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Llegó después un hombrecillo moreno con el acento áspero de Galilea. Presentaba el aspecto de aquellos dotados de la pasión por convencer. Su aplomo y el silencio que se impuso desde que tomó la palabra evidenciaron que gozaba de un gran prestigio en la comunidad.

Salomé aguardó a que su criada despertara de su trance para darle un golpecito con el codo.

– ¿Quién es?

– Santiago, el hermano del Bendito.

– ¿Por qué está furioso?

– No está furioso. Siempre habla así.

Al advertir que sus cuchicheos molestaban a sus vecinos, calló y se puso a escuchar. El orador, un judío muy religioso, aludía de continuo al Libro y al Talmud, que por lo visto conocía con asombrosa profundidad. Salomé se llevó la impresión de que estaba muy en contra de otros miembros de la secta que habían propuesto admitir en ella a los no circuncidados.

– ¡Es en nuestro país, en Jerusalén, en la tierra de Israel, donde nos espera la cosecha, hermanos míos! -repetía-. No tenemos nada que hacer en otra parte.

Sus palabras suscitaron un murmullo de aprobación en la concurrencia. Luego un anciano de anchas espaldas subió al pequeño estrado.

– ¿Y ése?

– Es Pedro el Pescador. Yeshua lo eligió para dirigirnos.

El hombre se expresaba en un tono apacible. Comenzó su alocución narrando, para quienes no la habían presenciado, la visita al Templo que había realizado el día anterior en compañía de Juan para rezar la oración de la onceava hora. Habían curado a su paso a un tullido de nacimiento a quien cada mañana depositaban a la puerta denominada «la Bella», y el milagro había provocado una especie de tumulto entre los asistentes.

– Yo les dije: «Hombres de Israel, ¿por qué os sorprendéis de esto? ¿Por qué nos miráis como si fuera por nuestro propio poder o gracias a nuestra piedad que hemos hecho caminar a este hombre? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha glorificado a su servidor, Yeshua. Y vosotros, vosotros lo entregasteis y renegasteis de él ante Pilatos cuando éste estaba decidido a liberarlo. Acusasteis al Bendito y al Justo, causasteis su muerte mientras pedíais la gracia para un asesino. Pero Dios lo ha resucitado, nosotros somos testigos de ello, y es la fe en él lo que ha devuelto las piernas a este inválido. Arrepentíos y convertíos.» Eso fue lo que les dije.

– ¿De verdad hizo caminar a un tullido? -musitó Salomé.

– Sí, ama -contestó su sirvienta-. Los compañeros del Bendito obran milagros todos los días. No alcanzarías a imaginar sus poderes. En virtud de ellos los mudos hablan, los paralíticos andan. Además, aportan la paz al alma. ¡Si supieras lo feliz que soy desde que los conozco!

Toda su persona irradiaba una serena alegría. Antaño, cuando estaba al servicio de Herodías, Salomé la había conocido arrogante y libertina, como su ama. ¡Y había que ver en lo que se había convertido! Sí, los Amigos de Yeshua obraban milagros, no cabía la menor duda.

Le vino a la mente la imagen de sus pesadillas, aquella pálida cabeza del profeta sobre la bandeja de plata. ¡Si pudiera librarse para siempre de aquella visión! Esta la atormentaba a menudo todavía, a pesar de la fórmula mágica. Para ahuyentarla de su pensamiento, concentró toda la atención en el discurso de Pedro. Este repetía diez veces los mismos argumentos para demostrar que había que mandar hermanos allende los mares con el fin de convertir a todas las naciones.

– La buena nueva -concluyó- es también para los romanos.

La sala manifestó su desacuerdo entre dientes.

– ¿Admitís a personas que no son judías? -inquirió Salomé.

– No lo sé. ¿Quieres que se lo preguntemos a Tobías? Es él quien da las explicaciones.

Salomé asintió, interesada en reunir la mayor información posible sobre la secta.

Tobías era un joven apuesto y fornido con una abundante cabellera negra cuyas hechuras parecían más apropiadas para los juegos del estadio y del amor que para los comentarios bíblicos.

