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Las horas se sucedían. Macrón comenzaba a acusar el cansancio, la sed y el hambre, pero Tiberio parecía ajeno a estas contingencias humanas. El ordenanza acudió a decir en voz baja que los jóvenes aguardaban para presentar, como cada día, sus respetos al emperador.

– Hazlos pasar. Tú puedes retirarte, Macrón. Por cierto, no volverás con tu esposa a Roma. Su padre está enfermo y necesita tenerla cerca.

– ¡A tus órdenes, César!

Con un gesto, Tiberio animó a los primos a acercarse. Habría resultado difícil encontrar compañeros más dispares. Cayo era un joven de veinticuatro años, flaco, de pelo pajizo y cara angulosa. Las muñecas peludas sobresalían de su toga, en los extremos de unos brazos demasiado largos con los que, por lo visto, no sabía qué hacer. Mantenía la mirada gacha en actitud respetuosa. Gemelo, que llevaba aún la toga pretexta de niño, era bajito, gordezuelo, y bajo los cabellos negros y rizados, su semblante traslucía ingenuidad. Tenía un aire embelesado y aterrorizado a la vez. Tiberio se inclinó para darle un beso y luego correspondió con un cabeceo al saludo del alto papanatas. Pensó que, como siempre, el amante del teatro estaba haciendo comedia, adoptando delante de él la pose del memo que distaba mucho de ser.

– Gemelo pronto será capaz de recitar cien versos de Homero.

– Espero que no lo hagas subir a escena. ¡Ya tengo bastante con un histrión!

– No, César. Sólo le pido que se grabe en la cabeza los poemas. Tiene una memoria excelente.

– No soy yo el que tiene memoria -lo corrigió el niño, ruborizado de orgullo-, es Homero quien elige palabras fáciles de retener. Cuando hayamos terminado, Cayo me va a llevar de paseo con él. Conoce los nombres de todos los árboles y todas las flores de la isla.

– ¿Así que os paseáis juntos? ¿Caminas con pie firme, Gemelo? ¿Nunca tienes vértigo? Si vas por un camino que discurre al borde de un acantilado, ¿estás seguro de que no vas a caer al mar?

– Nunca me acerco a los despeñaderos. Sé que debo andar con cuidado y no ir a donde hay peligro de resbalar.

– Haces bien. Si además eres ágil como una cabra, quizá vivas largo tiempo, hijo. No te pasees mucho con tu primo. Es un ejercicio peligroso. Ya sabes lo que le ocurrió al pobre de Ganímedes. El también andaba con pie firme… Bueno, regresad a vuestras ocupaciones. Cayo, volverás a verme a solas para que te muestre cómo trato a los mentirosos. Mientras tanto, reflexiona. Nunca es tarde para reconocer que uno no ha dicho la verdad.

Como un gato al acecho de un gorrión, el viejo lo escudriñaba sin alcanzar a vislumbrar en él el menor signo de emoción. Su máscara de candor permanecía inalterable. Si el histrión había sido el responsable, poseía una extraordinaria sangre fría.

2 Roma, mayo del año 36

Aquél era uno de los sitios donde se daba cita lo más selecto de Roma. Desde las amplias ventanas se dominaba la vasta arena cubierta de ceniza donde se ejercitaban los gladiadores. Los aficionados a aquel noble deporte intercambiaban comentarios, cómodamente instalados, pero muchos de los espectadores, y sobre todo las espectadoras, no frecuentaban el establecimiento por amor al arte de la espada. Se trataba de mujeres de mundo, fervientes admiradoras del músculo y el sudor, que acudían a elegir allí su amante por una hora, por un mes o incluso por más tiempo en ocasiones. A ciertos hombres los atraían los tunicati, esos gladiadores invertidos que despertaban un cordial desprecio entre sus compañeros.

