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En el momento en que todo el mundo lo creía a punto de expirar, un tal Potito, cargado de deudas, había ideado una ingeniosa manera de salir del apuro. Se había inspirado en la antigua práctica de la devotio que consistía en ofrecer la propia vida a los dioses infernales a cambio de la de un enfermo. Sólo algunas madres desesperadas por salvar la vida de su hijo agonizante realizaban aquel terrible juramento. Calígula mandó llamar al imprudente.

– Me he enterado de tu hermosa acción -le anunció-. He decidido recompensarte. Recibirás cien mil sestercios.

– ¿Cómo agradecértelo, César? ¡Eres tan bueno!

– Deja el menester de agradecérmelo a tus herederos. Por supuesto, yo soy demasiado bueno para rechazar tu ofrecimiento, así que tu deseo se verá cumplido.

A una señal suya, dos lictores flanquearon al hombre.

– Coronad a mi amigo Potito de verbena, adornadlo con cintas como a las víctimas de los sacrificios y paseadlo por Roma para que todos le rindan homenaje. Después conducidlo a la roca Tarpeya. Pero fijaos bien: debéis empujarlo al vacío con ayuda de una barra de oro macizo. -Dirigiéndose al hombre, que temblaba como un azogado, agregó-: Mereces ese honor. No olvides, te lo ruego, trasmitirles mis saludos a Augusto y a Tiberio en la morada de los muertos.

Aquella crueldad pretendidamente graciosa, seguida del pago de la suma prometida a la viuda del condenado, fue la comidilla de la sociedad romana hasta el día en que el asunto aún más asombroso de la boda de Pisón la relegó casi al olvido.

Calpurnio Pisón era el hijo único de una noble familia que, por motivos que sólo Tiberio conocía, había recibido un trato desfavorable por parte del régimen anterior. Aquel ambicioso joven, a quien todavía no se le había presentado la ocasión de hacer valer sus méritos ante el nuevo emperador, lo invitó a su boda con la esperanza de obtener su beneplácito.

Mientras aguardaban al emperador y a su séquito, los invitados se apresuraron a cambiar su atuendo de ciudad por la ligera túnica sin ceñir que se llevaba para las comidas. Luego se instalaron en los divanes. Cuando Calígula ocupó su lugar, los presentes guardaron silencio y se pasaron unos a otros los dioses lares de la casa. Todo el mundo besó las antiguas estatuillas.

La costumbre dictaba que las familias exhibieran ante los invitados sus posesiones de más valor. Las mesas estaban cubiertas de espléndidas vajillas de oro, plata y cristal. Bajo el velo naranja de las novias, Orestila, una muchacha morena de dieciséis años, estaba resplandeciente. Calpurnio Pisón pronunció un breve discurso demasiado redondo para ser improvisado.

– El emperador está en su casa en cualquier lugar que honra con su presencia -concluyó-. Todo, bajo mi techo, le pertenece aún más que a mí mismo.

– Te doy las gracias, Calpurnio. Que tu unión sea feliz y fecunda.

Eligieron a suertes al «maestro de la bebida», encargado de supervisar la preparación y la mezcla de los vinos. La función le correspondió a Barbato, que tras ponerse de acuerdo con el especialista en tales artes, anunció sus intenciones mediante unas cuantas frases alambicadas. Orgullosa de que su esposo desempeñara un papel vistoso, Lépida no perdía de vista a Mesalina, cuyas imprudencias temía.

Por fin, los esclavos encargados del comedor llevaron ayudándose de unas parihuelas los manjares que constituían el primer plato. Según los usos de los amantes de la alta gastronomía, éste comenzaba con una gollería exótica cuyo aspecto debía convencer de la fortuna y el buen gusto del anfitrión. En aquel caso se trataba de un jabalí gigante que un artista había dotado de colmillos de marfil y de dos enormes ojos de lapislázuli. Lo habían vaciado y recompuesto prestando tal atención a los detalles que cualquiera hubiera dicho que el animal estaba a punto de arremeter contra los asistentes.

– Esto se presenta bien -dictaminó Claudio-. Tengo la impresión de que el cocinero conoce su oficio. ¿Tú qué opinas, bonita?

