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33 Roma, febrero del año 38

Enia creyó haber entendido mal cuando Drusila le anunció que pronto iba a abandonar Roma.

– ¡Pero eso es imposible!

– No tengo elección.

– Si ya viste, la última vez, como Cayo…

– Si espero más, ya no me será posible marcharme. Compréndeme, yo no le doy lo que espera de mí. Querría satisfacerlo con toda mi alma, pero no puedo.

A Enia la invadió un gran alivio: su única rival auténtica iba a desaparecer. Enseguida se avergonzó de aquella primera reacción. No era digna de ella.

– Exigirá que te quedes.

– No. Nunca me forzará a nada; antes preferiría morir. Escríbeme con regularidad, Enia. Eres la única capaz de informarme de ciertas cosas. Le entregarás las cartas al lanista Graco, que viaja a menudo a Rodas y cuenta con toda mi confianza. Explícame cómo se encuentra Cayo, repíteme sus palabras.

– Últimamente casi no lo veo.

– Porque yo estoy aquí. En cuanto me haya ido, volverá a ti.

De nuevo Enia se llenó de contento. Drusila contemplaba con aire soñador la estatuilla de plata.

– El niño se ha transformado en un hombre. Mi deseo es, Enia, que tú seas su esposa y que le des un hijo. Sólo tú puedes ayudarlo a convertirse, como predijo tu padre, en el mejor de los emperadores. Está decidido a transmitir una imagen de bondad. Indulta a los condenados a muerte y a los gladiadores vencidos, pero la enfermedad ha cambiado algo en él. Hay momentos en que ríe como Tiberio.

– ¿Como Tiberio, él? -exclamó Enia-. ¡Qué idea más estrafalaria!

También ella había reparado, con todo, en aquella risa desprovista de alegría, pero albergaba una secreta esperanza. Cayo estaba embargado de tristeza porque Drusila se disponía a dejarlo. Ella se sentía lo bastante fuerte y enamorada como para devolverle el gozo de vivir.

34 Tiberíades, febrero del año 38

En la azotea del palacio, Agripa tomaba un baño de sol, considerado benéfico para regenerar la potencia viril. Salomé, en túnica de interior, estaba arrellanada en un asiento provisto de un dosel, pues la luz intensa estropeaba el cutis de las mujeres.

– ¿Quién hubiera creído que iba a encontrarme aquí hoy?

Agripa se volvió para exponer la espalda a los benéficos rayos y oyó la voz irónica de Salomé.

– ¡No te enorgullezcas tanto! ¡No eres más que tetrarca de Galilea, y todo gracias a mí!

– Tal vez te deba el nombramiento, pero me complicaste la tarea al meterle al emperador una idea descabellada en la cabeza.

– Al contrario, era una idea muy acertada. Puesto que él habla de bondad, al igual que Yeshua, pensé que la secta le interesaría.

– También Tiberio quedó impresionado por ese rabino exaltado, pero nunca habría creído que Cayo…

– Eso es porque le gusta todo lo extravagante. Como aquello de la mejilla derecha y la izquierda, por ejemplo.

– ¡Y pensar que le hiciste creer que esos iluminados iban a socavar el poder del sumo sacerdote cuando en realidad la secta habrá desaparecido en cuestión de meses!

– No va a desaparecer -repuso ella.

– ¿Porqué?

– Desde que entró a trabajar en casa de los amigos de Yeshua, mi criada Miriam ha cambiado completamente. ¡Casi no la reconozco! Era atolondrada, descarada, desobediente y ahora no hay nadie más sumiso que ella. Esta secta mejora la calidad del servicio. Dos de mis amigas ya han animado a su personal a ingresar en ella y están muy contentas.

– No son los criados quienes acabarán con el dominio de los sacerdotes.

– Miriam dice que los amigos de Yeshua no temen a nada y que convertirán a todos los judíos.

– Esa tal Miriam era la doncella de tu madre, ¿no?

– Sí. Una chica perezosa e insolente que se abría de piernas al primero que pasaba. Pues para que lo sepas, desde que va a la casa de los amigos de Yeshua, se ha vuelto casta. Me ha propuesto que la acompañe a una de sus reuniones. Será divertido y, bien mirado, no es imposible que tú encuentres el modo de utilizarlos.

