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29 Roma, octubre del año 37

La litera se detuvo delante de las caballerizas de los Verdes. Contrariamente a la costumbre, nadie aguardaba al emperador. Tras ordenar a los porteadores que se mantuvieran a distancia, éste se dirigió a Mesalina.

– He prometido a tu marido que te castigaría, pero no le he dicho cómo. Aquí, en el lugar del delito, he previsto tu castigo.

Su actitud irónica no resultaba en absoluto amenazadora. ¿Qué estaría tramando?

Las suntuosas caballerizas estaban desiertas. Cuando entraron en un establo de paredes revestidas de mármol multicolor, Calígula acarició a un magnífico caballo blanco.

– ¡Buenos días, Incitatus! Un poco de paciencia, todo está dispuesto.

Mesalina miró en torno a sí y advirtió con sorpresa que en el lugar que antes ocupaba el pesebre ahora se alzaba un escenario cuyo suelo estaba formado por gavillas de paja atadas con cordeles de seda. Junto al caballo habían instalado un gran sillón dorado. Unos pasos más allá, un anciano sentado en un taburete afinaba un laúd.

– Está ciego. El espectáculo no es para él.

– ¿Qué espectáculo?

– Mi nueva obra. ¿Qué te parece el teatro?

– Muy bonito. Ese escenario de paja, ¿es para que admire tu caballo?

– No. Es para que él te admire a ti.

Mesalina estaba cada vez más sorprendida. Él tomó asiento en el sillón y dio una palmada.

– Estoy seguro de que mi obra te va a gustar mucho. Acto seguido aparecieron tres atletas vestidos con casacas de cuero amarillo. Mesalina reconoció al más alto, un rubio de tez bronceada que en el circo la había hecho soñar a menudo cuando erguido en su carro, fustigaba el tiro de caballos.

– Ésta es la gran amiga de los Verdes de quien os he hablado. Los tres hombres la devoraron con la mirada, como unos niños ante el escaparate de un pastelero. A ella la invadió una deliciosa turbación.

– ¿Estáis preparados?

– Sí, César.

– Desde tu boda, Claudio no ha parado de elogiar tu talento. Él es un gran gramático y un excelente gastrónomo, pero en cuestión de teatro, no me fío mucho de él y prefiero juzgar por mí mismo. Por ello he decidido dejar que actúes en mi obra. Aunque sólo puedo ofrecerte un papel mudo, es muy importante y creo que ideal para realzar tus cualidades.

– ¿Un papel? ¡Pero si no sé actuar!

– En mi opinión, vas a hacerlo de manera impecable. Además, Incitatus y yo somos los únicos espectadores. Pero no perdamos más tiempo. ¡Vamos, poneos todos vuestro traje de escena!

Con un mismo gesto, los tres jóvenes se quitaron las túnicas, dejando al descubierto su impresionante virilidad.

– Eh, Mesalina, ¿a qué esperas? Esta obra mía no se representa con vestido.

De repente ella comprendió y el corazón comenzó a latirle a toda prisa. A fin de valorar su talento para el amor, el emperador ponía a su disposición a aquellos magníficos varones cuya excitación se tornaba más visible a cada instante. Precipitadamente, se deslizó la estola por encima de la cabeza.

– ¿Son de tu agrado tus compañeros?

– ¡Oh sí, César!

– Por mi parte, yo recitaré versos del gran Virgilio y del grandioso Ovidio. Músico, empieza con un ritmo muy lento.

Los atletas estaban ya en escena, poniendo en acción sus músculos como en el gimnasio. Las primeras notas del instrumento resonaron mientras Mesalina subía los peldaños de la pequeña escalera de madera.

– Primer cuadro -anunció el emperador-. Al borde de un arroyo, la ninfa Galatea toca tres flautas que acaba de regalarle Afrodita. -Asumiendo la postura del recitador, con el brazo derecho tendido, elevó la voz:

¡Sirvamos, oh flauta, de preludio a estos cantos!

