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El la miró y, de golpe, al descubrir la mortal palidez que disimulaba el colorete, la delgadez, las profundas ojeras, un profundo espanto se apoderó de él.

– Estás enferma -alcanzó a articular, con la boca seca.

– Seguro que no es grave, pero me parece que más valdrá esperar al año próximo para el descenso del Nilo -señaló ella con una triste sonrisa de disculpa.

– Partiremos hacia Roma mañana mismo. Cayo salió, en plena noche, a impartir las órdenes. Cuando volvió, llevaba puesta, para tranquilizarla, la máscara de la despreocupación, pero ella sabía que lo torturaba la angustia. No se hacía ilusiones; había llegado la hora de pagar su deuda con los dioses.

El viaje fue para ambos una cruel representación. Ella aparentaba encontrarse mejor y él fingía creerla. Por la noche, en el puente, Cayo invocaba a Isis rogando por su curación y prometía sacrificios a Neptuno para que abriera la ruta al navío. Luego regresaba junto a ella, presa de un terror que nunca antes había experimentado ni siquiera bajo la mirada de ojos saltones de Tiberio.

Cuando llegaron por fin a Roma, trasladaron a la enferma al apartamento de Livia y pareció que el retorno a aquel marco familiar le devolvía un poco las fuerzas. Calígula no se apartaba de su cama, escrutando su demacrado rostro en busca del menor signo favorable. Sólo se permitió la entrada a los familiares próximos. Emilio Lépido no franqueaba la puerta, pero acudía todos los días a informarse del estado de su esposa y mostraba la aflicción pertinente. Lesbia estaba tan afectada que no lograba cruzar el umbral de la habitación. Tras besarla con ternura, Calígula le ordenó que se quedara en su casa, pues sus lágrimas lo dejaban sin ánimos. Afectada por una pena sincera, como si se arrepintiera de haber querido tan poco a la moribunda, Agripina buscaba una vía de escape en una actividad frenética, atosigando a Jenofonte, a quien pretendía dictar la cura. Su hermano le llamaba constantemente la atención.

Drusila se esforzaba por mostrarse convencida de que no corría peligro de muerte, pero la noche del décimo día se quitó la máscara.

– Tengo una última cosa que pedirte, Cayo -dijo-. Prométeme que cuando yo me haya ido, te casarás y tendrás un hijo.

El se estremeció de horror.

– Pero ¿qué dices? Te vas a reponer.

Ella sonrió con languidez.

– Si me haces esa promesa, me ayudarás a curarme.

– Te lo juro.

Poco después, entró en agonía. En el último momento, inclinado sobre ella, él la oyó murmurar.

– Cayo… en las estrellas.

Al ver cómo su mirada se petrificaba, el mundo se vino abajo alrededor de él. Tal como en otro tiempo ella había hecho por él, se arrancó la ropa y se acostó a su lado, estrechando aquel cuerpo adorado que ya comenzaba a perder el calor. Jamás había creído que un hombre fuese capaz de sufrir tanto. Era Prometeo en la roca, con el hígado desgarrado por los buitres. Era el esclavo jadeante en la cruz, con las manos y pies traspasados. Padecía todos los suplicios, todos los dolores. Sobre él planeaba una terrible maldición. Estaba solo.

¿A qué juegas, César?

10 de junio de 38 – 24 de enero de 41 d.C.

48 Roma, julio del año 38

Se había levantado viento y, sobre el tejado del Palatino, el Zeus mecánico mugía como un toro enfurecido cuando, dos días después de la muerte de Drusila, Agripina visitó a Lesbia. La benj amina de la familia no quería salir de su habitación y se negaba a comer, como si hubiera decidido morir de hambre. Aunque su hermana mayor la consideraba una descerebrada y la trataba con condescencia, sentía afecto por ella. Además, Agripina, que no daba un paso sin premeditarlo, sabía que su anterior actitud con respecto a la difunta le había valido el rencor de Calígula. Sólo la pequeña Lesbia podía congraciarla con él. En cuanto la vio, ésta se arrojó en sus brazos sollozando.

– ¡Pobre Drusila! ¡ Ay, habría preferido morir yo!

– Vamos, no digas tonterías y cálmate. Todos somos muy infelices, pero cuando se recibe un golpe así, conviene sobre todo no dejarse vencer por el desánimo.

