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Agripa se embarcaba en la aventura consciente del terrible riesgo que entrañaba, pero no tenía ya nada que perder. Salomé le prometió ayudarlo con sus oraciones.

62 Roma, diciembre del año 40

Querea encontró a Sabino ocupado en la lectura de un informe en la reducida habitación del oficial de guardia.

– ¡No querrás hacerme creer que eres cómplice de estas ignominias! -le espetó.

El jefe de la guardia germánica se levantó pausadamente y se acercó a su amigo.

– ¿Acaso te he causado esa impresión, Casio?

– No, pero no dices nada.

– Aquí han muerto demasiados hombres por haber hablado.

– Pues yo pienso hablar. ¡Es un loco, un asesino, un sacrílego y un proxeneta! En toda mi vida había conocido bestia más inmunda. Conduce a Roma al desastre atrayendo sobre ella la cólera de los dioses.

– ¿Y qué conclusión extraes de ello?

– ¡Es bien simple, por Hércules! Hay que matarlo.

Sabino rompió a reír.

– ¡ Ah, no se podrá negar que eres paciente, Casio! Nos has hecho esperar bastante.

– ¿Tú también piensas lo mismo?

– Desde luego, y no soy el único. Vendré a buscarte mañana, dos horas después de la llamada. Vístete de civil, con ropa sencilla, a fin de pasar inadvertido.

A la hora convenida, salieron del Palatino tomados del brazo, bromeando en voz alta, como unos soldados que van a divertirse a la ciudad. Un carruaje ligero los aguardaba en la esquina de un callejón. Circularon durante largo rato antes de detenerse en las afueras de la ciudad, allí donde el barrio del Esquilino lindaba con el campo. Una vez que se hubo alejado el vehículo, caminaron cerca de un cuarto de hora bajo la claridad de la luna. Pese a que el mes de diciembre tocaba a su fin, reinaba un ambiente tibio, otoñal. Sabino guardaba silencio y Casio no le hacía preguntas. Sabía que pronto obtendría las respuestas.

Llegaron a una casa de aspecto humilde. Había un pequeño grupo reunido en una habitación iluminada por tres lámparas dispuestas encima de una mesa baja. Querea se quedó estupefacto al reconocer a Calisto, que lo saludó con la cabeza.

– Éste es Casio Querea, de quien os he hablado -anunció Sabino-. Lo conozco desde hace veinte años y respondo de él como de mí mismo. Sigue al emperador como si fuera su sombra y transmite todos los días la contraseña.

Siguió la ronda de presentaciones. Aparte de Calisto, se encontraban presentes dos senadores, Valerio Asiático y Anio Viniciano. A un oriental de mirada vivaracha y barba corta lo designaron únicamente por el título de príncipe.

– Clemente no ha podido venir esta noche, pero está con nosotros -aseguró Sabino-. Podemos contar con la mitad de las cohortes pretorianas. El otro prefecto es un cobarde que apoyará al vencedor.

– Tras la muerte del tirano, restableceremos la República -declaró Asiático, con la aparente intención de pronunciar una arenga-, devolveremos al Senado y al pueblo de Roma los derechos que le han sido usurpados. Defenderemos los logros de Augusto. Roma no debe tener más princeps, sino recuperar las antiguas instituciones que Catón…

– Ya sabes, clarísimo -lo interrumpió con suave firmeza el oriental-, que yo no podré quedarme mucho tiempo entre vosotros. ¿Y si cediéramos la palabra a los militares? Me gustaría asistir al último acto.

63 Roma, 24 de enero del año 41

Como cada vez que había comido demasiado, Calígula maldijo a aquel cuerpo rebelde que, aunque albergaba a un dios, estaba sometido a las leyes de los hombres. Atormentado por la flatulencia, dejó escapar un largo y sonoro regüeldo. Como apostilla, Apeles citó en tono pomposo a Ulises, atemorizado frente a Poseidón:

¡Bien sé cuan enojado está contra mí el glorioso estremecedor de la Tierra!

