– Compadezco de todo corazón a tu hermana. Conozco a vuestra familia y sé que es respetable.
– Tú tienes el alma generosa. Tu hermano la ha deshonrado. Ha tratado a Cornelia delante de testigos de…
Ella advirtió que Getúlico apretaba los puños conteniendo un acceso de odio e impotencia.
– Olvida la palabra que ha utilizado como sin duda la ha olvidado ya él mismo.
– ¿Olvidar eso?
– A veces ocurre que no controla sus palabras.
– ¡Estáis hablando del emperador! -susurró Lépido, nervioso por el derrotero que tomaba la conversación-. Os puede oír un criado.
– ¡Que me oiga! ¡Nadie me impedirá decirle la verdad a mi hermano, le guste o no!
Aparte de a su tímido concubino, desafiaba al mundo entero con su pequeño mentón cuadrado.
– ¡Ah, eres digna hija de Germánico! Mi padre, que estuvo a sus órdenes, me contaba que nunca disimulaba lo que pensaba.
– Sí, y yo amo el ejército. Mi hermano lo detesta.
– ¿Cómo es posible? Si se crió en los campamentos y fuimos nosotros quienes le pusimos el sobrenombre de Pequeña Bota. No es normal.
– Ha estado muy enfermo. Hubo un tiempo en que poseía una mente lúcida. Sufrió tanto en Capri que, a veces, produce la impresión de estar…
– ¡Éste no es un tema apropiado de conversación! -atajó Lépido, mirando en derredor atemorizado.
Lesbia decidió que su hermana estaba acaparando al guapo oficial.
– Es cierto. Mejor habíanos de las mujeres de Germania. ¿Es verdad que algunas de ellas son muy hermosas?
Getúlico emitió una exclamación de protesta y, con los ojos fijos en ella, comparó el gracioso encanto de las morenas romanas con los insípidos tonos rubios de las hijas del Rin. Ella, curiosa, solicitó precisiones sobre sus célebres cabelleras, que él intentó darle, excusándose por su ignorancia. Lesbia remató la conquista cuando le aseguró, con lágrimas en los ojos, que comprendía a la pobre Cor nelia y la compadecía con toda el alma. No recobró la sonrisa hasta que él le pidió en susurros una cita.
Unos días más tarde, un banquete imperial los reunió de nuevo.
A lo largo de las paredes de la amplia sala se erguían estatuas de dioses que llevaban sin excepción una máscara de cera con la efigie del emperador. El comandante de las legiones del Rin quedó atónito ante semejante sacrilegio. Calígula llegó en compañía de Helicón precedido de dos flautistas femeninas. Su cuerpo, desnudo bajo un velo transparente, estaba recubierto de relucientes lentejuelas.
– ¿A qué juega el César? -preguntó el oficial, incapaz de reprimirse.
– No le conocía esta indumentaria -le contestó Agripina-. Normalmente se disfraza de Zeus, Neptuno o Mercurio.
Los platos estaban deliciosos y los comensales hacían los honores. De improviso, el emperador elevó la voz y el silencio invadió la sala.
– Amigos míos, me he enterado de que el rey de Nemea vive con el terror de que lo maten por orden mía. He decidido demostrarle mi clemencia. -Dosificó el efecto de sus palabras, antes de proseguir en tono sarcástico-. A fin de abreviar su agónica espera, le envío hoy mismo la orden de ejecución. ¡Y ahora, bebamos por mi bondad!
Estalló un clamor de risas y ovaciones.
– ¡Era amigo mío! -suspiró Agripina, como para sí, y observó que el hermoso rostro viril de Getúlico se endurecía.
– ¿En qué piensas, que estás tan serio? -le preguntó Lesbia-. ¿En tus legiones?
Él le devolvió la sonrisa, antes de citarle la célebre frase de Horacio.
– «Pienso en aprovechar el día.»
– En aprovechar la noche, mejor dicho -lo corrigió ella con picardía.
La víspera de su regreso a Germania, Getúlico efectuó una visita de despedida a Agripina. Ésta advirtió que dudaba si abordar la cuestión de la que a todas luces quería hablarle.
– Me pregunto si Roma… ¿No crees tú que…?
– No pienso en otra cosa. Roma se encamina al desastre. Ella está por encima de todo.