El dueño del establecimiento, Graco, era el mayor empresario de espectáculos de la ciudad, propietario del primer ludus, donde se concentraban los mejores luchadores profesionales de Roma. A diferencia de la gran mayoría de la gente de su profesión, era de buena familia. Quienes lo veían por primera vez, con su túnica ceñida con un cinturón de cuero rojizo provisto de una hebilla de oro, lo tomaban por un oficial. En realidad, su pasión por las armas lo habría llevado a seguir la carrera militar si su gusto por la vida fácil no lo hubiera inclinado a preferir la profesión de lanista. Esta actividad, al igual que la del leno o proxeneta, estaba mal vista, porque se basaba en el tráfico de carne humana. El hecho de que le estuviese vedado actuar como testigo de la acusación en los juicios y de que lo hubiesen privado de sus derechos cívicos no impedía en modo alguno que Graco fuese un notable bien considerado y adulado. Sus constantes viajes a través de todo el Imperio, en busca de nuevos campeones o de animales para el circo, lo habían convertido en uno de los hombres mejor informados de Roma.

Aquella fresca mañana del mes de mayo, no estaba de humor para fiestas. Con una copa en la mano, observó por un momento la veintena de combates que libraban los duelistas antes de volverse hacia sus invitados con semblante afligido.

– ¡Pero qué lástima! ¡Unos juegos sin escenas de caza, es algo increíble!

Sus palabras suscitaron un murmullo de aprobación entre todos los que se apiñaban en los sencillos bancos de madera, en torno a la gran mesa, pues era de buen tono compartir las duras costumbres de los atletas.

– ¡No, nunca se vio tal cosa!

– ¡Sin venatio no hay espectáculo!

– ¡Para eso tanto daría prohibir los juegos!

– ¡Es la muerte del circo!

Graco tendió el brazo en dirección a los duelistas.

– Un día, quizá también ellos se queden sin derecho a combatir. ¡Entonces no me quedará más remedio que cerrar el negocio! No sé qué voy a poder presentar por las mañanas al público ahora que la venatio está prohibida. ¡Tampoco puedo pedirles a mis hombres que luchen antes de mediodía!

– Haría falta mucho más que eso para arruinarte a ti -dijo con aire de entendido un joven cuya aflautada voz y recargada vestimenta revelaban su afición por los tunicati.

– No creas, Livio. Tengo gastos. Los viajes, las compras, los entrenadores, los arbitros, los médicos, los cuidadores, los mozos de pista, los portadores de letreros y un montón de cosas más. No soy tan rico como te imaginas.

Los invitados le hicieron notar su incredulidad con toses y carraspeos.

– Bueno, está bien, esto no me va arruinar-reconoció-. ¿Pero qué voy a hacer con las fieras que he mandado traer de África y de Asia si ya no se permite matarlas en la arena?

– Quedan los condenados -señaló un invitado que llevaba el anillo de oro de los miembros de la orden ecuestre.

– ¡Menos mal!

Una patricia repintada, cuya relación con el gladiador tuerto Selano era la comidilla de todos, intervino con tono melindroso.

– Yo, de pequeña, esperaba con impaciencia los festejos de las Cereales en los que sueltan zorros envueltos en paja a la que prenden fuego. ¡Cómo me hacían reír con sus saltos y sus chillidos!

– Pero ¿por qué prohíbe Tiberio la venatio? ¿Sabrías decírmelo tú, Graco, que vas tan a menudo a Capri?

– Por Hércules, él no me explica a mí los motivos de sus decisiones. Además, casi ni lo veo. Yo trato sobre todo con Calígula porque lo proveo de actores y decorados de teatro. Pregúntale a Ahenobarbo, quizás él tenga la respuesta.

La matrona se volvió hacia un coloso cuya cara presentaba casi la misma tonalidad púrpura que el ancho ribete de su toga.

– Pues bien, a ti te dirijo la pregunta, clarísimo -dijo, otorgándole el tratamiento reservado para los senadores-. ¿Por qué prohíbe el emperador la venatio?

– ¿Y eso te molesta en algo? ¡Que yo sepa, no ha prohibido los gladiadores!

El desaire no sorprendió a nadie, pues Domicio Ahenobarbo se había ganado a pulso la fama de bruto y grosero. Pertenecía a una de las más prominentes familias de la ciudad y ocupaba un puesto importante en el Senado, pero, como ocurrió antes con su padre, tenía un temperamento irascible y dejaba lisiados a sus esclavos.

– Acabas de regresar de Capri, ¿verdad? -le preguntó la patricia a Graco, sin inmutarse.

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