La chanza no le alegró la expresión. En aquel tercer día de juegos palatinos, 24 del mes de enero, acababa de dar comienzo la pausa de mediodía. En la arena, los mozos arrastraban los cadáveres con la punta de unos largos ganchos y recubrían con tierra limpia los regueros de sangre. Una tropa de enanos hacía gansadas. De las gradas populares, donde todos se quedan en sus puestos por miedo a no recuperarlos, brotaban carcajadas. La masa color de barro de esos espectadores pobres ascendía hasta el remate del gigantesco edificio.

Calígula pensó con amargura que había soñado con reconstruir Roma con aquel légamo. Los dioses no necesitaban a los hombres. O se era dios o no se era nada.

– ¡Ah, si tuvieran una sola cabeza -murmuró-, podría cortársela de un tajo!

En el circo, la plebe había dejado de aclamarlo. No apreciaba que enriqueciera el espectáculo con innovaciones que únicamente él encontraba divertidas. Por ejemplo, obligaba a un espectador cuyo aspecto le disgustaba a bajar a la arena. Aunque provisto de un arma, el improvisado gladiador ponía pies en polvorosa delante de la fiera que de todos modos acababa despedazándolo. También organizaba combates entre animales trabados e inválidos o viejos.

– ¿Quieres ir a comer, César? -preguntó Calisto.

– No tengo hambre.

– Deberías caminar un poco para abrir el apetito. ¿No te apetece ir a echar una ojeada al ensayo de los niños actores de Asia? Dicen que son asombrosos.

– Tienes razón, el teatro me servirá para olvidarme de estos comedores de arena. Vayamos a ver a esos jóvenes prodigios.

El grupo se puso en marcha. Calígula avanzaba junto a Calisto, y seguido de Querea, Clemente, el prefecto del pretorio, y Sabino. Dos centuriones cerraban el cortejo. Al final de unas escalerillas, se adentraron por un oscuro corredor. El liberto detallaba en voz alta el programa del día siguiente. Mientras hablaba, lanzaba de vez en cuando miradas subrepticias tras de sí.

– En primer lugar, veremos una obra nueva interpretada por hijos de familias eminentes de las provincias de Asia. La han presentado en Grecia con gran éxito. Por la noche, presenciaremos un espectáculo evocador de los Infiernos, interpretado enteramente por actores negros, etíopes y egipcios.

De pronto, resonó un grito:

– ¡Que la plegaria sea escuchada!

El emperador quiso volverse para averiguar quién osaba pronunciar la fórmula sacrificial en un lugar como aquél. No le dio tiempo. Recibió entre los hombros un golpe de una violencia inaudita. Se desplomó de rodillas, medio muerto. Enseguida se produjo una escena de confusión. La estrechez del pasillo entorpecía los movimientos de los conjurados.

– ¡Apártate de ahí, cretino! -vociferó Sabino dirigiéndose al liberto, que le impedía avanzar hasta el emperador.

Querea, con un revés de espada, le alcanzó el hombro derecho. Calígula se deslizó hasta el suelo y como un gladiador vencido, oyó gritar: «Habet!» Él era dios, no podía morir.

– ¡Estoy vivo! -protestó, con la boca llena de sangre.

Como perros frente a su presa, todos se ensañaron con él. De pronto, Cayo vio sonreír a Drusila. Después se reunió con ella en las estrellas.

– ¡A vuestros puestos! -ordenó Sabino.

Antes de obedecer, uno de los centuriones se demoró para escupir sobre el cadáver.

– ¡Cuídate, Pequeña Bota!

Aquél era el saludo que, veinte años antes, dedicaban los veteranos de Germania al niño adorado de las legiones.

Fuera, los porteadores de la litera imperial acudían corriendo, armados de palos. Al avistar las espadas, huyeron a toda velocidad.

Junto con una veintena de cómplices, los cabecillas de la conspiración aguardaban noticias en los locales de la guardia germánica. Los brutos rubios no conocían más que a su jefe, e irían al encuentro de la muerte si Sabino así se lo ordenaba. Algunos hombres parecían absortos en la meditación o la oración. Otros escuchaban a Agripa, que daba el ejemplo a los demás con su serenidad. A quienes se extrañaban de verlo entre ellos, el rey de Israel les explicaba que la desquiciada política aplicada por Calígula en Oriente lo había obligado, muy a su pesar, a oponerse a su antiguo alumno.

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