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26 Roma, septiembre del año 37

El aire tibio de la noche entraba por el amplio ventanal trayendo consigo una melodía de flauta; sin duda, algún habitante del Palatino había encargado una alborada. Desnudo sobre la cama de plumas, con la cabeza apoyada en las manos, Calígula contemplaba una masa de cabellos rubios que subían y bajaban al ritmo lento de la música. De repente, el movimiento se detuvo.

– ¡Continúa! -gimió.

Como para demostrarle que era ella quien dirigía el juego, Enia se incorporó y palpó con cuidado el coloso de carne que ella había erigido. Satisfecha de su firmeza, apoyó las rodillas a ambos lados del cuerpo del hombre y dobló las piernas apoyándose sobre la punta de los pies. En la posición que en Roma denominaban el equus eroticus, el caballo de Eros, se empaló por medio de prudentes sacudidas de caderas con una concentración de colegiala en el rostro. Él se arqueó para ayudarla. Una vez englutido el coloso, ella exhaló un suspiro de placer y emprendió la cabalgada, primero al paso y después a velocidad creciente. Cada vez que llegaba al final de la carrera, lanzaba un leve jadeo. De improviso, éste se transformó en una ronca queja ininterrumpida.

Enloquecido por el profundo canto, para prolongar su placer, Calígula luchaba como un nadador en peligro contra unas olas de voluptuosidad cada vez más altas. Culminaron los dos en el mismo instante. La amazona se liberó con gracilidad y él la atrajo hacia sí para besarla en los labios.

– ¡Montas mejor que el propio Marte! Creo que voy a nombrarte magister general de caballería.

– Es un oficio que cansa mucho -contestó ella riendo-. Creo que voy a dormir bien.

– ¡Ojalá yo pudiera decir lo mismo!

– Toma la poción de Jenofonte.

– Ya no me hace efecto.

Cayo se puso el vestido de seda blanco que llevaba como vestimenta de interior y se encaminó a la terraza. Ella lo siguió desnuda y se sentó con las piernas abiertas en un gran almohadón de cuero para escucharlo hablar a los astros. Aquel rito no la sorprendía en absoluto; en Oriente, los dioses caminaban entre los hombres, y Cayo tenía la madera de los dioses.

Él levantó los brazos hacia la luna llena, ante la cual desfilaban unos jirones de nubes, e inició la alocución. Enia se dejaba mecer por las palabras procurando no comprenderlas, con el fin de no inmiscuirse en su diálogo con los inmortales.

– Vamos a acostarnos -dijo por fin Calígula, como quien se resigna a lo inevitable.

– ¿Temes las pesadillas?

– Sí. Es peor que en Capri. Él se yergue ante mí, con la cara ennegrecida por el fuego de la pira y me reclama el anillo imperial. Presenta un aspecto realmente horrible con esos ojos desorbitados. ¿Cuándo me dejará en paz?

– Mi madre me decía que cuando uno padece la persecución en sueños de los lémures, existe un remedio. Basta con lavarse las manos tres veces y arrojar después bien lejos tras sí unas habas negras repitiendo nueve veces: «¡Con estas habas me libero y libero a mi familia!»

– Creo que, en mi caso, ni las habas negras surtirían efecto – repuso, acariciándole la cabeza.

– De todas maneras, tus pesadillas van a desaparecer.

– ¿Y por qué?

– Porque eres bueno. Los dioses conceden un sueño apacible a los hombres buenos.

– Creo que dormiría mejor si no viviera en Roma. Esta ciudad me resulta opresiva. Desearía instalarme fuera de la capital del Imperio.

– No puedes.

– Sí puedo. Existen lugares mucho más convenientes para mí. Julio César quería establecerse en Alejandría con Cleopatra, cuando lo asesinaron. No me digas que te gusta Roma.

– No soy infeliz aquí.

– Precisamente. Aquí, lo máximo a lo que cabe aspirar es a no ser infeliz. Para ser feliz, hay que irse a Atenas, a Antioquía, a Pérgamo. Mi padre adoraba Oriente. Realizó un magnífico viaje a Egipto.

– No es Roma lo que te disgusta, sino los romanos.

