Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

– Todavía estaba allí hace tres días.

– ¿Viste al emperador?

– Sí. Hasta me dirigió la palabra.

– ¿Cómo se encuentra?

– Muy bien. Está muy bien.

Ahenobarbo soltó una sonora risotada, pese a lo cual Graco se abstuvo de añadir nada más. Cada vez que regresaba de la isla, lo acosaban a preguntas a las que era peligroso responder. Tiberio llevaba nueve años confinado en Capri por voluntad propia, y Roma era un hervidero de rumores escandolosos relativos a la vida que allí llevaba.

– Vamos -insistió la patricia-. ¡Cuenta, no te hagas de rogar! ¿Las impúberes, los pececillos? Dicen que el emperador ordena que le hagan cosas que no puedo nombrar en honor a la decencia y que…

– Me extrañaría mucho – la interrumpió Ahenobarbo -. ¡A ese viejo cabrón ya ni se le levanta! Va a estirar la pata de un momento a otro.

Un aire glacial pareció descender de repente sobre los congregados. Graco sabía cómo comportarse en tales casos…

– Labieno, tú que eres el más sabio de todos los presentes en cuestión de juegos, ¿podrías explicarnos de dónde viene la costumbre de la venatio?

El aludido, un anciano de calva reluciente y enormes orejas traslúcidas, se aclaró la garganta y adoptó una actitud magistral.

– Desde tiempos inmemoriales, la pausa de mediodía está consagrada a la caza. Es una tradición muy antigua. Hace dos siglos, nuestros antepasados libraron por primera vez combate en el circo con elefantes capturados en Sicilia. Como sabéis, ahora ya no quedan. Los avestruces llegaron más tarde, pero no son aptos para la lucha y no hacen más que patochadas. En la consagración del templo de Marcelo, se exhibieron treinta y seis cocodrilos. Me acuerdo muy bien. También vi en persona, yo que os hablo ahora, los ocho elefantes sabios de Germánico. De todas formas, no se trataba en el sentido estricto de una venatio, puesto que no los mataban.

– ¿Y los condenados a las fieras? -inquirió con su atiplada voz el aficionado a los tunicati.

– Ése es un asunto bien distinto, mi joven amigo. Después de su victoria sobre Perseo, Paulo Emilio tuvo la ocurrencia de castigar a los tránsfugas de su ejército aplastándolos con elefantes. Entonces descubrieron que la muerte causada por las fieras es la que más terror produce a los humanos. Por eso está reservada para los criminales.

– Todo eso no explica por qué Tiberio ha prohibido la caza.

– Pues yo sí sé por qué -aseveró Ahenobarbo-. Porque está loco.

Graco se estremeció. La ley permitía infligir la muerte a todo aquel que cometiese delito de lesa majestad profiriendo afirmaciones semejantes.

– ¡No hablemos de eso!

– Yo hablo de lo que me place. Todo el mundo sabe que Tiberio ha perdido la razón; por eso se ha recluido en Capri. ¿Es esa morada propia para un emperador? ¿Una isla donde no hay ni anfiteatro ni edificio público digno de tal nombre? ¿Y quién nos gobierna en Roma? Decidme, ¿eh?

Dejó transcurrir un instante.

– ¡No os atrevéis a decirlo, claro! -prosiguió en tono furibundo-. Pues yo sí. Es el prefecto del pretorio, Macrón, un militar que no ve más allá de sus narices. Va a Capri a contarle al viejo que Roma está tranquila y después abre la mano para que el viejo cabrón deposite en ella cagarrutas en forma de edictos y mensajes. A su regreso, el Senado declara que el olor es exquisito y yo soy el único que vota en contra.

La diatriba sumió a los presentes en un atemorizado silencio. Todos encontraron una excusa para marcharse. Ignoraban que en toda tiranía siempre se tolera a un oponente acérrimo que sirve de coartada al régimen e induce a los descontentos a desenmascararse. Cuando estaba de buen humor, cosa que sucedía en raras ocasiones, Tiberio decía que ya había castigado con creces a Ahenobarbo por su insolencia obligándolo a casarse con la horripilante Agripina.