– Eres digna hija de Germánico, no hay duda.
Consciente de que con los militares más vale no andarse por las ramas, ella lo obligó a tomar una decisión en el acto.
– Como ya habrás notado, mi hermano está muy enfermo. Por el interés de Roma, no conviene que continúe ejerciendo el poder. Mientras mi hijo Nerón no alcance la edad para reinar, el Imperio debe pasar a manos de mi tío Claudio. Pese a la deformidad de su cuerpo, tiene una mente ágil. Consigue que lo aclamen tus legiones y yo me ocupo de Roma. Cuando todo haya acabado, me encargaré de que el Senado reconozca la inocencia de tu hermana. Conviene que Lesbia no sepa nada, porque a veces habla sin medir las consecuencias. ¿Cuento contigo?
– Sí, te lo juro. Pero va a ser preciso…
– Lo sé. Amo a mi hermano, pero antepongo a ello la salud de Roma.
Antes de regresar a su destino, Getúlico sólo habló de su plan con Emilio Lépido, el viejo amigo en quien depositaba toda su confianza.
53 Roma (Galia)-Germaniay octubre-diciembre del año 39
Temeroso de haber comprendido mal, Veranio quiso escuchar de nuevo la orden.
– ¿Que todo el mundo parte hacia Galia dentro de tres días?
– Sí, y no me digas que es imposible.
– Nada es imposible para los dioses.
El efeméride del emperador sabía cómo conservar su confianza. De todas formas era bien consciente de la ingente cantidad de problemas por resolver, como la elección de las etapas, la comida y el alojamiento de los hombres o el forraje para los caballos. Se trataba de una tarea sobrehumana. Aquella precipitación del todo injustificada iba a salirle muy cara al tesoro público, que ya se hallaba casi vacío.
– ¿Has calculado una duración concreta para este viaje?
– Ya veremos eso más tarde. Las legiones de Italia deberán reunirse conmigo en Lyon.
– ¿Al completo?
– Sí.
– ¿En más de dieciséis cohortes?
– Por supuesto.
– A tus órdenes.
¿Qué pretendía hacer con tamaño ejército? Aquello era mucho más de lo que se necesitaba para garantizar su protección, y la Galia se encontraba en un periodo de paz total.
– Puedes retirarte. Dile a Calisto que vaya a buscar a Claudio.
El emperador se abstrajo en la contemplación de la mesa de Cicerón.
Unas tosecillas y resoplidos lo movieron a levantar la vista. Ves tido con una toga irreprochable pero pasada de moda, puesto que hacía ya tiempo que no se cortaba la tela en semicírculo, Claudio se alzaba ante él, tan asustado como si lo hubieran arrancado de un sueño profundo.
– Partimos hacia Galia dentro de tres días.
– Eso es lo que acaban de decirme. ¿Qué ocurre? De haberlo sabido antes, me habría preparado. Este viaje resulta inoportuno. No quiero separarme de Mesalina que, como sabes, va darme un hijo.
– Eso nunca ha impedido viajar a una mujer. Además, yo llevo a Cesonia, que está en la misma situación.
– ¿Y por qué a Galia?
– Quiero conocer Lyon. Tiberio invirtió fortunas en la construcción de edificios, y la ciudad erige un templo a Pantea. También quiero ver en persona los lugares donde combatió el divino Julio. «Llegué, vi y vencí…» ¡Qué estilo! A propósito, se me ocurre una idea. Vamos a representar el asedio de Alesia. Pero en versión mejorada. Tras la rendición, Vercingetórix será crucificado. No albergo la menor intención de llevarlo hasta Roma para el desfile triunfal. ¡Qué soberbia escena final!
Su tono de guasa despertó en Claudio la sospecha de que se burlaba de él, pero no estaba completamente seguro.
– Muy… muy bien -tartamudeó.
– Me encanta que te guste. Tenía la errónea impresión de que no te agradaba el teatro. Sin embargo, tu esposa destaca en escena.
– Siempre dices eso. Quisiera verla actuar alguna vez. Ella es incapaz de describirme ni siquiera una de las obras en que la incluyes.
– ¡Paciencia! Por otra parte, no estoy seguro de que esa clase de teatro sea de tu agrado. No se trata de tragedias. Es algo más ligero, más animado, que considerarías vulgar.