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Cuando levantó la vista comprendió, al reparar en su expresión desesperada, que él acababa de jugar su última baza y era consciente de haber perdido. Sin dejarle margen para pronunciar una palabra, Cayo se levantó y, rodeado al instante por sus lictores, abandonó la sala. Ella advirtió horrorizada que su hermano caminaba encorvado como un viejo.

Cayó enfermo al día siguiente. De entrada, los médicos, confundidos, no lograron determinar la naturaleza de su enfermedad. Al parecer no padecía de ningún órgano, pero estaba tan abatido que incluso le costaba abrir los ojos, como si el espectáculo del mundo se hubiera tornado insoportable para él. Cuando Drusila le hablaba, él volvía la cara como si le resultara doloroso verla.

Únicamente soportaba a Enia junto a su cama. A partir de entonces, era ella quien rendía cuentas de su estado a su hermana, intentaba apaciguar su angustia y consultaba varias veces al día a Jenofonte sobre la evolución de la enfermedad.

Incapaz de formular un diagnóstico preciso, el griego solicitaba información de la que proporcionaba.

– ¿Te fijaste si antes de contraer su mal pronunciaba a veces frases inconexas?

– Alguna vez.

– Debe de tratarse de distimia. Cuando la sangre ha sido perturbada por la bilis y la flema, los melancólicos enferman de ese modo. La bilis, al entrar en la sangre, la pone en movimiento y la calienta, lo que provoca delirio en el hombre.

Enia no comprendía una palabra de aquella jerga.

En un rincón de la habitación, fuera de la vista del enfermo Drusila se retorcía las manos de desesperación, convencida de que el anuncio de su partida había asestado un golpe mortal a su hermano.

Desconcertado, Jenofonte probaba con el paciente inerte y resignado toda su farmacopea: lo obligó a ingerir grandes cantidades de leche de una cabra alimentada únicamente con lentisco, pero al segundo día, Calígula comenzó a sufrir vómitos incoercibles. A continuación el médico procedió a aplicar las recetas de los representantes de la escuela metódica. Para aquellos espíritus innovadores, el principio del arte de curar residía, sencillamente, en encoger los cuerpos relajados y relajar los cuerpos encogidos. El tratamiento se dividía en fases de tres días, la primera de las cuales estaba consagrada a un ayuno total. Al término de este periodo, el abatimiento del paciente se había transformado en letargo, con lo que a duras penas hallaba la fuerza para abrir los párpados. Confiaron en obtener mejores resultados siguiendo los preceptos de la escuela neumática de Agatino de Esparta, pero ésta preconizaba una observación minuciosa del pulso, y el del enfermo latía demasiado débil. Claudio aconsejó la cura de lechuga, que antaño había sanado a Augusto, lo que le valió al célebre médico Musa un anillo de oro y una estatua. El paciente la toleró muy mal y le sobrevinieron violentos ataques de tos que lo dejaban exhausto. Para calmarla, le ataron en torno al cuello un paño que contenía excrementos de cerdo secos.

Al cabo de seis semanas, el enfermo aprovechó uno de sus raros momentos de lucidez para mandar llamar a su secretario particular y, en calidad de testigos, a los dos miembros de más edad de la cofradía de los Hermanos Arvales, el club más exclusivo de Roma, del que era presidente. Dictó su testamento privado, legando todos sus bienes a Drusila. Agripina hubo de contenerse para disimular su indignación cuando se enteró.

En cuanto supieron que se encontraba a las puertas de la muerte, los miembros de la familia imperial se reunieron en la antesala del moribundo. Cada cual expuso sus preocupaciones y sus esperanzas. Agripina fingía no ver a Enia. Lépida rezumaba orgullo por participar de la intimidad de los grandes. Lesbia lloró con lágrimas incontenibles al salir de la habitación a la que entraban todos por turnos para despedirse del emperador. Los esclavos iban y venían con bandejas y ánforas como en una recepción. Calisto, que los dirigía, se adelantó hacia Agripina a quien, en cuanto hermana mayor del moribundo, le correspondía un trato diferente.