En aquel opresivo fin de reinado, el porvenir estaba cargado de incertidumbres. Tiberio, nacido de un anterior matrimonio de Livia, la esposa de Augusto que, aunque no le había dado un heredero varón, lo había convencido de que adoptase a su hijo, no pertenecía al linaje de Julio César, fundador de lo que nadie osaba aún denominar una dinastía. El actual emperador se había granjeado el aborrecimiento de la familia del prohombre, la gens Julia , a la que había diezmado alegando conspiraciones contra él, hasta no dejar con vida más que un heredero varón en la persona de Cayo. Resultó pues una sorpresa para todos que lo adoptara, pero en lugar de prepararlo como sucesor, lo maltrataba y lo humillaba. ¿Se arrepentía acaso de haberle perdonado la vida? ¿Quería, antes de morir, dejarle la vía libre a Gemelo, su sobrino carnal? ¿O tal vez el antiguo republicano convertido en tirano deseaba que tras él el Senado restableciese la República? El viejo de Capri no confiaba a nadie sus intenciones, y Roma entera se perdía en conjeturas.

3 Capri, mayo del año 36

Tiberio deslizó la mano sobre la larga mesa pulida.

– Veamos, Cayo, ¿has reflexionado sobre la conversación que sostuvimos el otro día? ¿Afirmas que tu amigo resbaló?

– Sí, César. Él iba muy por detrás de mí. Yo no me di cuenta de nada.

– Se trata de un accidente, entonces. Como la muerte, el año pasado, de tu esposa Junia Claudia, que cayó de lo alto de la gran escalinata de tu villa. Se producen muchas caídas mortales a tu alrededor, hijo. Tu proximidad es igual de peligrosa que la de la roca Tarpeya. ¿No me ocultas la verdad?

– No.

– Haces bien. Es peligroso mentirme. Creo que ha llegado la hora de que veas qué les ocurre a las personas que se arriesgan a hacerlo. ¡Sigúeme!

Guió al joven a la estancia contigua a la gran oficina oficial, donde acostumbraba recibir las visitas privadas. Las paredes estaban enteramente tapizadas con gruesas colgaduras. Levantó una de ellas para abrir la puerta oculta tras el tapiz. Las antorchas de la pared iluminaban débilmente los primeros peldaños de una escalera de caracol.

– Ve tú delante, hijo. Si tropiezo amortiguarás mi caída.

Bajaron con mucha precaución los escalones hasta una habitación subterránea alumbrada por dos teas sujetas a la muralla. Dos hombres vestidos con túnica de cuero que jugaban a los dados en una mesa, se levantaron con celeridad al ver entrar al emperador.

– ¿Cómo está mi amigo Capcio? ¿Sigue bebiendo de mi mejor vino?

– Sí, César. No bebe otra cosa.

Unas puertas de pesados herrajes daban acceso a las mazmorras. Sosteniendo una antorcha, uno de los guardianes abrió la más cercana. En el suelo, una forma humana permanecía encadenada a una anilla fija a la pared.

– Y bien, Capcio, ¿es tan bueno mi vino como el de tu amigo Sejano?

»Verás, Cayo -explicó a Calígula-. Cuando le pregunté si había participado en la conspiración, lo negó. Fue durante una comida. Me dijo: «Tan cierto como tu vino es el mejor, yo no he intrigado contra ti.» Desde entonces, no bebe más que mi vino. Tiene mucha suerte.

A un gesto suyo, el guardián sacó de la túnica un puñal y se inclinó. El hombre emitió un grito ronco. Sintiendo que le flaqueaban las piernas, Calígula posó las palmas de las manos en la pared. El contacto frío de la piedra le ayudó a serenarse.

– ¿Lo oyes, Cayo? Me pide clemencia. Ya no tiene lengua, pero ya no necesita mentir. ¡Uf, qué hedor! Sin duda nuestro amigo ha perdido la compostura. ¡Y pensar que tenía tan buenos modales cuando lo conocí!

Tras ascender con esfuerzo por la escalera, se dejó caer en un diván.

– ¿Lo ves, Cayo? Cuando alguien me miente, acaba así. No me gusta que me engañen, y ese hombre quiso engañarme. Tú dirás que Capcio era un gran personaje y que fue dos veces cónsul. Sin embargo, ¿hay que tener en cuenta la calidad de las personas? ¿Sería justo tratar de modo distinto a un mozo de cuerda y a un senador, si ambos han conspirado contra el Estado?

3
{"b":"125266","o":1}