– Yo te saludo, reina -dijo el gran Julio con la potente voz del actor Apeles-. ¿Podrías prestarme tus soldados? Son más valerosos que los míos.
En la tercera fila sonó un rugido de indignación.
– ¡Mentira! ¡Eso es una descarada mentira! -grito Macrón. Tras concluir la obra, Calígula mandó que le llevaran al espectador que se había permitido bostezar. El hombre había recibido tal tunda que apenas se tenía en pie. Consciente de que su muerte era segura, temblaba como un azogado delante del emperador.
– No temas, amigo mío, no te deseo ningún mal. Sólo querría disipar el horrible aburrimiento que esta obra te ha infligido. Necesitas distracciones más insólitas, más sorprendentes. Veamos, ¿qué podría ofrecerte? -Se rascó despacio la cabeza, saboreando el terror de su víctima-. Ya está. Vas a partir, hoy mismo, hacia el reino de Mauritania. El viaje es más largo que la obra, pero como es mucho más variado, sin duda te distraerá. Con suerte, te toparás con piratas o con un naufragio. Es preciso de todos modos que te confíe una misión. ¿Qué podrías hacer allá? Claudio, ¿tú qué opinas?
– ¿Una mi… mi…?
– Una misión. Veo, tío, que tienes la cabeza en otra parte. ¿Agripina?
– Eso no me interesa lo más mínimo.
– ¿Lesbia?
– Podría traer púrpura o perfumes.
– No. ¿Mesalina?
– Esclavos negros de proporciones colosales.
– Se me ocurre una idea mejor. Secretario, toma nota: «A mi amigo, el rey de Mauritania: No hagas ni bien ni mal a este hombre que te envío. Cuídate y ámame.» Nunca una persona habrá ido tan lejos en balde.
– ¡No le hagas ni bien ni mal! -repitió Mnester-. ¡Qué soberbia réplica, digna de una comedia!
– La vida es una comedia. Nosotros, las gentes de teatro, lo sabemos bien. ¿No es así, Mesalina?
Después de despedir al involuntario viajero, Calígula mandó llamar al prefecto del pretorio. ¡Aquella vez, se había excedido! Para recibirlo, eligió la máscara de la solicitud irónica.
– Siento mucho que no haya sido de tu agrado la obra, mi querido Macrón. Por lo visto, le has encontrado errores.
– Sí, César. Todo el mundo sabe que era Cleopatra quien estaba dentro de la alfombra enrollada y no Julio. Pero considero más grave aún afirmar que sus soldados eran superiores a los nuestros. Un legionario romano es capaz de hacer huir a cincuenta egipcios.
– Tienes razón. De todas formas, tanto en el teatro como en la poesía, hay que conceder cierto margen a la fantasía. Ahora que lo pienso, ¿por qué mantenemos tres legiones en Egipto? Si lo que afirmas es cierto, con una sola bastaría para imponer respeto a esos cobardes de piel oscura.
– Sí, César. De sobra.
– Me has dado una excelente idea. Flaco ha demostrado su ineptitud en Alejandría. Se ha puesto a los judíos en contra y comete demasiadas tonterías. Estaba decidido a deshacerme de él, pero no sabía a quién nombrar en su lugar. A decir verdad, ignoraba que conocieras tan bien los asuntos egipcios.
– Pero, César…
– Prepárate para partir. Te nombro prefecto de Egipto.
Aquél era el puesto más elevado al que podía aspirar un simple caballero. De hecho, a la prefectura de Egipto se le atribuía el mismo valor que a todos los consulados. Aun así, Macrón sabía que esta designación lo privaría del mando, y por consiguiente también de la protección, de las cohortes pretorianas. Pensó en Sejano. ¿Qué habría sentido al enterarse de su caída en desgracia?
43 Roma, mayo del año 38
Sentada en un banco de piedra del jardín, Enia pasaba el tiempo sumida en la tristeza. Cada día, desde su última conversación, había esperado que Cayo la mandara llamar. El no era un criminal; todo aquello debía formar parte de una pesadilla. No obstante, intuía que nunca reviviría la esperanza que había muerto en ella. Había perdido; el hombre al que amaba no era el mejor de los emperadores.
Su marido se paseaba una y otra vez delante de ella con la regularidad de un centinela, evidenciando lo mucho que pesaba la ociosidad a aquel hombre de acción. Ella iba a acompañarlo a Egipto en cuanto llegara la orden de partida.