Estos cantos poseen un mágico poder.

Pueden hacer descender del cielo la Luna.

El gran auriga rubio se había colocado en el centro de la escena, de perfil para que el emperador no se perdiera detalle alguno del espectáculo. Mesalina se arrodilló y, como el escultor que reflexiona delante de su bloque de mármol, contempló por un instante la lancea medio erguida. Con unos golpecitos, le separó un poco más las piernas, después sopesó los hinchados testículos y a continuación comenzó a frotarle el miembro con tal habilidad que en un instante éste adquirió gigantescas proporciones. Satisfecha, se humedeció con una punta de la lengua los carnosos labios antes de abrir bien la boca para acoger el glande. Siguiendo la lenta cadencia del laúd, aspiraba y regurgitaba, mientras con la palma de las dos manos alisaba con suavidad, desde el pliegue de las rodillas, las soberbias columnas de los muslos y las duras y musculosas

– ¡Excelente principio! -exclamó el emperador. Mesalina prosiguió la paciente succión. El alto auriga resoplaba como un fuelle de forja. Bruscamente, ella se apartó y, con los dos dedos, como se sujeta una flor, hizo brotar el primer fogoso chorro de semen. Luego se volvió hacia Calígula y, sonriente, lo saludó a la manera de los histriones.

– ¡Magnífico! ¡Venus no lo habría hecho mejor!

Rodeando con el brazo el cuello de su caballo, declamó unos versos de Ovidio:

La mano no será ni blanda ni torpe,

los dedos saben muy bien qué hacer en esos lugares donde

el amor hunde, en secreto, sus aguijones.

Así hacía Andrómaca al valeroso Héctor.

Así hacía su cautiva al gran Aquiles.

Aplicándose en variar el juego, Mesalina lamió la segunda flauta en toda su extensión, la mordisqueó, la hizo rodar entre las manos como la masa de un pastel y después la aprisionó entre sus senos y se meció adelante y atrás hasta que se hubo apaciguado su último espasmo.

Calígula se inclinó hacia su confidente de cuatro patas.

– Es digna de actuar en tu casa.

Cuando se acercó el tercer atleta, precedido por la torre que había erigido en la base de su vientre la contemplación de la buena fortuna de sus compañeros, la ninfa Galatea evaluó de un vistazo su estado y se contentó con manipular la flauta con sus dedos de virtuosa. No necesitó nada más.

– Mi segundo cuadro -retomó la palabra el emperador-, cuya idea debo a mi amigo Incitatus, tiene como marco su Iliria natal. En él aparece una pastora que, cansada de cuidar el rebaño, visita a los labradores de un campo vecino.

Mesalina se vio agarrada, levantada y vuelta boca abajo con un movimiento rápido que la hizo barrer la paja con sus rubios cabellos y luego sintió que unas manos duras la asían por las rodillas y se las separaban, obligándola a arquear el tronco y a levantar las nalgas. Dos de los atletas la sostenían a la altura de los hombros. El enorme venablo la penetró de improviso con tanta rudeza que ella lanzó un grito desgarrador. Calígula se echó a reír y después citó a Virgilio:

Tú, muchacha, apacienta tus cabras, ¡pero a meterte

no vayas en el camino del macho cabrío de presta cornamenta!

Mesalina tanteó por un momento en el vacío, y los dos compañeros le guiaron las manos hacia lo que buscaban. Bajo el efecto de la embestida regular e inexorable del labrador, por su garganta ascendió un largo y feliz lamento que se sumó al tañido del laúd. El recitador atacó un fragmento célebre:

¡Ay, si los labradores tuvieran idea de su felicidad!

De un despreocupado reposo gozan,

de una vida tranquila de variados placeres.

El labrador hiende la tierra con su arado cimbreado.

Al concluir la tirada virgiliana, se desprendió de su hábito blanco de sacerdote de Isis, quedándose sólo con la fina túnica interior. Luego, al percibir una prisa excesiva en los actores, les recordó el consejo de Ovidio:

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