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– Dame. Lo haré yo mismo -se ofreció Calígula.

El victimario le tendió la pesada maza guarnecida de hierro. El emperador la empuñó con las dos manos y pronunció la fórmula que acompañaba a toda ofrenda:

– ¡Que la pregaria sea escuchada!

Con todas sus fuerzas, descargó un mazazo contra la cabeza del sacrificador, que se quebró como una nuez, proyentando fragmentos de cerebro sobre los aterrorizados asistentes. La mayoría de ellos huyó, e incluso los familiares dieron muestras de espanto.

– Lo merecía -afirmó el asesino al tiempo que bajaba la maza-. ¿A quién se le ocurre tener el pelo más blanco que su víctima?

Querea, impávido, advirtió que Calisto lo observaba. Enseguida el liberto desvió la mirada y, como los otros, celebró con su risa la broma del César.

60 Roma, septiembre del año 40

Entre los setos podados en forma de olas, un suntuoso navío se erguía en medio de los jardines del Palatino. De la oscura y reluciente quilla de madera de cedro sobresalían tres hileras de remos de plata. La sostenían por todos los costados unos gigantescos puntales pintados de un vivo color verde. El monograma del emperador, dibujado con piedras preciosas, se exhibía encima del busto de chillones colores de una Venus de pechos turgentes. La seda de las velas de todos los colores del arco iris se hinchaba con el viento como si el trirreme se dispusiera a levar anclas.

Calígula comenzó a subir el primero la ancha escalinata recubierta de una alfombra verde que hacía las veces de escala real. En el tercer escalón, se volvió para dirigir unas palabras al pequeño grupo allí congregado.

– He aquí el trirreme imperial de Venus. Hermosa obra, ¿verdad? Ha costado muy caro, pero reportará mucho más dinero aún. Ya era hora de que las nobles matronas acudiesen en auxilio de nuestra economía. Ellas ofrecen al Estado sus bienes más valiosos, y ninguna ha rehuido el doloroso sacrificio de su pudor. ¡Rindamos homenaje a nuestras bellas romanas, amigos míos! Antes de ellas, sólo las ocas del Capitolio habían prestado un servicio comparable a la ciudad.

Entraron en un vasto entrepuente guarnecido de suntuosos muebles. Unas jóvenes sirvientas, vestidas con unas túnicas que imitaban las de la marina de guerra, si bien dejaban al descubierto buena parte de los muslos, se afanaban en torno a la escalera de madera noble que conducía a los camarotes. Claudio, que estaba sentado entre dos secretarios ante una mesa sobre la que descansaba un cofre de acero bruñido, se levantó y acudió cojeando al encuentro de los recién llegados.

– Continuad, no os ocupéis de mí -ordenó el emperador-. ¿Y bien, tío, están preparadas las ocas?

– Sí, excepto la mujer del senador Asiático, que no ha querido saber nada del asunto. Dice que no es una prostituta.

– ¡La muy tonta! ¿Acaso Olimpia, la madre de Alejandro Magno, no fue antes de casarse con el rey Filipo una prostituta sagrada de Samotracia? Por eso Zeus se introdujo en su lecho tras adoptar forma de serpiente y engendró a su hijo. Yo mismo no nací de otro modo.

– Está bajo custodia, pero ¿qué debemos hacer?

– Que la lleven a casa de Graco. Sus gladiadores le enseñarán a representar a la casta Lucrecia. Ya la traerán cuando la hayan amansado. ¿Cómo va la recaudación?

– Excelente. Todos los camarotes están ocupados. Dos hombres maduros entretenían la espera bebiendo y bromeando con las sirvientas. Dos petimetres jugaban a los dados.

– Ésos han venido por los muchachos. Tenemos cuatro, todos muy guapos y de noble familia.

Mnester quiso que le especificaran sus nombres.

– ¡ Ah, ése, hace mucho que sueño con él! -exclamó con un mohín, al oír uno de ellos-. ¡Inabordable, por desgracia! ¡Una vestal! ¿Me permitirías, César?

– Desde luego, siempre que pagues.

Claudio consultó su tarifa.

– Trece años. Hijo del senador Viniciano. Habla griego. Cien mil sestercios.

