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– Desde mi regreso de Capri, estaba deseoso de volver a verte -dijo Claudio después de abrazar a su fragante prima.

– Me siento muy honrada de que mi ilustre primo no me haya olvidado -respondió ella, halagada, con un ademán zalamero.

– ¿Cómo olvidar a una mujer tan bella? Los años no pasan para ti.

La dama exhaló un suspiro de incredulidad. Después se pusieron a charlar, evocando en especial a Claudia Pulcra, la hermana mayor de Barbato, muerta unos años antes, que había sido la única romana a quien se había aplicado de modo oficial el sobrenombre de «Bella».

– Su hermosura no traía suerte a sus maridos -señaló Lépida-. El primero, Varo, perdió la vida en el desastre de las tres legiones de Germania. El segundo murió loco.

– ¡Ah, Varo! Nunca olvidaré a Augusto, dándose cabezazos contra las paredes mientras gemía: «¡Varo, devuélveme mis legiones!» Con la seguridad de mis veinte años, yo le dije que podía reunir otras. ¡Él me contestó que hacía bien en estudiar la gramática!

A Propósito, ¿tu hija es una buena alumna?

– Pues no es muy aplicada, por desgracia. Ve a buscar a Mesalina- ordenó a un esclavo.

La jovencita que entró en la habitación era preciosa. Aunque no debía de contar más de trece o catorce años, poseía ya las curvas, la boca carnosa y la mirada resuelta de una mujer. Era rubia natural cosa que en Roma se consideraba un preciado don de Venus, y posaba sobre el mundo unos grandes ojos candidos de color azul cielo. Claudio quedó fascinado desde el instante en que la vio. -Bue… buenos días.

La muchacha sacudió los dorados rizos de su cabellera.

– ¡Buenos días, tío Claudio! Me acuerdo muy bien de ti. Tú me enseñaste a jugar a los latrunculi de pequeña.

– Como dice Demócrito -citó él en griego, poniendo en práctica la estratagema sugerida por Calígula-: «Los pequeños servicios prestados en el momento oportuno son los mayores para quienes los reciben.»

– ¡Habla en latín, que no he entendido nada! -replicó la chiquilla con un mohín.

– ¡Oh, muy mal, Mesalina! -exclamó Claudio-. Una muchacha de tu categoría debe hablar griego sin excusa.

– Se lo he dicho mil veces -explicó, ruborizada, Lépida-, pero ella sólo hace lo que se le antoja.

– Tú eres inteligente -aseguró él, dirigiéndose a la niña-. Aprendiste sin esfuerzo las reglas de los latrunculi, que son mucho más complicadas, así que aprenderás con igual facilidad la lengua de Homero.

– Mi hija es más testaruda que una mula. No paro de repetirle que debe aplicarse con el griego.

– ¡No quiero más esclavos pedagogos, son unos imbéciles!

– Y si yo te diera las clases, ¿querrías?

– ¡Ah, sería magnífico! -se apresuró a responder Lépida-. ¡Pero tú tienes tantas cosas que hacer…!

– Y bien, Mesalina, ¿qué opinas tú?

– Contigo creo que sí me gustaría aprender el griego, a condición de que seas muy amable. -Le dedicó una sonrisa que le produjo, fulminante como un relámpago, la deliciosa impresión de haber recuperado la juventud.

– Bueno, seré tu profesor si tu madre da su consentimiento.

– ¿De verdad te tomarías la molestia…?

– Esta niña tiene razón: los esclavos pedagogos no valen cosa hoy en día. Estoy seguro, Mesalina, de que no sabes nada de los etruscos, por poner sólo un ejemplo.

– Soy una ignorante.

– Ésa es una enfermedad que se cura con el estudio. Comenzaremos en cuanto tu madre lo permita.

– ¡No me atrevo a aceptar tu oferta, primo!

– Acepta. Para mí será un placer. Me gusta enseñar.

– ¡Qué generosidad! ¿Cómo puedo agradecértelo?

– No me lo agradezcas. ¿Cuándo empezamos?

– Cuando quieras.

– ¡Entonces, hasta mañana, joven colegiala!

Mesalina se acercó y, mientras le plantaba un beso en la frente, Claudio sintió sus duros y pequeños senos tras la tela de la túnica. Despedía un delicado olor a mejorana. El se marchó colmado de bendiciones y alabanzas. La misión que le había encomendado Calígula se anunciaba agradable.