La presencia del portero la arrancó de sus reflexiones. Tres enviados del emperador aguardaban a ser recibidos.
– ¡Por fin! ¡Ya era hora! Hazlos venir -exclamó Macrón-. Pensaba que nunca se decidiría. Pronto nos marcharemos, Enia. Estoy seguro de que Egipto te va a gustar.
Ella asintió en silencio, con un nudo de angustia en la garganta.
Cuando los tres centuriones entraron en el jardín, advirtió que su marido se ponía tenso de modo casi imperceptible y comprendió horrorizada lo que ocurría.
El oficial de más edad se quitó el casco, dejando al descubierto una corta mata de pelo blanco. Parecía incómodo.
– Somos portadores de una orden del emperador que te concierne, tribuno.
– ¡Pero si nos conocemos, centurión! -Macrón le dio una palmada amistosa en el hombro-. Tú serviste conmigo en Panonia hace mucho tiempo. Creo incluso recordar que fui yo quien te nombró primipilo. Habías resuelto hábilmente una situación delicada. ¿Qué era?
– Una ciudad fortificada -farfulló el centurión.
– Eso es. Sufrimos grandes bajas. Ah, me siento afortunado. No me habría gustado recibir el mensaje que me traes de manos de un desconocido. ¿Cuál es la consigna?
– Todo debe haber acabado cuando regresemos dentro de una hora.
– Así será. Antes de que os vayáis tú y tus hombres, os ruego que aceptéis una copa de un vino que guardaba para las grandes ocasiones. Esta es una de ellas.
Enia lo contemplaba a través de una bruma de lágrimas. No había el menor tinte de afectación ni de teatralidad en su actitud.
Ella reunió la fuerza para levantarse y tomar el ánfora de las manos del esclavo para servir ella misma a los invitados. Cuando llenó la copa de su marido, leyó en sus ojos que estaba orgulloso de ella. Bebieron por las futuras victorias de Roma.
– Volved dentro de una hora. Adiós, amigos míos.
En cuanto se hubieron alejado los soldados, Macrón le dio sus últimas recomendaciones.
– Sé prudente, Enia. Va a matar a mucha gente. Vete a vivir lo más lejos posible de Roma y procura que se olviden de ti.
– Quiero morir contigo -declaró ella, fijando la vista en su rostro-. Antes, sin embargo, he de escribir una carta. Drusila debe saberlo.
Hablaba en un tono tan resuelto que él no intentó siquiera convencerla de que siguiera con vida.
Macrón esperó a que ella terminase la carta para llamar a su liberto de confianza. Se trataba de un soldado retirado de sienes grises. Éste, que ya estaba al corriente de la situación, mantenía las mandíbulas prietas esforzándose por no turbar a su amo en el cumplimiento de su última tarea.
– Lleva esta carta al lanista Graco -le indicó Enia-. Es preciso que se la entregues en persona y con la mayor discreción.
– No vamos a poder llevarte a Egipto -añadió Macrón-. Estoy satisfecho de tus servicios y no te he olvidado en mi testamento. Ahora necesito tu ayuda para emprender otro viaje.
El hombre no pestañeó.
– Siempre has sido bueno conmigo. Entregaré la carta y te ayudaré. ¿Tienes otras órdenes?
– Todavía hay tiempo para llamar a nuestro médico -dijo Macrón a Enia.
– No. Nada de veneno. Quiero morir a tus manos. Macrón se estremeció. Ella lo miró como si lo viera por primera vez.
– Estaba equivocada. Eras tú.
En la cara de él se dibujó la radiante sonrisa del enamorado a quien la mujer largo tiempo cortejada confiesa por fin que lo ama.
Macrón se volvió hacia su asistente.
– ¿Querrías traerme la espada?
La voz no le habría temblado menos si le hubiera pedido que fuera a buscarle las sandalias.
Ese mismo mes, Calígula envió a los centuriones a casa de uno de los miembros más relevantes del Senado. Marco Julio Silano Tiberio le había concedido el privilegio de hablar el primero durante los debates. Era el padre de Junia Claudia, con quien el futuro emperador se había casado en Capri y que había muerto al poco tiempo víctima de un accidente. Nada se le podía reprochar a Silano. Calígula aseguró no obstante que se había negado a acompañarlo a Pandataria [2] cuando había ido a recuperar las cenizas de su madre. Alegó además que el senador planeaba hacerse con el poder en Roma en caso de naufragio del navío imperial.