– Tienes razón, son los romanos. Detesto sus virtudes mezquinas, su cicatería, sus ardides. Nunca han amado las artes ni la poesía.

– Exageras. Hay grandes poetas entre ellos.

– Los que han sabido copiar a los griegos sin igualarlos. Virgilio no es Homero, y la Eneida no es la llíada. Prefieren los duelos de gladiadores al teatro, el más noble de los espectáculos. ¡Con eso queda todo dicho!

– Plauto es muy divertido.

– Historias de cornudos y de criados. ¿Dónde está su Aristófanes? ¿Dónde están su Sófocles, su Esquilo?

– Los romanos son valientes.

– Es una cualidad propia de gladiadores. Además, los bárbaros también son valientes. No, su mayor virtud reside en la disciplina. En eso son invencibles. El secreto de las victorias de Roma radica en la legión.

– Y en la voluntad de los dioses.

– No de los suyos, en todo caso. La sabia Juno, protectora de las matronas. El pater familias Júpiter, príncipe de los maridos engañados. Venus no es más que una copia desvaída de Afrodita.

– ¿Quién habrías querido ser si hubiera estado en tu mano elegir tu destino? -preguntó la joven.

– Alejandro Magno, por supuesto. O Ramsés el Grande, rey de los dos reinos, señor del Junco y de la Abeja. De acuerdo con la religión de Egipto, el faraón es el esposo, el hijo y el hermano de la Gran Diosa. El emperador, por desgracia, no llega a rey ni a dios. Sólo es el princeps, el primero de los romanos.

– Posee sin embargo más poder que los reyes.

– Del mismo modo que un jabalí posee más poder que un cachorro de león sin pertenecer por ello a la familia del león. Verás Enia, la realeza gravitaba por encima de los hombres. No se trata de una forma de gobierno, como lo creen los romanos, sino del único poder auténtico, el de los dioses. Oriente no conoce más que los reyes, y los adora. Julio César intentó convertirse en rey pero fracasó. Antonio reinó como tal durante un tiempo en Alejandría. Augusto, que era un hipócrita, se arredró ante la corona y creó la falsa República en la que vivimos. Tiberio, por lo menos, era sincero. Nunca deseó ser emperador.

A menudo, después de hacer el amor, mantenían aquellas largas conversaciones que no conducían a ninguna parte. Con ella, Cayo hablaba sin máscara ni reticencias. No era romana, no buscaba privilegios, y no le tentaban la ambición ni el dinero. Confidente atenta y discreta, sólo ella estaba al corriente de su secreto, y él sabía que no se lo contaría a nadie.

Enia se durmió de repente, a la manera de los niños. Con los ojos abiertos, él escuchaba su suave respiración. La belleza y el afecto de la joven apenas servían para moderar la desdicha del emperador. Para él nunca existiría más que una mujer en el mundo, una felicidad, aquella que había disfrutado hasta el día en que Antonia los había sorprendido. ¡La maldita vieja lo había mancillado todo, lo había estropeado todo! Por culpa de su denuncia, Tiberio los había separado.

Se volvió de costado, esperando sin mucha fe que le fuera concedido un poco de sueño. La flauta había callado. Ahora sólo se oían los pasos regulares de los guardias y, de cuando en cuando, una voz sorda que daba la contraseña al relevo. Aquellos hombres velaban por él, estaban dispuestos a morir para defenderlo. Cayo tenía la impresión de que los años de Capri habían quedado a una distancia infinita, inmersos en el pasado de otro. Su vida no guardaba ya nada en común con la que había llevado en la isla.

Se adormeció por un instante y lo despertó el miedo a que el viejo de la cara negra se le apareciese en sueños. Por una ironía del destino, Cayo había creído que debía precipitar su muerte. De haber esperado unas horas más, no habría sido necesario cometer el crimen cuyo recuerdo lo obsesionaba.

Se durmió en el momento preciso en que tomaba cuerpo en su cerebro la idea de que su mismo error era la prueba de que había actuado como instrumento de los dioses. Se despertó al rayar el alba, sorprendido de no haber tenido la pesadilla. Enia estaba en lo cierto: los dioses conceden un sueño apacible a los hombres buenos. La despertó con un beso.

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