mano.

Ella se derrumbó sobre el asiento.

– Llevaba anotada la contraseña en un papel que guardaba en la chaqueta. Ahora ha desaparecido. Seguramente la perdí en la casa, cuando aquel tipo hacía todo lo posible por clavarme un cuchillo.

– ¿No la recuerdas?

– Es demasiado larga, papá. Y todo son números.

– ¿Y no la tiene nadie más?

Sidney se humedeció los labios, con un gesto nervioso.

– Lee Sawyer la tiene. -Comprobó automáticamente el espejo retrovisor y volvió a poner el coche en marcha-. Puedo tratar de ponerme en contacto con él.

– Sawyer. ¿No es ese tipo corpulento que vino a casa?

– Sí.

– Pero el FBI te anda buscando. No puedes comunicarte con él.

– Papá, no te preocupes. Está de nuestra parte. Aguanta.

Giró para entrar en una gasolinera y se detuvo ante una cabina telefónica. Mientras su padre montaba guardia en el coche, con la escopeta preparada, Sidney marcó el número de la casa de Sawyer. Mientras esperaba su respuesta vio una furgoneta blanca que entraba en la gasolinera. Llevaba placas de matrícula de Rhode Island. La miró recelosa durante un momento y luego se olvidó por completo de ella cuando un coche de policía con dos guardias de tráfico del estado de Maine entró también en la gasolinera. Uno de ellos se bajó del coche. Se quedó petrificada cuando el policía miró hacia donde ella se encontraba. Luego, entró en el edificio de la gasolinera, donde también se vendían bocadillos y refrescos. Sidney dio rápidamente la espalda al otro policía y se subió el cuello del abrigo. Un minuto más tarde se encontraba de regreso en el coche.

– Santo Dios, cuando vi llegar a la policía creí que me iba a dar un ataque -dijo Patterson, que casi jadeaba.

Sidney puso el coche en marcha y abandonó el lugar lentamente. El policía estaba todavía en el interior de la gasolinera. Probablemente, habría ido a tomarse un café, imaginó.

– ¿Lograste hablar con Sawyer?

Sidney negó con un gesto de la cabeza.

– Dios mío, esto es increíble. Primero tengo el disquete y no la contraseña. Luego, consigo la contraseña y pierdo el disquete. Ahora, vuelvo a recuperarlo y he vuelto a perder la contraseña. Creo que me estoy volviendo majareta.

– ¿Dónde conseguiste esa contraseña?

– Del archivo de correo electrónico de Jason, en America Online. ¡Oh, Dios mío!

Se enderezó de pronto en el asiento.

– ¿Qué ocurre ahora?

– Puedo volver a acceder a ese mensaje guardado en el correo electrónico de Jason. -Sidney se derrumbó de nuevo en el asiento-. No, para eso necesito un ordenador.

Una sonrisa se extendió sobre el rostro de su padre.

– Tenemos uno.

Ella giró rápidamente la cabeza hacia él.

– ¿Qué?

– He traído conmigo mi ordenador portátil. Ya sabes cómo consiguió Jason que me enganchara con esto de los ordenadores. Tengo mi Rolodex, mi cartera de inversiones, juegos, recetas y hasta información médica guardada en él. También tengo una cuenta abierta con America Online, con el software instalado. Y además, tiene un módem incorporado.

– Papá, eres maravilloso -dijo ella, besándolo en la mejilla.

– Sólo hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que está en la casa de la playa, junto con todo lo demás.

Sidney se dio una palmada en la frente.

– ¡Maldita sea!

– Bueno, vayamos a por él.

Ella negó con un violento gesto de la cabeza.

– Nada de eso, papá. Es demasiado arriesgado.

– ¿Por qué? Estamos armados hasta los dientes. Hemos despistado a quienes te seguían, fueran quienes fuesen. Probablemente, creerán que hemos abandonado la zona hace tiempo. Sólo tardaré un momento en conseguirlo y luego podemos regresar al motel, conectarlo y conseguir la contraseña.

– No sé, papá -dijo Sidney, vacilante.

– Mira, no sé lo que piensas tú, pero yo quiero ver lo que hay en este chisme. -Sostuvo el paquete en alto-. ¿Tú no?

Sidney se volvió a mirar el paquete y se mordió un labio. Finalmente, encendió el intermitente y se dirigió hacia la casa de la playa.

El avión de propulsión a chorro atravesó la capa de nubes bajas y se detuvo en el aeropuerto privado. Las extensas instalaciones situadas frente a las costas de Maine habían sido en otro tiempo el lugar de retiro veraniego de uno de los reyes del robo. Ahora se habían convertido en un destino solicitado entre las gentes acomodadas. Toda la zona se hallaba desierta en diciembre, donde sólo se efectuaban trabajos semanales de mantenimiento, a cargo de una empresa local. Al no haber nada en varios kilómetros a la redonda, su aislamiento era precisamente uno de sus principales atributos. Apenas a trescientos metros de distancia de la pista, el Atlántico rugía y aullaba. Del avión descendió un grupo de personas de aspecto ceñudo, que fueron recibidas por un coche que les esperaba para conducirlas a la mansión, situada a un minuto de distancia. El avión giró y rodó hacia el extremo opuesto de la pista. Una vez allí se abrieron de nuevo sus puertas y otro hombre descendió y se dirigió andando rápidamente hacia la mansión.

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