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– De Yeshua, que murió en la cruz por ti.

– No digas tonterías. Te acusan de blasfemo. ¿Acaso ignoras que ese crimen te expone a la lapidación?

– No lo ignoro.

– Que pase el testigo.

Un hombre fornido, vestido con una túnica ceñida con un cinturón de cuero, se plantó ante el tribunal con la rigidez de los militares veteranos.

– Haz tu declaración.

– Oí al acusado proferir varias veces blasfemias contra el lugar sagrado y contra la Ley. Aseguró que Yeshua el Nazareno echaría abajo el templo y lo reconstruiría en tres días.

Un rumor escandalizado recorrió la hilera de jueces.

– ¿Eso dijiste, Elias?

El efebo extendió el brazo como el orador presto a pronunciar una arenga.

– Hombres de cabeza dura, incircuncisos de corazón y de oídos, ¿por qué rechazáis la verdad que Yeshua el Bendito nos ha traído? Sois iguales que vuestros antepasados. ¿A qué profeta no persiguieron? Mataron a quienes anunciaban la llegada del Justo, y vosotros, vosotros lo condenasteis a muerte, ¡vosotros que recibisteis la Ley y no la habéis respetado! -Levantó la mirada hacia el elevado techo de piedra gris-. Veo el cielo abierto y a Yeshua el Salvador, el Hijo del Hombre, sentado a la diestra del Padre. ¡Cerca de él, veo a Esteban, a quien vosotros condenasteis a morir y con quien me reuniré en la gloria del Bendito!

Los sacerdotes se taparon los oídos. A una señal del sumo sacerdote, cuatro guardias rodearon al blasfemo y se lo llevaron.

– ¿Has oído? -susurró Anas a Agripa-. Ha repetido las palabras del otro loco a fin de morir como él. ¡Un muchacho tan apuesto! ¡Qué tristeza! ¿Deseas asistir a la lapidación?

– No, gracias. Ya sé bastante, y ese espectáculo no me enseñará nada más. Vuelvo a mi casa. Creo, en efecto, que conviene vigilar de cerca esta secta.

Cuando llegó, Agripa le refirió la entrevista a Salomé.

– ¿Qué te había dicho? Poseen un poder sobrenatural. A Miriam no la asusta más el sumo sacerdote que un ratón. Esa gente conoce fórmulas mágicas muy eficaces. Para evitar las pesadillas, Miriam me ha enseñado una que funciona muy bien.

– ¿Cómo es?

– Prométeme que no te vas a reír.

– Te lo prometo.

– Hay que repetir tres veces: «Yeshua, Bendito, Hijo del Dios vivo, tú que has muerto por nosotros y resucitado al tercer día, ¡ten piedad de mí!»

– ¿Hijo del Dios vivo, el hijo de un carpintero? ¡Están locos de atar!

– Ya sé que es ridículo, pero así duermo mejor. ¿Cómo te explicas eso?

Agripa se encogió de hombros. La respuesta era evidente: la credulidad femenina no tiene límites.

35 Baias, febrero del año 38

El viento encrespaba el mar formando miles de crestas blancas. Una multitud de hombres se afanaba empujando y alineando lado a lado las planas embarcaciones, que luego ataban entre sí con cuerdas. Bajo la vigilancia de los centuriones, los manípulos de soldados y grupos de campesinos despavoridos acarreaban unas pesadas vigas destinadas a afianzar el puente de barcas. Cuando ya no hacían pie, los trabajadores debían mantenerse en equilibrio encima de odres inflados o de balsas. Continuamente, alguno caía al agua, y mientras sus camaradas intentaban rescatarlo, sus gesticulaciones, vistas de lejos, le conferían el aspecto de un insecto pugnando por no ahogarse.

En la orilla opuesta del vasto golfo, Calígula señaló con el dedo Un pequeño edificio blanco engastado en el verdor vegetal.

– A caballo, llegaré al templo en menos de media hora. De otro modo, habría que efectuar un gran rodeo, lo que representa perder medio día. Con este sistema habré cruzado el golfo sin mojarme los pies, tal como anunció tu padre. Te he pedido que vinieras para que veas cumplirse su predicción.

Era la primera vez que se reencontraba con Enia desde la partida de Drusila. Ella vaciló, pero decidió que debía sacarlo de su error.

– No es exactamente a eso a lo que se refería mi padre.