– ¡Estaba tan contenta cuando regresó a vivir aquí…!

– Nunca debió abandonar Rodas. Todo el mal vino de ahí.

– Volvió por Cayo. ¡Pobre Cayo, debe de estar destrozado! ¿Lo has visto?

– No. Nadie lo ha visto, y, según Calisto, se ha marchado de Roma.

– Drusila quería curarlo, y ha sacrificado la vida por él.

Agripina notó que su compasión cedía a la impaciencia.

– ¿Sacrificado la vida? No exageremos.

– Sabes muy bien qué le pedía él. Ella no quería, porque le horrorizaba. Era tan pura…

– Escúchame bien, querida. No le cuentes eso a nadie. Drusila ya no está, y de nada sirve dar vueltas a la causa de su muerte.

– ¡Si estuvieses tan apenada como yo…! -se rebeló Lesbia.

– Ya sé lo que piensas. Crees que yo no la quería.

Lesbia se enjugó los ojos.

– Tú eras dura con nosotros, siempre te has creído superior. Te consideras la única hija auténtica de Germánico. ¡Reconócelo, al menos!

Agripina contuvo la cólera que crecía en su interior. No había ido allí para pelear con su hermana, sino lo contrario.

– Es verdad, me porté mal con ella. Contigo también. He sido injusta y dura. ¡Es mi carácter, qué le voy a hacer! Ahora lo lamento, y mucho. -Esbozó una sonrisa afligida-. No soy tan mala como parezco, ¿sabes? Yo también sufro. Ahora es preciso que ayudemos a Cayo en lo que podamos. Debemos apoyarnos unos a otros. Cayo cree que yo lo detesto. Es falso, yo lo quiero, pero soy demasiado orgullosa para confesárselo. Lesbia la abrazó con ardor.

– ¡Cuánto bien me hacen tus palabras! Esta gran desgracia servirá sin duda para unirnos a los tres. No te preocupes, Cayo sabrá lo que no te atreves a decirle. Ay, ojalá no haya cometido una locura, ojalá no se haya… ¡Sería demasiado horrible!

– No, Calisto no parecía inquieto. En mi opinión, sabe dónde se encuentra su amo pero ha recibido órdenes de no revelarlo a nadie. La desaparición del emperador preocupaba a Roma. Del mismo modo que en el pueblo situado en la falda de un volcán se observa el humo que anuncia la erupción, en el Foro los viandantes elevaban perezosamente la vista hacia el Palatino. Pocos eran los que conocían la verdad. Calígula, loco de dolor, se había refugiado con un reducido séquito en su villa de Alba desde donde, falto de fuerzas para asistir a los funerales, había enviado al viudo oficial, antes de irse a Sicilia, la orden de pronunciar el panegírico por la difunta. Circulaban rumores a cual más extraño: el emperador se dejaba crecer la barba y el cabello, no bebía más que agua, se vestía con harapos y mendigaba para subsistir. Se había hecho castrar, como los sacerdotes de Cibeles, y vagaba a la puerta de los infiernos, a la espera de ir en busca de su amada a la morada de Proserpina. Quienes estaban al corriente de su estancia en Sicilia juraban que iba a arrojarse al cráter del Etna para imitar a Empédocles.

Al cabo de quince días, llegaron a Roma los primeros decretos imperiales, que un cónsul leyó en voz alta en el Senado en medio de un silencio sepulcral. Todos los condenados a muerte debían ser ejecutados. Durante un periodo de duelo de duración aún imprecisa, quedaban suprimidos todos los festejos y banquetes. Todo el mundo debía llevar ropas oscuras. Se prohibía reír o incluso sonreír en un lugar público. Los taberneros no debían servir comida caliente. Además, a los caballeros, senadores y aristócratas se les vedaba, so pena de muerte, entregarse a los placeres de Venus.

Cuando su madre llegó de visita, Mesalina acababa de tomar su baño de leche de burra y dudaba entre una túnica azul de seda de Asiría y una de aquellas cuya tonalidad amarilla les valía el nombre de «melosas». Una vez tomada la decisión, una sirvienta roció el cuello de la joven con perfume de flor de viña de Chipre.

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