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Sustraído de este modo a los peligros de la primera semana de su vida, el pequeño había sido desplazado con gran pompa por toda la casa familiar y había recibido su nombre. Fajado de pies a cabeza de tal forma que sólo se le veía una carita congestionada, berreaba con vigor dentro del cesto de mimbre recogido en las riberas del Tiber que evocaba el nacimiento de Rómulo y Remo, los gemelos fundadores de la ciudad. Agripina dejaba de vez en cuando a los invitados para ir a contemplarlo.

– ¡Salud, Nerón, orgullo de la raza de Germánico y de tu madre!

Cuando la sorprendió dedicándole tal saludo, Ahenobarbo se puso furioso.

– ¡La raza de Germánico! ¿Y yo, acaso soy yo de la raza de pastores de rebaño? Deberías haberle puesto Claudio, como tu tío. Al fin y al cabo, él es el hermano de tu famoso Germánico.

– No, tendría que haberle puesto Lucio, como tu padre -replicó ella, sacando la belicosa barbilla-. Así aprendería con mayor facilidad a beber como un tonel, dejar tuertos a sus amigos y propinar palizas a los transeúntes.

Lamentando que hubiera quedado atrás la época en que le habría estado permitido responder con golpes a sus insolencias, él encontró no obstante la manera de bajarle los humos.

– Tienes razón, este niño presenta un asombroso parecido con mi padre. Hasta es pelirrojo como él.

Agripina se indignó ostensiblemente ante aquel ultraje. Una de las dos nodrizas, griegas como dictaba la costumbre de las grandes familias, consideró llegado el momento de adular a su ama.

– ¡Nunca había visto unas partes pudendas tan grandes! La madre mandó quitar los pañales al pequeño para comprobar la pertinencia de la observación.

– Pues sí que es verdad. ¡Son enormes!

– ¡Es un nuevo Hércules! -exclamó la otra nodriza, que no quería quedarse atrás-. La lancea se le levanta en cuanto me ve el pecho. ¡A los nueve días! ¡Como dicen en Roma para referirse a los prodigios, es un asno sobre un tejado!

– Eso significa que será un emperador poderoso. Agripina ordenó que la dejaran sola con el niño y, sin despegar los ojos de él, levantó las manos al cielo.

– Juro por todas las divinidades fastas que no escatimaré esfuerzos para que seas emperador un día, Nerón, hijo mío. Sé que siempre te mantendrás leal a tu madre. Juro que mandaré erigir un templo a Juno si Cayo muere privado de progenitura masculina. ¡Que los dioses me maldigan si falto a mis juramentos!

Con la seguridad de ver cumplidos sus deseos un día, llamó a las nodrizas con una palmada, como aplaudiendo su futuro triunfo.

32 Roma, enero del año 38

Desde primera hora de la mañana, la larga procesión descendió del Capitolio, atravesó el Foro, pasó por el viejo Vicus Tusco y bordeó por fin el Forum Boarium para llegar al Circo Máximo. Los juegos organizados para celebrar el restablecimiento del emperador se anunciaban espléndidos. Desde hacía una semana, las lluvias habían cesado. Las casas estaban decoradas con tapices de vivos colores, y las más ricas lucían estatuas.

Delante de los magistrados y senadores, un edil curul abría el cortejo, saludando a la multitud desde lo alto de su carro tirado por cuatro caballos blancos. Lo seguían la cohorte de los adolescentes, hijos de caballeros, y los aurigas de las cuatro facciones, con los Verdes en cabeza, por su condición de favoritos del pueblo llano y del emperador. Los atletas relucientes de aceite precedían a los tres coros, de hombres hechos, jóvenes y niños, todos vestidos con una túnica escarlata ceñida por un cinturón de bronce, una espada al costado, una lanza en el puño y, en la cabeza, el casco con plumas.

