Él llegó a medianoche. Aunque la muchacha fingía dormir, entornando un ojo, advirtió que su marido había bebido y llorado. Tras desvestirse, éste se acostó al lado de ella con un gran suspiro.
– ¡Perdón, no lo haré más!
– ¡Cállate! ¿Cómo te has atrevido? ¡Y en una cuadra, para colmo!
– No lo sé.
– ¿No tenías bastante conmigo?
– ¡Oh, sí, tú me sacias! Venus habrá quizá querido castigarme por creerme igual que ella. ¡Perdóname, Bibendum mío!
– No me llames por ese mote ridículo. Mi nombre es Claudio.
Por su voz, Mesalina adivinó que le estaba costando mostrarse inflexible.
– ¡Si te crees igual que Venus, te equivocas! Eres una prostituta como las demás. Mañana abandonarás mi casa.
Ella prorrumpió en sollozos.
– ¡Déjame amarte una última vez! Después, te prometo que volveré a casa de mis padres.
– ¡No! No me tientes más, ya no tengo deseos de ti.
– ¡Una sola vez! ¡Sólo una! ¡Para despedirnos! ¡Te lo suplico!
– ¡Bueno, si tanto insistes…! ¡De todas maneras, será la última tez!
Ella se arrodilló entre sus piernas.
– ¡No se repetirá, te lo aseguro!
– No te hagas ilusiones. ¡Mañana, regresarás a casa de tu madre! Cuando él comenzó a farfullar «bonita» y «cariño», la joven supo que ya no había nada que temer.
28 Roma, octubre del año 37
Antes de recibir una invitación de Drusila, Enia sólo la había entrevisto en las ceremonias públicas. La oía impartir instrucciones en la habitación contigua con voz suave e imperiosa a la vez. Estaban dando el último toque a su peinado, tarea siempre delicada desde que las jóvenes romanas habían abandonado el austero uso de las cintas en favor de moños complicados.
Para entretener la espera, Enia examinó con atención el célebre y pequeño apartamento de Livia que pocos ocupantes del Palatino conocían. Su fama no le pareció injustificada. La habitación estaba rodeada de un friso en el que se yuxtaponían motivos vegetales, palmetas y animales fantásticos, que alternaban a intervalos regulares con graciosos medallones circulares que representaban paisajes agrestes. Algunas obras de arte descansaban sobre mesas bajas: un quemador de esencias de plata en forma de mujer auriga, un niño jugando con un grifo, un jarrón múrrino de gran valor.
Al lado de un busto de Augusto, herencia de la inquilina anterior, habían colocado una espléndida estatua de pie sobre un pedestal de mármol. Al acercarse, Enia reconoció a Cayo de niño. Sin duda la pieza había acompañado a su hermana durante los años de la separación. Aquella imagen reavivó de improviso su malestar. Como todo el mundo en Roma, conocía los rumores de incesto. Sin duda se trataba de inocentes juegos de niños, pero estaba alarmada por el silencio de su amante. Por más que él nunca hablaba de Drusila, Enia sabía bien que pensaba en ella noche y día.
De repente, su misteriosa rival apareció, sonriente, destilando un encanto indefinible que la asombró. Aunque no era, en rigor, una beldad, uno no podía evitar contemplarla con admiración.
– Perdóname -dijo, al tiempo que se palpaba el peinado cerciorarse de que seguía en su lugar-. Mi ornatrix no acababa nunca. ¡Ya sabes lo que es eso! Siempre quieren demostrar su gran habilidad, y nos tiranizan.
Su tono caluroso no estaba en absoluto teñido de la familiaridad condescendiente que emplean los aristócratas con los plebeyos.
– Tu ornatrix tiene talento. Le ha quedado muy bien -la alabó Enia.
– La naturaleza no me ha dado tus hermosos cabellos rubios pero conservo mi color. No me atrae la idea de teñírmelos con ese mejunje galo.