– El jabalí es estupendo, pero ¿te has fijado en los sirvientes? Es Una idea divertida. Deberíamos imitarla en casa.

El personal doméstico estrenaba ropa y, gracias a un ingenioso refinamiento, los que cumplían la misma tarea guardaban cierto parecido físico. Así, los escanciadores eran muchachos rubios, las camareras eran rollizas morenas y los portadores de platos, nubios. Uno de éstos, un mozo de colosales proporciones, adornaba con su escultural cuerpo de ébano la puerta que conducía a las cocinas.

Como la corte que acompaña al monarca, seguía al jabalí una larga procesión de bandejas de plata cargadas de exquisiteces de lo más diversas: primero el marisco, que fascinaba a los romanos, erizos de mar, ostras del lago Lucrino, almejas y moluscos de toda clase. Después venían los patés y pasteles salados en sus relucientes terrinas de barro pulido, las aves dispuestas sobre un lecho de espárragos y las especialidades más delicadas, como papafigos, ubres y vulvas de cerda. Cada cual alargó la mano hacia su plato preferido mientras los escanciadores de cortas túnicas llenaban las copas.

– ¡Sírvete, bonita! Estoy seguro de que nunca has probado esto. Son pulpejos de camello, un descubrimiento de Apicio. Regados con vino mezclado con agua de mar reposada, son una absoluta delicia.

– ¿Tú crees? Resulta un poco correoso para mi gusto.

– ¿Y este pastel? Lenguas de pavo y ruiseñor confitadas con miel. Muy tiernas.

El jabalí, cuya barriga había descosido con gran habilidad valiéndose de un puñal un sirviente disfrazado de tracio, estaba relleno de salchichas y tordos. Helena, siempre dominada por su acuciante apetito, lanzaba entre un bocado y otro miradas inquietas en dirección a Gemelo.

– ¡Aliméntate, querida hermana! -apostrofó de improviso Calígula a Agripina-. ¡Nuestros anfitriones no tienen intención de envenenarte!

La aludida tendió lánguidamente la mano hacia el plato más próximo.

– Coloca a Gemelo a su derecha -murmuró-, y se imagina que voy a precipitarme sobre la cena como ese glotón de Claudio.

– ¡Cuando pienso que lo creímos al borde de la muerte! -suspiró Ahenobarbo.

– ¿Quién iba a prever que Drusila lo curaría metiéndose en su cama? El juego no ha acabado. Sin ella, él no resistirá mucho tiempo. Ya llegará tu momento.

Para calmar a su marido, Agripina fingía confiar en sus posibilidades, aunque para sus adentros, su ambición se le antojaba quimérica.

En el otro extremo de la sala, Lesbia se defendía de las maniobras de su joven vecino.

– ¡Compórtate como es debido, Lucio! No está bien que metas la mano bajo mi estola.

– Pero si sólo he tendido el brazo para llamar al sirviente. La he posado a tu lado sin mala intención. Lo juro por Júpiter.

La joven se echó a reír, incapaz de interpretar durante mucho tiempo el papel de recatada.

Comiendo con mucha moderación por temor a engordar, Lépida observaba a Mesalina. De repente, tiró a Barbato de la manga.

– Ya te había dicho que se interesaba por ese negro.

– Te aseguro que te equivocas, querida. Deja ya de preocuparte por su conducta. Eso es asunto de su marido y nada más. No tiene más que vigilarla.

– ¿Cómo quieres que la vigile? Se pasa la mitad del tiempo atracándose y la otra mitad durmiendo. ¡Y ella bien que se aprovecha, la muy zorra! Mis amigas me han contado unas cosas… Él es cornudo a más no poder.

– Se trata de una desgracia que afecta a personas de calidad. No hay que concederle demasiada importancia.

Lépida prosiguió como si no hubiera captado la indirecta.

– Si él se entera, será terrible.

– Deja de inquietarte y sírvete un poco de este cabrito, querida. Está delicioso. La salsa es una maravilla.

– ¡Me trae sin cuidado tu salsa! Esta idiota supo seducir a ese memo, y ahora hay que ir con cuidado o lo perderá. Si la pillan, la va a repudiar. ¡Qué vergüenza para nosotros! ¡Pero mírala! ¡Acaba de guiñarle el ojo al negro!

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