– Lo compro.

– Puedes subir.

– Ese chico nos ha causado algunos problemas -comentó Helicón-. He acompañado a los guardias que han ido a buscarlo. El padre ha armado un escándalo, acusando al emperador de corromper a la juventud. He tenido que recordarle que existía el delito de lesa majestad. Entonces se ha callado en el acto.

– Yo no corrompo a la juventud; la vuelvo más apta para afrontar la existencia. A propósito, tío, no he visto a Mesalina.

– Debe de estar en el puente. Dice que allá arriba se respira mejor y hay una buena vista. Mi pierna no me permite subir allí. Tuviste una buena idea al encargarle que fijase los precios. Sabe qué mujeres son realmente virtuosas y cuáles lo son menos. Hasta adivina los secretos de los hombres. Mira, ayer la oí decirle a un cliente: «Dados tus gustos especiales, ésta no es para ti.» ¡Qué mujer más sorprendente! Ah, ¿ya estás aquí, bonita?

Mesalina bajaba por la escalera interior, peripuesta y sonriente, enfundada en una ceñida estola de color de hoja seca.

– ¿Todo va bien? -preguntó Calígula.

– Muy bien. Tenían ganas de jugar a las cortesanas pero no se atrevían a reconocerlo. Todas sueñan con ser la más cara. Claro que algunas están más dotadas que otras.

– Diles que es un concurso y que recompensaré a la ganadora.

– Mejor será que se lo digas tú mismo; así se sentirán halagadas.

– De acuerdo, pero no subiremos todos. No conviene molestarlas.

Tras elegir a Helicón y Querea como acompañantes, subió la gran escalera.

En el otro piso, un pasillo lateral formaba una especie de crujía tapizada de terciopelo púrpura, alumbrada por grandes portas rectangulares y adornada con una sucesión de estatuas. Aparte de Venus-Afrodita, en todas las posturas de su airosa desnudez, estaban representadas Leda entregándose al abrazo del cisne divino y Hércules, con un sexo en erección casi tan voluminoso como su garrote. El emperador se detuvo para admirarlo. Querea aguardaba junto a Mesalina para reanudar la marcha, cuando notó con estupor que una mano furtiva se deslizaba bajo la falda de cuero revestido de metal de su uniforme para retirarse enseguida. Su vecina le dedicó una sonrisa radiante. El militar desvió la vista, horrorizado por su desvergüenza.

Mesalina fue directa a una de las puertas de madera noble que flanqueaban el corredor de estatuas y la abrió empujándola con suavidad. Los tres hombres entraron en un amplio camarote acondicionado como el más suntuoso de los dormitorios. Encima de la enorme cama, dominada por un techo de plata bruñida, había un hombre maduro acostado y una mujer arrodillada entre sus piernas. Ésta se volvió y, al ver a los recién llegados, se tapó la cara con las manos, pero Querea tuvo tiempo de reconocer a una de las aristócratas más destacadas de Roma.

– ¡Continúa, Fulvia, continúa! -la alentó el emperador. La patricia intentó reanudar la labor. Resultaba evidente, sin embargo, que la presencia de espectadores la paralizaba. El hombre refunfuñó, descontento.

– Apártate -le ordenó con impaciencia Mesalina-. Ya te había explicado que los dedos deben subir cuando baja la boca. Tú haces lo contrario. Mírame bien. -Arremangándose la estola, se subió a la cama y, sin prisa, administró al cliente una felación magistral-. ¡Ya está! Estoy segura de que con el próximo lo conseguirás. Sobre todo, ten cuidado con los dientes: el hombre debe sentirlos un poco, pero sin que le hagan daño. La boca baja cuando los dedos suben, así de fácil.

– Te equivocas -observó Calígula-, todo arte es difícil. El tuyo te parece fácil porque lo dominas a la perfección.

– Has estado sublime – la alabó Helicón -. Al observarte yo, que me creía tan hábil, me he quedado con la sensación de ser un aprendiz. La ligera torsión de los testículos justo antes del final, ¡qué elegancia!

– Es cuestión de ejercitarse. A las grandes damas les falta práctica. Por eso les recomiendo hacerlo a menudo.

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