Cuando se presentó para la primera clase, Domicio Ahenobarbo se paseaba por el atrio. Desde que la muchacha había alcanzado la nubilidad, el brutal senador se la comía con los ojos, pero Lépida montaba atenta guardia cerca de ella.

– ¿Así que ahora oficias de pedagogo? Vas a enseñarle griego a Mesalina, ¿verdad?

Desde que se había enterado de ello, estaba iracundo.

– Sí, voy a enseñarle griego.

– Veamos, ¿eres también un buen maestro de danza?

Tomándole el brazo, lo hizo girar sobre sí como un trompo.

– ¡Déjalo, Domicio! -ordenó una vocecilla desde el umbral-. Tú eres más fuerte que él, pero el hipopótamo es fuerte y no inteligente. Mi tío Claudio es un gran sabio. ¡Incluso sabe etrusco!

La noche anterior, su madre la había puesto al corriente de la buena situación económica del contrahecho de la familia imperial, con lo que éste había ascendido vertiginosamente en la estima de la joven.

– Gracias, Mesalina, eres tan buena como hermosa – la elogió Claudio cuando Ahenobarbo abandonó la habitación gruñendo que en aquella casa nadie comprendía las bromas.

Ella le correspondió con una sonrisa arrebatadora. ¡Por Hércules, qué guapa era! Se instalaron en la sala de estudios. La muchacha no sabía una palabra de griego.

– Te queda mucho que aprender, bonita. Vamos a tener mucho trabajo los dos.

– ¡Mejor, tío Claudio! -Fijó en él sus bellos ojos agrandados por la admiración.

Con el rostro sonrojado, él le enseñó los rudimentos. Ella lo escuchaba, atenta, con un punta de la rosada lengua dedicada a explorar el borde de los labios, las piernas desnudas de diosa descubiertas por su corta túnica. Sin quererlo, Claudio le posó la mano en la rodilla, en medio de una frase, y la retiró acto seguido, como si se hubiera quemado.

Cuando regresó a su casa, se abalanzó sobre una esclava, pero se desprendió de sus brazos sin haberse liberado de la imagen de la muchacha. En toda la vida, ninguna mujer había despertado en él una pasión tan irrefrenable como aquella niña apenas púber.

Esa noche soñó que Mesalina ofrecía sus muñecas a Juno y él le recitaba los versos de Catulo: «¡Ven a mí, pequeña esposa, mira cómo las antorchas agitan su cabellera de oro!» Se despertó en el momento en que se disponía a desflorarla sobre un lecho púrpura.

23 Roma, mayo del año 37

Gemelo apartó el tablero de sesenta y cuatro casillas.

– Juegas sólo para complacerme, tío.

– A decir verdad, en este momento, no tengo la cabeza para nada. Dejemos el juego y hablemos un poco los dos. ¿Cómo te va con Antonia?

– Está siempre encerrada en su habitación, delante del altar de los dioses lares. ¡Se la ve tan triste!

– Antonia te quiere mucho, pero hay que reconocer que no es siempre una persona amable. Yo, que soy su hijo, sé algo de eso. ¿Has hecho amigos en Roma?

– No. En Capri, hasta la gente que casi no conocía de nada venía a verme, me invitaban, me hacían regalos. Ahora, nadie.

A Claudio lo invadió una oleada de compasión hacia aquel inocente que estaba tan lejos de sospechar la causa de su soledad. Un emperador desconfiado no dejaría de temer que sus oponentes se aglutinasen en torno a él. Cabía considerarlo un rival peligroso en potencia, y todo el mundo sabía lo que ocurría en tal caso. Gemelo no tenía la suerte de ser tartamudo y cojo.

– Sabes lo que se decidió con respecto a la herencia de Tiberio, ¿no?

– Sí.

– ¿ Quién te lo contó?

– La abuela Antonia. No estaba contenta porque le dije que Cayo necesitaba ese dinero más que yo.

– Deberías evitar hablarle de Cayo.

– ¿Por qué?

– Evita hablar de él. Será mejor así.

– En Capri era mi mejor amigo. Ahora que es emperador, ¿crees que me ha olvidado? A veces me entran ganas de ir a preguntárselo.

Claudio se hizo secar meticulosamente la boca, con objeto de ganar tiempo para reflexionar.

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