Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Es preciso que comprendas bien una cosa -dijo por fin-. Cayo es emperador y ya no puede comportarse como cualquiera de nosotros ni mostrar sus sentimientos. Estoy seguro de que sigue sintiendo el mismo afecto por ti, pero no le hagas esa pregunta ni lo visites. Evita en lo posible dejarte ver. Debes anunciar a los cuatro vientos que has elegido un tema de estudio, la geometría o la historia, tanto da, y que no hay nada más en el mundo que te interese. Pero hablamos y hablamos, y ahora he de dejarte, hijo. Casi es la hora de mi clase.

– ¿Estás estudiando algo?

– No, enseño. En este momento imparto clases de griego.

– ¿A quién?

– A la hija de mi prima Lépida. Es muy estudiosa. Bueno, es hora de que me prepare: me está esperando.

Seguido de su esclavo pedagogo, Gemelo regresó a casa por el camino que seguían los escolares. Roma representaba para él un espectáculo que no se cansaba de contemplar. Le agradaba en especial el Foro, con sus magníficas estatuas doradas.

Al llegar al palacio de Antonia, subió los escalones de mármol de cuatro en cuatro, dejando atrás a Palas, que ascendía con menor ímpetu. La anciana aguardaba en lo alto de la escalinata.

– Sí que vuelves tarde. ¿Dónde estabas?

– En casa del tío Claudio.

Le pareció que la anciana se encogía de hombros. Prudentemente, el muchacho se escabulló hacia su habitación.

Ningún liberto de Antonia le era más adicto que Palas. Ella le había concedido la libertad veinte años atrás, tras la muerte de Druso, su marido, a quien servía Palas, entonces un joven esclavo. Después, gracias a su inteligencia y sus conocimientos de derecho, éste se había convertido en el administrador de la inmensa fortuna de la viuda. La afligía profundamente tener que comunicarle una mala noticia.

– No lo han encontrado, ama. Ese documento ha desaparecido, no está en los archivos privados de Tiberio. Quizás olvidó extenderlo.

– Tiberio nunca olvidaba nada.

– Calisto se lo ha preguntado al emperador, y éste ha respondido que el mismo había examinado, uno por uno, todos los documentos dejados por Tiberio y que ese escrito no figura entre ellos.

– Calisto miente, al igual que su amo -aseveró Antonia.

– Mientras no se presente ese documento, la sucesión queda obstruida.

– ¡Pero es escandaloso! La herencia de su padre es todo lo que posee este niño. ¡Ya lo han despojado de la mitad de los bienes de Tiberio y quieren quitarle lo poco que le queda!

– Es una cuestión de forma que no afecta al fondo, ama. No pueden dejar sin nada a Gemelo. La ley establece que los bienes de su padre le pertenecen desde el momento del fallecimiento de Tiberio, ascendiente y heredero prioritario del de cujus.

– ¿Y si Cayo quiere meter la mano en su herencia?

– ¿Desviarla? ¡Pero eso sería un robo!

– ¿Por qué no? Tú estabas en nuestra casa cuando hizo algo peor. ¡Mil veces peor!

– El príncipe de los romanos está sometido a la ley. Si robara esa herencia, recurriríamos y el pretor lo obligaría a devolverla. En caso, claro está, de que…

– Se la ha robado, pero no recurriré. ¡Que se quede con ella!

– Sin embargo, el pretor podría…

Antonia le impuso silencio con un ademán. Sabía que no conviene disputarle una herencia a un hombre capaz, si así se le antoja, demandar a la cárcel tanto a su adversario como a los jueces.

24 Roma, julio del año 37

Cuando constató que no había escrito una sola línea desde su primera visita a la casa de su prima Lépida, Claudio sufrió un acceso de pánico. Vivía anhelando que llegase la hora de la clase, en la que se armaba un lío, por primera vez en su vida, con la gramática griega, embargado de admiración por aquella muchachita. Ella demostraba una inocencia increíble. A todas luces, no barruntaba en absoluto el deseo que lo obsesionaba. A veces, le permitía minúsculas familiaridades, sin recelar del peligro que corría, como un niño que acaricia a un tigre hambriento, confundiéndolo con un gato grande. Sin desconfianza, un día le dejó besarle la oreja. Torturado por una intolerable erección, Claudio rozó con su enorme boca su suave sien tornasolada y besó la fina caracola de carne rosa.