Unos grupos de músicos con flautas, laúdes y cítaras acompañaban los cantos de estos militares de fantasía. Todos se cuidaban de esquivar los brincos de los bailarines cubiertos de pieles de macho cabrío que representaban a sátiros y silenos. Un intervalo los separaba de las cofradías de sacerdotes que portaban en angarillas las estatuas de los dioses. Los principales, Júpiter, Juno y Minerva, iban en carros chapados de plata y marfil que tiraban cuatro caballos conducidos por los hijos de las familias más nobles

Una multitud atestaba el circo, bajo el entoldado que la protegía del sol y que accionaban, con ayuda de largos cordajes, los marineros de la flota. Dos eran los colores predominantes: el blanco crudo de las togas del público de categoría y, en la parte superior de la gigantesca valva, el marrón oscuro de los atuendos populares. Cuando todo estuvo por fin listo para el espectáculo, entre los ensordecedores vítores de la multitud, la familia imperial ocupó su puesto en el pulvinar. Se trataba de un amplio palco separado por una colgadura de los sitios reservados para las vestales. Los cojines mitigaban la dureza de las gradas de mármol. Una escalerilla, que permitía al emperador resguardarse de la vista del público, daba acceso a unos cómodos excusados instalados entre dos niveles.

Ante los personajes de elevada condición, unos criados surtían las mesas bajas de platos, bebidas y golosinas. En honor de Claudio, Mesalina se había engalanado con una carísima estola de color azafrán, bordada con hilos de oro. Agripa, que no deseaba estar demasiado expuesto a los ojos del pueblo, se había sentado al fondo del pulvinar en compañía de Salomé y de Graco. Agripina vigilaba a su hermano. Desde su recuperación, él había redoblado las atenciones para con Drusila y, no contento con situarla a su derecha, le dedicaba de continuo lánguidas miradas de enamorado. Furiosa, la hermana mayor buscó un blanco para sus flechas.

– ¡No cruces las piernas tan arriba, Lesbia! ¡A los romanos les gusta ver los juegos y no tus muslos!

La pequeña se mofó sin disimulo. Ella sabía muy bien qué les gustaba ver a los romanos.

Tras la estridente señal de las trompetas, los gladiadores, distribuidos en cuadrillas de treinta, salieron a la arena. Los tracios, príncipes del escudo pequeño, abrían la marcha. Tras ellos avanzaban los ágiles reciarios, con el tridente en una mano y la red en la otra, que producían una extraña sensación de desnudez sin las canilleras ni las protecciones que llevaban sus eternos adversarios. El órgano de agua comenzó a emitir su melodía sincopada, mientras los luchadores desfilaban ante el palco dirigiendo, con la cabeza vuelta hacia el amo del mundo, el saludo de los novios de la muerte súbita: «Ave Caesar, morituri te salutant!» Al final del largo cortejo iban los representantes de categorías menos conocidas, los dimacheri, que combatían con una espada en cada mano, y los laquéanos, que hacía girar sus lazos por encima de la cabeza. Una banda de enanos danzarines cerraba el desfile con una nota burlesca.

– Los mejores combatientes proceden de mi casa -informó con orgullo Graco-. No hemos logrado reunir seiscientos pares de luchadores, como en los juegos de Augusto, pero hay quinientos cincuenta.

– Estoy seguro de que el emperador quedará satisfecho -respondió Agripa con aire distraído.

– ¡Ay, y pensar que no ha querido echar a los condenados a las fieras! Yo había adiestrado dos osos y tres tigres para que aprendan a apreciar la carne humana.

– Él siempre ha preferido el teatro.

– A mí también me gusta el teatro. No la palabrería de los griegos, sino el buen teatro donde se crucifica a los héroes al final de la obra, como Laureolo el bandido. O como Priscila la impúdica, donde un asno en celo viola a la bella heroína.

– Tienes razón -asintió el príncipe, para no contradecirlo-. Hace falta acción.

– Mira que no paro de decirle al emperador que sustituyan en el último minuto a los actores por condenados, que eso beneficiaría tanto a la justicia como al arte, pero él no quiere saber nada de eso. ¿Cómo te lo explicas?

– Supongo que quiere mostrarse clemente.

– Tal vez, ¡pero la clemencia es enemiga del buen espectáculo!

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