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¡Creedme, no precipitéis el término del goce!

¡Retrasad, retrasad, hacedlo venir despacio!

Seguía con atención la acción, comentando algunos episodios de la misma al sedoso oído de Incitatus. Mandó sustituir al labrador en dos ocasiones antes de anunciar el final de la escena campestre.

– Mi tercer cuadro evoca la toma de la noble ciudad de Troya por parte del ejército de los griegos. ¡Músico, un ritmo guerrero!

Con el brazo tendido, recitó el segundo canto de la Eneida :

¿Quién puede narrar el desastre de la noche aquella, quién tanta muerte, o puede igualar las fatigas con lágrimas? Se derrumba una antigua ciudad que reinó muchos años; hay muchísimos cuerpos inertes por todas las calles, sus moradas y los sagrados umbrales de los dioses.

Mira cómo arrastran de los cabellos a la hija de Príamo, a Casandra la Virgen, fuera del santuario de Minerva.

Mesalina imploró de rodillas la clemencia de los vencedores, pero su llanto y su belleza no hicieron sino inflamar el deseo de éstos. Rodearon a la suplicante como una jauría a su presa. Asiéndola por los hombros, el rubio alto la empujó con brutalidad hacia delante. Ella perdió el equilibrio y acabó apoyada en el suelo con las dos manos, Enseguida, cual jabalí en celo, él la empaló con una furiosa acometida. Su compañero le agarró la rubia cabellera y, sin piedad, le invadió la boca con su miembro. Aguardando su turno colocado bajo la infeliz el tercero le amasaba y mordía los soberbios pechos.

Cuando uno de los toscos soldados eligió la vía estrecha, la bella troyana profirió un alarido apenas amortiguado por su mordaza de carne. Entusiasmado, Calígula gritó «¡Ánimo, los Verdes!» como en el hipódromo, antes de volver a Virgilio:

Los golpes repetidos del ariete revientan las puertas y sacan las

jambas de quicio.

La violencia se abre paso en la Troya abandonada por los dioses.

Una vez que los Verdes, extenuados, la liberaron, Mesalina se enderezó con gracia para saludar al público. El emperador aplaudió con entusiasmo. Después de intercambiar unas palabras con su caballo, se puso en pie y fue a felicitar a la actriz, que bajaba del escenario.

– ¡Extraordinario! ¡Has estado espléndida! A Incitatus le ha gustado sobre todo la escena del labrador. Era de esperar.

– ¿Y a ti, César, qué te ha gustado más?

– Me ha encantado tu primer aire de flauta. ¡Qué poesía! Y, cómo no, el saqueo de Troya. ¡Qué fuerza dramática! ¡Qué veracidad! ¡Y eso sin ensayar! Has estado magnífica.

– ¡Es un papel tan bonito…!

– Lo escribí pensando en ti, aunque el cuadro resulta demasiado corto. La próxima vez, serás violada por seis soldados griegos.

– ¿Seis? ¡Nada me satisfaría más!

– Ahora podré decirle a ese pobre Claudio, que consideraba mi caballeriza indigna de ti, que has recibido tu castigo encima de la paja.

Las amenazas de su marido la habían aterrado hasta el punto que no resistió el placer de extraer una pequeña venganza de todo aquello.

– Es terriblemente celoso, se pasa las horas vigilándome. ¡Sin embargo, este año es cónsul, así que debería estar más ocupado!

– Los cónsules no hacen ya nada desde hace tiempo, bonita pero ¡por Isis que le encontraré ocupaciones a ese señor! Sacrificios que presidir, por ejemplo. Me encargaré de ello mañana mismo.

– ¿Cómo puedo agradecértelo?

– Claudio es muy afortunado de tenerte como esposa, él que no es joven ni guapo. Ahora que conozco tu talento, no quiero que el lo acapare. ¡Cuando estás cerca de él, me da la impresión de ver a Afrodita de visita en casa de Baco!

– ¡Ay, qué manera más bonita tienes de decir las cosas!

Con la vista fija en la hinchazón de su túnica, Mesalina subió de nuevo a escena, con él.

