Para desplazarse al Palatino, mandó que descorrieran las cortinas de la litera y no dejó de corresponder con gestos de su mano cargada de anillos a la multitud que lo vitoreaba a su paso. Se oían muchos gritos de «¡Viva nuestro niño!» salidos de las gargantas bien regadas de los veteranos entregados a la celebración.
En la cima de la colina, la modesta casa que Augusto había comprado, sesenta y dos años antes, al orador Hortensio se había convertido en un magnífico conjunto de palacios y jardines. Por orden de Calígula, el cortejo paró delante de las puertas recubiertas de oro y marfil y la hilera de cincuenta estatuas de las Danaides del templo de Apolo, para dirigir una breve plegaria al dios. Luego traspasó el umbral de la residencia imperial. En lo alto de la monumental entrada, había una corona cívica grabada en el mármol en recuerdo de la que el Senado había entregado a Octavio el día que le había conferido el nombre de Augusto.
El nuevo amo efectuó su solemne entrada en su nueva morada entre dos filas de cientos de sirvientes inclinados. Unos pasos por delante del grupo integrado por los colaborares y libertos, las tres hermanas lucían sus más hermosos atavíos. Al ver a Drusila, Cayo se detuvo en seco, como fulminado por un rayo. Ella parecía igual de conmocionada que él. Agripina trasladaba la mirada del uno al otro como si asistiera a un espectáculo. El silencio se eternizaba. Lesbia, sin quererlo, salvó la situación.
– ¡Qué bien te sienta la púrpura, Cayo! -exclamó con una vocecilla aniñada que arrancó una sonrisa a los asistentes.
Ya más serenado, las saludó con un beso. La cabeza le dio vueltas cuando rozó con los labios la mejilla perfumada de Drusila, pero logró disimular el vértigo fijando la vista en Claudio que, en toga de ceremonia, se balanceaba sobre sus piernas desiguales.
– Aquí trabajarás más a gusto en tu gramática etrusca que en Capri -le dijo, propinándole una palmada amistosa.
Luego respondió a las felicitaciones de los presentes con una palabra amable para cada uno. Pese a que Enia aparentemente quería Pasar inadvertida detrás de la imponente estatura de su esposo, Cayo se plantó ante ella.
Ordenaré erigir una estatua en honor de tu padre en su ciudad natal.
Aquella delicada manera de evocar su secreto le hizo aflorar las lágrimas a los ojos.
– ¡Vamos! ¡No hagamos esperar a tus hombres! -apremió él a Macrón.
Desde su creación, las cohortes pretorianas se hallaban apostadas fuera del pomoerium, el recinto sagrado trazado por Rómulo, cuyo acceso estaba prohibido para quien fuese armado.
En el centro del campamento habían levantado un estrado. La aparición del emperador fue acogida con una calurosa ovación. Se reclutaba a los pretorianos entre los veteranos de las legiones, y muchos de ellos habían servido a las órdenes de Germánico. Calígula rememoró con detenimiento ante ellos las campañas de su padre y su propia infancia, que pasó rodeado de legionarios. Afirmó estar orgulloso de su sobrenombre de «Pequeña Bota» y hasta llegó a lamentar que la tradición le prohibiera asumirlo como nombre de emperador. Había doblado la suma que Tiberio les había donado a los soldados en las mismas circunstancias; cuando anunció el monto, un atronador «¡Viva Cayo César!» se elevó al cielo, espantando a una bandada de cornejas que alzaron el vuelo.
Correspondía al jefe de las cohortes expresar la gratitud de sus hombres. Macrón largó un discurso plagado de consejos que Calígula escuchó con irritación, manteniendo los ojos entornados. De no ser por Enia, que por lo visto tenía a aquel tedioso marido en cierta estima, de buena gana habría quitado de en medio a ese aficionado a asesor.
Esa misma noche, convocó a Veranio para dictarle dos edictos, en virtud de los cuales se autorizaba el regreso de todos los actores exiliados por Tiberio y se devolvía la libertad a los condenados políticos.