Le señaló un gran diván de color verde oscuro con pies dorados. Sentadas juntas, charlaron durante un rato de moda y de futilidades, hasta que Drusila pronunció el nombre de Cayo.
– Me ha hablado de ti en términos tan elogiosos que quería conocerte. Más que nada, deseaba darte las gracias.
– ¿Darme las gracias? Pero ¿por qué?
– ¿Crees que ignoro hasta qué punto fuiste un precioso apoyo para él en Capri? Sin ti, no sé cómo habría superado ese mal trago. Tu padre y tú le habéis infundido valor con vuestras predicciones.
– Mi padre me enseñó su arte, pero yo no lo practico.
– Él profetizó el ascenso al trono de Cayo. Por entonces, nadie lo consideraba posible. Estoy contenta de que mi hermano te haya elegido como amiga y confidente. Te tiene en gran aprecio. ¡Casi somos parientes!
– Eso me honra.
– Cayo dice que tú lo comprendes. Lo encuentro muy extraño, ¿entiendes? La mayoría de la gente se equivoca de medio a medio con él. Lo creen frívolo porque ama las artes. En realidad, ha concebido objetivos elevados para el Imperio. Hemos pasado separados tanto tiempo que es como si ya no lo conociera. Veamos, ¿qué es lo que más te choca de él?
– Que no se parece a nadie -respondió Enia sin vacilar- No se lo puede juzgar según los criterios que valen para los demás. Todo lo que él dice y hace posee un sentido más elevado.
Drusila se contuvo para no ponerse a aplaudir.
– ¡Es exactamente eso! Ni mis propias hermanas lo entienden-. No te hablo de Lesbia, a la que adoro, pero que es un poco ligera de cascos. Agripina debería darse cuenta. Tú eres más perspicaz que ella.
.-Las estrellas me han ayudado.
– Sin duda, pero eso no lo explica todo. Yo he sentido eso desde mi infancia: él es un ser aparte… Después Tiberio nos separó. Te confieso que, cuando nos reencontramos, me quedé horrorizada. Esos años terribles que pasó en Capri lo dejaron marcado. Me pareció muy enfermo y me costó reconocerlo.
– Desde tu llegada, se encuentra mucho mejor.
Drusila bajó la mirada, como si se dispusiera a anunciar algo que le resultaba difícil.
– Es verdad, pero yo no puedo quedarme en Roma. Ya he retrasado demasiado mi partida.
– ¡Pero eso lo destrozará!
– Lo sé muy bien. Por eso quería verte. Cuento contigo para que e veles por él. Me gustaría que llevara una vida menos agitada y, sobre todo, que se casara y tuviese un hijo. Es vital para él y para Roma. Debe encontrar una esposa.
– Las hijas de buena familia no escasean -observó Enia de mala gana.
– Bah, me importa poco que sea o no de buena familia. El ennoblecerá a la mujer con quien se case. Lo que quiero es que la elegida apacigüe su fiebre y lo haga feliz. ¿Me escribirás con regularilad para contarme cómo sigue Cayo?
– Desde luego.
– Te lo agradezco. Ya te explicaré cómo hacerme llegar las cartas. Más vale que él no esté al corriente de esta correspondencia; será nuestro secreto. Piensa en lo que te he dicho: es preciso que se case y que engendre un sucesor. De lo contrario el hijo de Ahenobarbo y de Agripina heredará el Imperio. ¡Sería bien triste!
– Al reparar en la mirada inquisitiva de Enia, añadió-: No, yo nunca tendré hijos. Los dioses me han infligido ese castigo. Lo merezco: he incurrido en su cólera. ¡Debo dejar a Cayo! Y sin embargo, yo tampoco puedo vivir sin él. ¡Ay, si supieras qué felices fuimos!
Se arrojó a los brazos de su nueva amiga, que contempló estupefacta como se deshacía en llanto.