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¿Qué dijo?

Dijo: «Gracias, César, por haberme hecho beber a la salud de Neptuno.»

– ¡Qué chico más inteligente!

– ¿Por qué es tan malo a veces Tiberio? Creí que quería ahogarlo.

– Está muy enfermo y sabe que no vivirá mucho tiempo más. Está preocupado por Roma. Tiene que encontrar un sucesor y eso supone un gran quebradero de cabeza para él.

– No tiene que buscar, puesto que ya cuenta con Cayo.

Claudio exhaló un suspiro. Aquel niño era un cordero extraviado entre los lobos.

– Tu visita me ha sentado bien. Se me está abriendo el apetito. ¡Que comí demasiado! ¡Menudo asno, ese Jenofonte! ¿Quieres jugar una partidita?

Dio una palmada y un esclavo le llevó los latrunculi. Se trataba de un damero de sesenta casillas sobre el que se desplazaban unos peones de distintos colores y formas. En las calles de Roma, a menudo se veía a jugadores absortos en una partida, rodeados de mirones. Claudio, un maestro en el juego, había mandado construir una litera desde la que podía entregarse cómodamente a esa afición. Le gustaba atraer la atención del público por medio de actividades que demostraban lo poco que le preocupaba la política.

10 Capri, octubre del año 36

Como cada año, Tiberio cumplió con el tedioso deber de organizar un festín para honrar a los magistrados de la isla. La pérdida de su último amigo había echado abajo el dique que antaño se erguía sólido en el interior del emperador, por lo que cada vez bebía más. De improviso, se dirigió a Calígula que, tumbado a su izquierda, lo observaba de reojo con inquietud.

– Yo debería estar muerto desde hace tiempo -murmuró en un tono que no presagiaba nada bueno-. Te impacientas, Cayo, ya lo sé. Siento demorarme en este mundo contrariando tus planes.

– Un adivino me vaticinó que viviría tantos años como tú, César. Por eso me gustaría verte llegar a los cien. Cuida de tu salud.

Tiberio emitió una triste carcajada.

– Ay, hijo, sabes salir airoso de las situaciones más delicadas. Tienes el don de la réplica oportuna y hablas un griego perfecto. Agripa te enseñó todas las sutilezas de la retórica. Si al menos… -Calló para apurar una copa y, tras eructar, prosiguió con el dejo brumoso y confidencial propio de los borrachos-. Yo no tuve suerte, hijo. Siempre me han servido mal. Augusto fue más feliz que yo. Estaba rodeado de hombres inteligentes y cultivados. Mecenas: ¡qué elegancia, qué espíritu! ¡Y luego, los artistas! Virgilio tenía un aspecto zafio, como de campesino, pero en cuanto pronunciaba dos palabras todos se rendían ante la evidencia de su genio. Horacio era una especie de patán, siempre gruñón, un tipo que, a primera vista, uno no habría querido ni como esclavo. Lo contrario de Ovidio, el refinado, el sibarita, un espíritu sutil, ¡y qué poeta! Recuerdo que le pedí a Augusto que no lo desterrase, pero no hubo manera. Estaba convencido de que sus versos habían corrompido a Julia. Como si las muchachas lascivas necesitaran un poema para sentir el fuego en la entrepierna. Ah, naciste demasiado tarde, hijo.

– Ya que no los conocí, los leo.

– Ya sé que eres un gran lector, como Claudio. En esta familia, sois los únicos dotados de un espíritu despierto.

Se volvió hacia el edil de Capri que ocupaba el lugar de honor a su derecha, visiblemente aterrorizado por tal proximidad, y le dijo algunas palabras en las que Cayo creyó distinguir una felicitación por la recogida de basura, antes de reanudar su inconexa conversación.

– ¡Estoy rodeado de imbéciles, de incultos, de cobardes! ¿En quién puedo confiar? ¡Siempre la misma pregunta! La confianza, Cayo, es lo más hermoso del mundo. Pero ¿quién es realmente digno de ella? ¿Lo sabes tú? ¡Dímelo pues, vamos!