– Mi sirvienta me ha traído aquí por primera vez y querría conoceros mejor -dijo Salomé, incapaz de resistir el impulso de levantar un poco el velo para aprovechar la ventaja de su belleza.

– Aquí no hay ni sirvientes ni amos. Todos somos iguales ante Dios, hermanos y hermanas en Yeshua el Bendito.

– Mi hermana… -rectificó ella con docilidad.

– No importa -la interrumpió él con una sonrisa-. ¿Qué deseas saber?

– ¿Aceptáis a los romanos?

– Tú eres judía, que yo sepa.

– Así es, pero conozco a algunos romanos.

– Todo ser humano puede contarse entre los amigos de Yeshua La buena nueva no tiene fronteras. Sólo existe un desacuerdo en torno al momento en que habrá que revelarla a los gentiles. Pedro y Juan querrían enviarles a algunos de los nuestros para anunciarla. Santiago desea comenzar por Jerusalén. Según él, cuando nuestra Iglesia esté firmemente consolidada, habrá llegado el momento de pensar en los demás. Yo, por mi parte, me decantaría más bien por esta opción, pero, en cuanto portavoz de la comunidad, no debo tomar en cuenta mis preferencias.

Elegía con cuidado las palabras, y a Salomé le produjo la sensación de no haberlo dejado indiferente.

– Ante todo -prosiguió él- debemos resolver la cuestión de la circuncisión. Si admitimos adeptos no judíos, ¿hay que practicarles la circuncisión, como a nosotros? A los hombres hechos, la operación les resulta dolorosa. Reconozco que, si tuviera que someterme a ella hoy en día, me lo pensaría.

Salomé se sintió más turbada por aquel pequeño problema de lo que exigía su dimensión religiosa.

– ¿Deja uno de ser un buen judío si viene a vuestra casa?

– Al contrario, nuestros dirigentes son los más piadosos de todos los judíos. El Bendito vino para cumplir la Ley, no para destruirla. Es eso lo que no le perdonaron el sumo sacerdote ni los fariseos.

– No sois de su agrado.

Tobías alzó los ojos para poner al cielo por testigo.

– ¡Tú lo has dicho, no somos de su agrado! No obstante, a juzgar por el ritmo al que crece nuestra comunidad, el futuro les depara todavía muchas penas. Si lo deseas, Miriam te indicará los sitios y las horas en que podrás aprender a conocernos mejor. Quizá llegues a ser, tú también, mi hermana en el Bendito.

– Te doy las gracias, Tobías. Tal vez vuelva.

A Salomé le vinieron de improviso ganas de meter en su cama a ese muchacho que semejaba un ángel del Señor. Le lanzó una mirada insinuante, pero él no pareció advertirlo siquiera.

37 Roma, abril del año 38

Desde la marcha de Drusila, cuyo nombre nadie osaba pronunciar ante él, el emperador había adoptado de nuevo la máscara de la indiferencia. Quienes lo conocían bien percibían de todas formas que había cambiado. Su susceptibilidad, por ejemplo, llegaba a extremos enfermizos. Consideraba una alusión ofensiva a su incipiente calvicie que alguien con una tupida cabellera compareciese ante él. De igual modo, su impaciencia se había agudizado, por lo que castigaba con severidad el menor retraso en la ejecución de una orden.

Siempre le había gustado sorprender, desconcertar y escandalizar. De niño, había memorizado a tal efecto la larga lista de preguntas estrafalarias de Varrón: «¿Por qué está prohibido preguntar si el protector divino de la ciudad es un dios o una diosa? ¿Por qué se ata heno a los cuernos de los bueyes? ¿Por qué llevan los ciudadanos nobles pequeños lunares en los zapatos? ¿Por qué es costumbre que los recién casados toquen el fuego y el agua?» Nadie había sabido encontrar una explicación satisfactoria para tales rarezas. Con mala sombra, el imperial bromista planteaba a los magistrados y dignatarios despavoridos aquellas retorcidas adivinanzas y se enfadaba si no se les ocurría al instante una solución, por absurda que fuera. Su pasión por las bromas, unida al poder imperial, se había vuelto temible. Dio un ejemplo espeluznante de ello.

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