– Ve disfrazada. No me gustaría que creyesen que te has convertido.

– ¡Ah, si fuera una sirvienta, me lo pensaría! -exclamó con una carcajada-. Me encantaría sentirme a la misma altura que mi señora. Es una religión apropiada para criados.

– Bueno -dijo Agripa, desperezándose-, he de ir a entrevistarme con ese viejo zorro del sumo sacerdote. ¡Ay, ojalá pudiera imitar a nuestro antepasado Herodes, que mandó castrar a su predecesor para castigarlo por su insolencia! ¡Si llevara la corona de Salomón, lo haría sin dudarlo, pero a un tetrarca no le está permitido castrar a nadie!

– Ten cuidado. Es más venenoso que una serpiente.

El sumo sacerdote aguardaba al nuevo tetrarca en una dependencia del templo que, a diferencia de la austera celda en la que se había celebrado su encuentro anterior, estaba provista de asientos. Tras el interminable intercambio de fórmulas de cortesía propias de Oriente, abordó el tema más candente.

– Tú, que gozas de la confianza del emperador, ¿sabes por que todavía no ha nombrado al sucesor de Pilatos?

– Se propone reorganizar por completo la región.

– ¿Reorganizar? ¿A qué te refieres con eso?

– No entró en más detalles. Te prometo que si me entero de algo serás el primero a quien informe. Pero ¿consentirías tal vez en ponerme al día sobre lo que sucede en Jerusalén?

Anas se llevó los brazos a la cabeza.

– ¡Es una locura! Tú estabas en Roma cuando Pilatos mandó crucificar a ese falso profeta. Y ahora, que creíamos resuelto el asunto, resulta que ha nacido esa maldita secta. Aunque no son numerosos, arman mucho ruido. Según esos iluminados, el tal Yeshua era el Mesías de Israel. ¡El Mesías crucificado! ¡Con eso basta para formarse una idea de su demencia!

– ¡En efecto! ¿Quién puede creer una cosa así?

– ¡ Ay, la locura humana nunca dejará de sorprenderme, ni aunque viva tantos años como Matusalén! Robaron el cadáver de su tumba y desde entonces aseguran sin rubor que resucitó de entre los muertos. Continúan muy activos en Galilea y hasta me extraña que aún no hayas tenido que habértelas con ellos. Es verdad, de todos modos, que acabas de llegar.

– Sé que su cabecilla se llama Pedro.

– ¡Bah, no es el peor! Se trata de un viejo pescador aquejado de una locura pacífica. Va contando que dejó la pesca para hacerse pescador de hombres. ¡Pescador de hombres! El hermano de Yeshua, un tal Santiago, resulta más peligroso. ¡Un alborotador, eso es lo que es! Se cree un gran defensor de la Ley, y se pasa los días en el Templo. Si lo dejáramos, nos impartiría lecciones de Talmud. Estoy convencido de que fue él quien se llevó el cuerpo.

– ¿Consideras peligrosa su secta?

– No. Captan adeptos sobre todo entre los menesterosos. Claro que si ese Pedro y el tal Santiago nos proporcionasen un pretexto para lapidarlos, la cosa sería más fácil, pero evitan blasfemar en público, a diferencia del muchacho que comparece esta mañana ante el sanedrín. Por cierto, debo despedirme puesto que yo presido el tribunal.

– ¿Me permitirías que vaya contigo? Nunca he visto un miembro de esa secta.

– Ven si quieres, pero no aprenderás gran cosa de ése. Es uno de esos jóvenes fanáticos que se empeñan en morir por su falso profeta. Desde que lapidamos a un tal Esteban, hace ya cinco años, no transcurren tres meses seguidos sin que aparezca uno de esos suicidas. Ahora verás la clase de calaña con la que te vas a encontrar.

En la sala del tribunal, Agripa permaneció discretamente apozado en la muralla. El acusado, un adolescente guapo y rubio, presentaba un aspecto más adecuado para representar a Apolo en el teatro que para predicar una herejía del judaísmo. Mantenía la vista fija en los jueces sin manifestar el menor temor. Anas le ordenó identificarse.

– Me llamo Elias, discípulo del Bendito.

– ¿De qué Bendito hablas?

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