– ¿Acaso has perdido la memoria? «Tiene tantas posibilidades de ser emperador como de atravesar a caballo el golfo de Baias.» Bien, puesto que soy emperador, debo atravesarlo a caballo.

– Recuerda que dijo eso para protegerte de Tiberio, que deseaba tu muerte. Pretendía hacerle creer que tú nunca serías emperador. La travesía del golfo de Baias a pie no es más que una metáfora, una imagen que ilustra la imposibilidad de algo.

– ¡Nada es imposible para mí!

Un oficial se acercó a ellos. Era un veterano de sienes grises y cara surcada por una cicatriz desde el ojo izquierdo hasta la boca.

– Las olas son demasiado fuertes para proseguir el trabajo. Desde que ha refrescado, hemos perdido una docena de hombres. Están al límite de las fuerzas. Neptuno nos es hostil. ¿Debemos continuar en estas condiciones?

– Sí. Neptuno necesita una lección. No me impedirá llevar a término mis designios.

– Perdóname que insista. Mi padre, que estaba al mando de los pontoneros de Julio César, me contaba que éste había suspendido los preparativos para cruzar el Rin porque se había levantado viento. Y no era más que un río. Aquí se trata del mar.

– Tu padre se moría de miedo, como tú ahora. La cobardía es hereditaria, ya se sabe.

Sobre el color rojo ladrillo que tino el rostro del oficial, la cicatriz destacaba como una línea pálida.

– ¿Alguien ha tendido antes un puente como el tuyo? -preguntó Enia, incómoda.

– Nadie.

– ¿Ni siquiera Alejandro Magno?

– Ni siquiera él. Está Jerjes, que atravesó el Helesponto, pero Jerjes sólo era rey de Persia y el Helesponto es menos ancho que este golfo.

– ¿La empresa te parece realizable?

– Basta con disponer de los medios, miles de hombres y todos los barcos que se puedan requisar. Ante tus ojos se encuentran todos los que, normalmente, transportan el trigo a Roma.

– ¿Los romanos se han quedado sin trigo?

– Estarán privados de él sólo durante unos días. Desmontaran el puente en cuanto yo lo haya franqueado. Les devolveremos las barcas. Unos días de ayuno les aguzarán el apetito.

– ¡Muchos hombres morirán ahogados!

– En toda guerra hay bajas.

– Has desafiado a Neptuno. Tal vez habría que ofrecerle un sacrificio para que se calme.

– Yo soy más poderoso que Neptuno.

– Pero dime, ¿cómo puedes llevar a la muerte a tantos hombres únicamente por el capricho de atravesar sin mojarte los pies el golfo de Baias?

Calígula se encogió de hombros. Su tono, tajante, no era ya el del hombre que ella amaba.

– Deja de decir bobadas. ¿Acaso cabe mejor destino para la vida de los hombres que sacrificarla a mi divinidad?

Enia oyó la voz de su padre: «El mejor o el peor de los emperadores.» Ella lucharía contra el sufrimiento que lo volvía a veces injusto y cruel. A fuerza de amor, lograría vencer la pasión de Cayo por la ausente.

36 Jerusalén, marzo del año 38

En la espaciosa sala de la planta baja se concentraba por lo menos un centenar de personas. Salomé se felicitó del atuendo que había elegido; había acertado al disfrazarse de pobre. En torno a sí veía ropas oscuras, pero también túnicas elegantes. En cuanto al velo con el que disimulaba a medias la cara, no extrañaba a nadie. Las mujeres no asistían a las reuniones de los Amigos para llamar la atención. Su criada le mostró a Miriam, la madre de Yeshua. Debió de haber sido una mujer bella en otro tiempo, pero su rostro, arrugado y ennegrecido por las penalidades, semejaba una flor arrojada al fuego. Repartieron entre los presentes unos trozos de torta mal cocida.

– ¿Hay que comer? -preguntó, con un poco de asco.

– Tú no, ama. Un día quizá, si el Bendito así lo quiere.

La sirvienta tomó respetuosamente entre dos dedos el pedacito de pasta medio crudo, lo engulló y aparentemente entró en éxtasis. Aquella gente era extraña; su reunión, que ellos designaban con la palabra griega «iglesia», se había iniciado con el relato de algunas anécdotas relacionadas con el difunto Maestro por parte de un tal Juan, que debió de conocerlo bien, pues parecía desconsolado por el hecho de que lo condenasen a muerte.

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