– ¿Todos? Son muy numerosos.
– Todos.
Había decidido que no habría límites para su bondad.
18 Roma, 3 de abril del año 37
Pese a la espesa capa de nieve que los esclavos renovaban sin cesar, el cadáver apestaba. Se había levantado un viento desapacible que anunciaba tormenta. La madera de la enorme pira no prendía bien, y el maestro de ceremonias corría de un lado a otro para avivar el celo de los esclavos.
El pueblo romano desdeñaba los funerales. En la primera fila del escaso público, rodeado por soldados con las armas invertidas en señal de duelo, la familia imperial, vestida de colores oscuros, aguardaba a que prendiesen las llamas. Tras ella, los esclavos que el difunto había manumitido por testamento, se reconocían por sus gorros frigios, símbolos de la libertad.
Con la cabeza cubierta por el velo blanco de los huérfanos, Calígula pronunció la oración fúnebre. De vez en cuando se interrumpía, ahogado por un acceso de llanto. El Tiberio a quien tanto elogiaba parecía haber muerto bajo el reinado de Augusto. Gran general de múltiples triunfos, hombre de Estado sagaz, pater familias protector de los suyos, no presentaba el menor rasgo en común con el cruel anciano de Capri. Al escuchar a su alumno, Agripa constato satisfecho que no había perdido el tiempo cuando en otro tiempo le enseñó la retórica. Cayo encadenaba los periodos a la perfección y, después de un exordio elegante, intercaló las citas griegas en los momentos apropiados. El protocolo había situado al príncipe, junto con los diplomáticos extranjeros, a la derecha de la familia, lo que le permitía observarla con toda comodidad…
Claudio había buscado en el vino el valor para afrontar la prueba. Su ancho rostro inclinado, más enrojecido que de costumbre, reflejaba una pena sincera. Había por lo menos un hombre, pensó el príncipe, que echaba de menos al difunto. Lesbia bostezaba, incapaz de mantenerse quieta. Agripina, con aire incómodo, la reprendía de vez en cuando. Drusila escuchaba y miraba a su hermano con atención, como si quisiera reconocer bajo la púrpura al adolescente del que la habían separado. ¿Se reanudaría su relación, o por el contrario ésta quedaría relegada al pasado como el extravío sin futuro de dos niños?
Agripa reanudó el escrutinio. Antonia, erguida pese a su avanzada edad, no realizaba el menor movimiento. De improviso, él advirtió que Enia, separada de su marido, se hallaba entre las mujeres de la familia. En una ceremonia organizada con tanta minuciosidad, aquello no podía obedecer más que a una orden expresa del emperador. La joven, al parecer incómoda ante semejante privilegio, mantenía la cabeza gacha, como si no quisiera que la reconocieran. ¿A qué jugaba ella? ¿Buscaba, como los otros, dinero y poder?
Enia no sospechaba en absoluto que el príncipe estaba sometiéndola a examen. Había aceptado con pesar la invitación del maestro de ceremonias. Preocupada por no llamar la atención, había decidido no levantar la cabeza, pero el hermoso discurso de Cayo la había conmovido tanto que no fue capaz de reprimir el impulso de compartir su emoción. Al alzar la vista, reparó en la mirada de Antonia. La anciana dama contemplaba al emperador, que bajaba del estrado. Estupefacta, Enia advirtió odio en sus ojos.
Un rumor confuso llegaba de los márgenes del río. La guardia repartía golpes entre los agitadores, cuyos gritos, traídos por las ráfagas de viento, se oían con claridad: «¡Tiberio al Tíber!» De repente, estalló una tormenta y el aguacero dispersó a la reducida multitud. Pese a los esfuerzos de los empapados esclavos, las últimas llamas vacilaban, moribundas; el fuego no duraría lo suficiente para apagarlo con vino, como dictaba el ritual. El maestro de ceremonias efectuó una señal: concluirían la cremación en otra parte. Acto seguido, cargaron sobre una litera una informe masa renegrida en la que se adivinaba el blanco de los huesos y las brillantes entraña desparramadas.