Una mañana de julio, resolvió que, si no quería perder la cabeza, debía casarse con Mesalina cuanto antes. Pidió audiencia protocolaria a su sobrino. Se trataba de una iniciativa sin precedentes, puesto que él estaba dispensado de esa clase de formalidad. Intrigado, Calígula lo vio entrar en su oficina, vestido con una toga ceremonial, como si fuera a presidir un sacrificio. Sin demora lo hizo pasar a la pequeña habitación reservada para entrevistas privadas.

– ¿Qué es eso tan importante que traes entre manos, tío? ¿Acaso a Zeus se le ha atragantado la gramática etrusca?

– No estoy de broma. He venido a entrevistarme con el emperador no con mi sobrino Cayo.

– Bien, el emperador te escucha.

– Deseo casarme. He venido a pedirte tu beneplácito en calidad de jefe de nuestra familia.

– ¡Pero si ya estás casado!

– Me divorciaré.

– Pero, ¿qué te ocurre?

– Estoy enamorado.

– ¿Enamorado, tú? ¿De qué ninfa te has prendado, viejo sátiro?

– De Mesalina. La hija de Barbato y Lépida.

– La hija de Lépida, mejor dicho, porque la paternidad de Barbato me parece incierta. ¡Qué lista, la pequeña! ¡Ha sabido aprovechar bien las clases de griego!

– ¿A qué te refieres?

– Un profesor tan rico como tú no podía por menos de gustarle.

– Te equivocas. No ha hecho el menor esfuerzo por atraerme, al contrario.

– ¡Vaya! ¿Es nubil, al menos?

– Tiene trece años. La edad mínima establecida por la ley es de doce.

– Te otorgo mi consentimiento. Tengo ganas de ver la pareja que formaréis y los hijos que traeréis al mundo. A propósito, ¿tu esposa actual no espera un heredero?

– Sí-reconoció, cabizbajo, Claudio-. Es un asunto enojoso.

– ¿La has puesto sobre aviso?

– Esperaba tu consentimiento.

– ¿Te has acostado con Mesalina?

– ¡Oh, no! Es virgen y muy púdica.

– No te creía tan respetuoso de la virtud de las doncellas. ¡Cásate con ella, viejo sátiro! Puesto que fui yo quien te envió a su casa, haré de testigo.

Cuando Claudio anunció su intención a Elia, ésta no opuso el menor reparo.

– Ya había leído en tu cara lo que sucede desde hace un tiempo. Me salvaste la vida cuando Tiberio nos perseguía y no seré yo quien se interponga en tu camino. Espero que tu futura esposa no se interesé sólo por tu fortuna.

– Nunca habla de dinero.

– Mejor. Te deseo que seas feliz. Prométeme que vendrás nos a menudo, a mí y al niño.

Te lo prometo. Tú serás siempre mi amiga.

Le quedaba una última obligación que cumplir, la más desagradable de todas: informar a su madre. Quiso pasar por ese mal trago lo antes posible. Antonia lo escuchó con una actitud altiva y glacial, tal como él la había conocido siempre.

– Si te he entendido bien -resumió-, te has encaprichado de una chiquilla que podría ser tu nieta. ¡Ella quiere casarse con tu dinero y tú te imaginas que te quiere por ti mismo, aunque estés contrahecho! Mi pobre Claudio, no me sorprende viniendo de ti. Creo que tienes muchas posibilidades de arrebatarle a Barbato la corona de rey de los cornudos. ¡No vengas a quejarte cuando llegue el momento!

– La estás injuriando, madre -protestó él, indignado-. Es una muchacha muy púdica.

– ¡Eso es lo que te ha hecho creer, pobre memo!

Superado el trance, Claudio corrió a realizar su petición. Barbato manejaba con tanta soltura las fórmulas exigidas por el protocolo como si llevase toda la vida casando a su hija. Lépida, menos ceremoniosa, se abrazó al cuello de su primo, envolviéndolo en una nube de perfume.

– Hacía tiempo que me había percatado de vuestro secreto. ¡Qué feliz soy! Desde que volviste a esta casa, Mesalina no tiene halagos más que para ti. ¡Esta niña te adora! Pero ¿estás seguro de que el emperador concederá su autorización?

23
{"b":"125266","o":1}