Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Una vez edificada la pirámide, los hombres emprendieron el largo camino de regreso. Cuando el dormitorion del emperador pasaba junto a sus interminables hileras, ya nadie gritaba: «¡Viva la Pequeña Bota!» Sólo la disciplina contenía en sus labios los gritos de ira y de odio.

En Roma, el Senado, a pesar de su servilismo, no se atrevió a otorgar los honores del triunfo a los héroes de aquel desatino. Éste fue tan doloroso para Claudio que se juró que nunca volvería a darle un consejo a su sobrino. Le dijo a Mesalina que si Cayo insistía en ofrecer la imagen de un ser odioso y ridículo, lo haría sin su ayuda.

57 Islas Pontinas, mayo del año 40

La primavera desembarcó de repente en la isla. Su perfumada tibieza facilitó la adaptación de las dos prisioneras a su nueva vida. Como si se hubiese restablecido de una enfermedad, Lesbia se había despertado una buena mañana alerta y con apetito. De nuevo se oía el cascabeleo de su risa. Agripina había mandado traer de Roma a su ornatrix preferida. Dedicaba largas horas a su aderezo personal, no para leer la admiración en las miradas de los guardias, como su hermana, sino por prurito de preservar su categoría.

Querea las visitaba con regularidad. Ella lo recibía a menudo en el jardín, más adecuado que los lugares cerrados para las conversaciones distendidas. Se guardaba mucho de utilizar con él las armas de la seducción femenina, consciente de que no eran las apropiadas para vencer a un hombre como él. El soldado campesino no habría creído ni por un instante que pudiera ejercer un atractivo sobre ella. A fuerza de escucharlo, Agripina había deducido que él se consideraba una persona anormal. La desgracia de albergar una voz infantil en un cuerpo de atleta lo había humillado de tal modo que en lugar de permanecer detrás del arado, había buscado en el ejército la confirmación de su virilidad. Toda insinuación que la pusiese en tela de juicio suponía para él una lacerante herida.

En el jardín se habían introducido algunos cambios. Habían instalado estatuas griegas, burdas copias creadas por artesanos mediocres.

– Realmente, Casio -se extasió Agripina, a pesar de todo-, esta Afrodita es bellísima.

– Me han dicho que reproduce una obra maestra de Praxíteles. No es un original.

Agripina fue a sentarse bajo una pérgola. Querea se contoneaba delante de ella, sin saber qué hacer. Agripina le señaló un asiento situado a tres pasos y no otro más cercano a ella, para que no se espantase.

– Si te nombran para otro puesto, tribuno, te echaremos de menos. Nos ayudas, tanto a mi hermana como a mí, a sobrellevar este mal trago.

– Ruego a los dioses por que se acabe pronto.

– Ay, seguro que moriré en el exilio, lejos de mi pequeño Nerón.

– ¡Claro que no! Tu hermano te llamará a su lado.

– Nunca nos devolverá la libertad.

– Pero ¿por qué?

Ella buscó el tono adecuado. Nada resultaba más ajeno a su temperamento que el papel de pecadora arrepentida, pero debía interpretarlo.

– Ha sido clemente conmigo. Habría debido matarme, puesto que lo merezco con creces. Yo conspiré contra él con Getúlico. Yo desvié a ese gran y noble soldado de la senda del deber. -Las palabras salían precipitadamente de sus labios, como si llevaran mucho tiempo bullendo en su interior-. A ti puedo contarte la verdad. Habíamos elaborado un plan: el Senado debía designar a Claudio. Es tartamudo y cojo, pero mi padre, que lo quería mucho, decía que un defecto físico nunca ha impedido que quien tiene valía llegue alto. Claudio debía acoger a Cayo en una de sus villas de Campania. Allí lo habríamos cuidado y curado tal vez.

– ¿El César está enfermo? -se atrevió a preguntar el soldado.

Los ojos de Agripina se arrasaron en lágrimas.