Su tono se tornó amenazador.

– Muy pocos hombres.

– Exacto. Lo más difícil cuando uno gobierna es encontrar a esos pocos, ¿entiendes? Uno tiende a otorgar su confianza a las personas que le resultan agradables. Ésa es la peor de las faltas. Hay que ir más allá. En eso estribaba la fuerza de Augusto. Él me detestaba, ¿sabes? Me reprochaba que no amase el poder. Para él eso era algo muy grave. Pues bien, cuando estuvo seguro de que yo era el único capaz de relevarlo, olvidó que me detestaba. ¿Qué piensas tú de Augusto, Cayo? Y por favor, no me vengas con la comedia de la admiración. Sé bien que no lo admiras. ¡No me respondas lo que crees que quiero oír! Quítate de vez en cuando la máscara de histrión griego, ten la bondad.

Una vez más, su voz adquirió un tinte amedrentador.

– Yo pienso, César, que le asustaba la idea de ser un gran hombre.

– No está mal pensado, no, hijo. Ya decía yo que no eres tonto ni mucho menos. Sí, el destino de Augusto le venía demasiado grande. Eso le producía miedo. Por otra parte, en la guerra, era un cobarde y, si se veía obligado a asistir a una batalla, se dormía para no ver nada. Y sin embargo, lo comprendía todo, lo organizaba todo. Estaba hecho para gobernar a los hombres. ¡Ah, Cayo, ojalá hubieras estado presente cuando recibía a un cónsul, un embajador o un simple cuestor! ¡Qué actitud tan solícita! ¡Qué preguntas más atentas! El interlocutor se iba con alas en los pies, como Mercurio. Manipulaba a los hombres a su antojo, convenciéndolos de que obraban por voluntad propia y no incitados por él. Aunque a mí no me engañaba. No le quedaba otro remedio que forzarme, y lo hizo, sin compasión. Por eso me aborreció tanto, porque conmigo tenía que despojarse de su máscara de plácido amo benefactor. Era como tú, Cayo, ¡siempre detrás de una máscara! -Una vez más, hizo una pausa para beber-. El día de su muerte, le confesó a mi madre que lamentaba dejar Roma a merced de tan ávidas mandíbulas. ¡Ella corrió a contármelo, de lo contenta que estaba! ¡Mis ávidas mandíbulas! Yo que no le había pedido nada a Augusto. ¡Me obligó a separarme de la mujer que amaba para casarme con su hija, esa loca, esa degenerada! ¡Y mi madre se lo permitió! ¡Mis ávidas mandíbulas! Y no le faltaba razón. Mis mandíbulas lo han triturado todo. ¡Ay, Cayo, el poder supremo, qué horror! Todo el mal oculto resurge tarde o temprano. Siembra la locura, Cayo. ¡Uno acaba matando a los que ama!

Dio un largo bostezo, como si la perorata lo hubiera agotado, y luego cambió de tono.

– Ya te he dicho varias veces que es hora de que vuelvas a casarte. ¿Estás decidido, sí o no?

– Me casaré con quien elijas.

– Haces bien en fiarte de mí. Fue un gran acierto de mi parte elegir a Casio Longino para Drusila. Me informan de que viven muy satisfechos el uno del otro allá en Rodas. ¡Como unos tortolitos! Ella está muy contenta, porque él es un hombre bien parecido, de los que gustan a las mujeres. ¡Seguro que no se aburre en su compañía! Deberías agradecerme que le haya encontrado un esposo así.

A Cayo lo inundó de repente un odio tan intenso que se sintió ^ borde del desfallecimiento. ¡No, aquel viejo cruel no había cambado! Su sinceridad, sus confidencias, el afán de revelar sus secretos y exhibir su dolor no eran más que estratagemas.

– ¡Te doy las gracias, César! -exclamó, disimulando sus pensamientos con la habitual máscara de la sumisión.

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