30 Roma, noviembre-diciembre del año 37

En el pequeño y acogedor recinto del Palatino habilitado como teatro para la familia imperial, la diosa Isis, vestida con su larga túnica blanca, clamaba desesperada tras el asesinato de Osiris, su hermano y esposo. En la primera fila del público, Drusila se encontraba sentada a la derecha del emperador.

¡Ven a tu morada!¡Ven a tu morada!

Tú que no tienes ya enemigos.

Apeles era un actor de prestigio, pero aquél no era un papel adecuado para él.

– No es el tono que conviene a ese poema. ¡Ponle más sentimiento! -le espetó Calígula.

Al fondo de la sala, Graco confió en voz baja sus impresiones a Agripa.

– La joven no hace más que parlotear. Aquí falta acción. Estaría bien que alguien la violara. Un asno en celo, tal vez, es algo muy espectacular.

El príncipe, que no compartía los gustos teatrales de su socio, respondió con un gesto evasivo. La voz de Calígula se elevó de nuevo.

– ¿Por qué te retuerces de esa manera? ¿Acaso Isis padecía un cólico?

Ante el estallido de carcajadas, el histrión paró en seco y, turbado lanzó miradas en todas direcciones.

– ¡A ver si cuidas más el griego! -le aconsejó Claudio-.Es imposible pronunciar peor. ¿No es cierto, bonita?

– Oh, a mí de todas formas no me gustan los hombres disfrazados de diosas.

El actor, tieso como un palo, declamó con atropello:

– «¡Ven a tu morada! ¡Ven a tu morada!»

Los abucheos sofocaron su frase. Por encima de la algarabía destacaba la risa cristalina de Lesbia. La velada parecía perdida para el arte dramático cuando Calígula se levantó y saltó a escena.

– Te voy a enseñar. Os resumo la historia porque no creo que todos la conozcáis. No lo digo por Claudio, nuestro erudito.

– ¡Hombre, Egipto no es mi fuerte!

– No seas modesto, tío, tú sólo tienes puntos fuertes. Bueno, la gran diosa maga, a la que los egipcios llaman dueña del horizonte, se casó con su hermano Osiris. Entre ambos convirtieron Egipto en una tierra fértil. No obstante, otro de los hermanos, el cruel Set, intriga contra ellos, mata a Osiris y despedaza su cadáver. La diosa busca los trozos del cuerpo amado. Intenta reanimarlos, y de uno de ellos hace nacer al dios Horus. Nos encontramos en la ribera del Nilo.

Enfundado en su túnica púrpura que le dejaba al descubierto las peludas pantorrillas, Calígula encarnaba una Isis de lo más extravagante, pero insufló tanta pasión a los versos que todos olvidaron su inapropiado aspecto.

¡No te separes de mí, bello adolescente!

Ven a tu morada, ven a tu morada.

Aun no viéndote

mi corazón aspira a reunirse contigo

y mis ojos te reclaman

pues es maravilloso contemplarte.

¡Ven a esta que te ama, Un Nefer!

¡Ven con tu hermana!

¡Ven con tu mujer!

A ninguna otra mujer amabas

sino a mí, ¡oh hermano, oh hermano!

El público prorrumpió en aplausos.

¡Fui yo quien le enseñó a declamar! -alardeó Agripa, dirigiéndose a Graco-. ¡Qué hermoso texto!

– Es mejor Laureolo el bandido.

Calígula regresó con parsimonia a su puesto.

– ¡Has estado magnífico! -le murmuró Drusila.

Se sentía deslumbrada y apabullada a la vez. La pasión de su hermano por ella no cesaba de crecer. Era hora de abandonar Roma, cuanto antes.

Él le tomó la mano y acercó la boca a su oído.

– Tú eres la hermana y esposa de Osiris.

Había que cortar por lo sano.

– Soy tu hermana, pero no puedo ser tu esposa -susurró, sin atreverse a mirarlo-. Nuestra infancia quedó atrás, Cayo. Tú no eres el faraón. Mi presencia en Roma nos perjudica a los dos. Voy a regresar a Rodas. Sé razonable. Sé que con ello te causo dolor, pero a mí me duele tanto como a ti. Lo que deseas es imposible.

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