– Siempre lo ha estado. Durante su infancia padecía de epilepsia, y yo ayudaba al médico a ponerle entre los dientes el pedazo de madera que impedía que se mordiera la lengua. Después las crisis fueron disminuyendo y pensamos que había sanado. Desde la muerte de Drusila, le pasan ideas extrañas por la cabeza. Él, que era tan bueno, tan generoso, tan piadoso, parece a veces… Me da la impresión de que Júpiter lo ha vuelto…

Calló en seco y se levantó, como si estuviera furiosa consigo misma.

– No sé por qué te hablo de esto. Son secretos de Estado. Júrame que olvidarás mi momento de debilidad.

– Olvidar no está en mis manos, pero te juro por Marte que nadie se enterará por mí de lo que me has confiado.

Reanudaron el paseo. Agripina permanecía absorta en sus pensamientos, hasta que Querea rompió por fin el silencio.

– El emperador va a volver a Roma y yo debo ir a presentarle mi informe.

– Obsérvalo. Quiero que me digas a tu regreso si existen esperanzas de que recupere la cordura. Te entregaré una carta destinada a él para pedirle el indulto de Lesbia, que no estaba al corriente de mi plan. En cuanto a mí, quiero expiar el crimen que cometí.

– No eres una criminal, puesto que obraste por el bien de Roma.

No se percató del brillo de triunfo que asomó a los ojos de Agripina. Aquélla era la respuesta que ella estaba esperando.

58 Roma, mayo del año 40

Poco después del regreso de la corte a Roma, Mesalina dio a luz a un robusto varón. Ebrio de orgullo, Claudio quiso transmitir en persona la noticia a su sobrino. Delante de la puerta de los aposentos imperiales, Helicón golpeaba el suelo con los pies para calentarlos.

– Se ha ido a dormir a la cuadra de los Verdes -le informó con afectación el favorito-. ¡Cualquiera diría que se acuesta con su caballo!

El feliz padre subió a su litera e hizo correr a los porteadores. No reconoció el establo de mármol de Incitatus. En el lugar donde se encontraba el pesebre habían instalado una especie de escenario. En él, Calígula descansaba cómodamente sobre una vasta cama. ¿Acaso ofrecía el espectáculo de su sueño al caballo? Éste saboreaba la avena contenida en una enorme copa de oro.

– Acabo de tener un hijo.

– Me alegro, tío. ¿Cómo está la madre?

– Mesalina casi no ha sufrido. Había rezado mucho a Lucina.

– ¿Qué nombre le vas a poner a tu heredero?

– Todavía no lo he pensado.

– Me gustaría que le pusieras Británico. Es el nombre que llevaría yo si esos imbéciles no me hubieran privado del triunfo. Las piedras me vengarán.

– ¿Las piedras…?

– … Me vengarán. ¿No me digas que no has comprendido por qué las mandé recoger de la orilla del mar?

– A decir verdad…

– ¿Cómo repobló la tierra Deucalión, sino con guijarros que se transformaron en hombres? Un día, se levantará sobre la costa de Galia un ejército que invadirá Britania, sin que le cueste ni un sestercio ni un hombre a Roma. Acércate. ¿No ves nada?

– Tu pequeño teatro. En unas caballerizas, resulta bastante sorprendente.

– No me refiero a eso.

– ¿Qué debo advertir, aparte de eso?

– Mírame bien. ¿No notas nada?

– No.

– Resplandezco.

– ¿Qué…?

– La paternidad te ha trastornado un poco. ¿Acaso no te has fijado en que mi carne despide una claridad, como la de los dioses? Resplandezco. Todos mis sirvientes lo dicen. Helicón estaba tan deslumbrado que ha perdido la vista durante una hora.

– ¡ Ah, sí, claro! No sé dónde tenía la cabeza. Brillas, ahora lo veo.

– Este prodigio me ha recordado que tardaba demasiado en erigir un templo dedicado a mí. He decidido que tú serás el sumo sacerdote de mi culto.

– Pero si no me queda ni un as. ¡Estoy en la ruina!

– Yo también. Y Roma aún lo está más que los dos juntos. -Tendió los brazos para que el criado lo ayudara a ponerse la túnica-. Sé dónde conseguir dinero en abundancia. Veamos, tío, ¿cuáles son las pasiones principales de los romanos?

Claudio se rascó la cabeza para procurarse un margen de reflexión. ¿Qué había que responder?

59
{"b":"125266","o":1}