– ¡Qué horrible desgracia! La pobre Drusila está al límite de sus fuerzas y, sin embargo, se niega a abandonar la habitación.

¡Agripina no pensaba apiadarse de la heredera cuando había tantas preguntas que la atormentaban! ¿Qué ocurriría ahora? ¿Quién sería el emperador? Clavó una mirada de desprecio en Claudio. Éste, repantigado en un asiento, con la cara colorada y los ojos lagrimosos, vaciaba una copa para mantener el ánimo. Era demasiado contrahecho para que el Senado se planteara siquiera nombrarlo. El propio Augusto lo había ya descartado de los asuntos públicos. La juventud de Gemelo lo excluía como sucesor, aunque ciertos espíritus perversos quizás acariciaban la idea de una regencia. Ahenobarbo estaba seguro de que no le sería difícil obtener para sí el apoyo del Senado, pero era el único que creía en sus posibilidades. ¿Quién iba a elegir a ese candidato colérico y malhablado?

– ¡Deja de lloriquear! -reprendió Helena a Gemelo en voz baja mientras se apoderaba de tres pasteles de la bandeja que le presentaba un criado.

– ¡Pero Cayo se va a morir!

– Es lo mejor que nos puede pasar.

El niño se quedó tan estupefacto que su llanto cesó de golpe.

– ¡Vamos, suénate, bonita! No está muerto -consoló Claudio a su joven esposa-. La naturaleza posee grandes recursos. De todas maneras, los médicos son unos asnos. Ven, ya regresaremos mañana y seguramente se encontrará mejor. Es hora de ir a cenar. El cocinero nos ha preparado un cerdo relleno de menudillos con miel. En estos momentos, hay que saber reconfortarse.

– ¿Crees que se recuperará?

– Claro que sí, por supuesto. Es joven. Vamos a comer.

Mesalina se enjugó los ojos. Claudio tenía razón; no había que Perder la esperanza.

En la habitación de postigos cerrados, mal iluminada por las vacilantes llamas de las lámparas, el rostro del enfermo exhibía ya su última máscara.

De improviso, Drusila se puso en pie.

– ¡Salid todos! ¡Que nadie entre aquí hasta mañana por la mañana! -Ordenó con tanta autoridad que médicos y sirvientes retrocedieron hacia la puerta. Sólo Jenofonte osó protestar.

– Nos necesita.

– No. Sólo me necesita a mí.

– ¿Y si muriera?

– No morirá -aseguró ella, fulminándolo con la mirada-. ¡Dejadnos!

Una vez que estuvieron solos, se quitó despacio la ropa. Ya desnuda, se introdujo en la cama y rodeó con los brazos a su hermano.

Al día siguiente, el paciente presentaba una mejoría notable. Al cabo de unos días, Jenofonte anunció que el emperador se hallaba fuera de peligro y que su convalecencia había comenzado.

31 Roma, 24 de diciembre del año 37

El noveno día tras el nacimiento de un niño varón se celebraban los grandes festejos de la «lustración». El palacio de Domicio Ahenobarbo estaba enteramente decorado con guirnaldas. En el atrio se sucedían los numerosos clientes que acudían a felicitarlo. Antes de invitarlos a probar el contenido de las ánforas ennegrecidas que los criados subían de la bodega, el padre les respondía con la tradicional fórmula: «Me veo aumentado con un hijo.»

Habían observado de manera escrupulosa todos los ritos ancestrales. Tras cortarle el cordón umbilical con un junco afilado y depositar al niño a ras de la nutricia tierra, su padre lo había levantado en alto, reconociéndolo así como suyo. Tres hombres, que figuraban los tres dioses guardianes del hogar, habían dado la vuelta a la casa. Después de golpear el umbral con un hacha y con una mano de mortero, lo habían limpiado con una escoba. Este acto ritual servía impedir la entrada al genio maligno Silvano, enemigo de las Parturientas, y recordar que sin el hierro no hay ni poda ni tala de árboles, sin la mano del mortero no se hace harina y sin escoba no se juntan los granos.

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