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Enseguida lamentó esas palabras al ver que ella rompía a llorar

– ¡Sí, pequé! Por suerte, Pedro me ha dicho que el Bendito me perdonará el día del Juicio.

Agripa no daba crédito a sus oídos. ¿Acaso Salomé se había adherido en secreto a aquella secta de iluminados? Para averiguarlo, debía proceder con tacto.

– Te pido perdón. No debería haber sacado a colación ese triste suceso. Además, el único culpable fue tu padrastro. Tú no eras más que una niña por aquel entonces.

– Fue culpa mía. Juan Bautista me había rechazado tildándome de ramera, y yo me aproveché de la pasión que despertaba en mi padrastro para vengarme. Incluso lo excité bailando delante de él. Un justo murió por mi culpa, y por eso temo tanto que envíes a Pedro a la muerte.

– Te repito que no corre ningún riesgo. Tienes razón, ese Pedro es un hombre admirable.

– ¡Más incluso de lo que tú crees! No he sufrido ni una sola pesadilla desde que hablé con él. Por eso me preocupo tanto por él. El emperador es capaz de todo. Tú mismo me has dicho que manda sustituir la cabeza de Zeus por la suya en las estatuas y que quería nombrar cónsul a su caballo. Si está perturbado hasta ese punto, nadie sabe cómo va a recibir a Pedro. Acuérdate de Simón.

– Pedro realiza milagros verdaderos y no trucos de magia. El puede devolver la razón a Cayo.

– Sí, puede hacerlo.

– Y Cayo me otorgará la corona de Salomón. Tú serás reina. Siempre has soñado con ello.

– Ya no. Lo único que importa es el reino de Dios y su justicia, decía Yeshua.

– Comprendo que sus amigos veneren su memoria, pero ¿cómo han llegado al extremo de olvidar que un hombre muere sólo una vez?

– Yeshua era quizás algo más que un hombre.

Al ver que los ojos de Salomé despedían el brillo característico de los fanáticos, Agripa supo que el mal estaba muy avanzado. ¡ La Maldita secta! En lugar de sembrar el desorden entre los partidarios del sumo sacerdote de Jerusalén, se dedicaba a convertir a la esposa del tetrarca de Galilea.

41 Roma, mayo del año 38

En un primer momento reservadas para Calígula e Incitatus, las representaciones de las caballerizas se habían abierto a un público selecto. La célebre cortesana Piralis no había ocultado su admiración por el talento de una mujer que no tenía el amor como oficio. Pese a las consignas de guardar silencio, las historias de las proezas de Mesalina se propagaban. Prevenidos por una amable amiga, los padres de la actriz vivían en la zozobra. Barbato le pidió que renunciase al teatro, pero ella se excusó aduciendo que actuaba por órdenes del emperador. El hombre no insistió: la vergüenza de ser el padre de una licenciosa le parecía infinitamente preferible a la enemistad del emperador y, por otra parte, estaba bastante satisfecho de ver que una persona tan ilustre como Claudio había pasado a engrosar su cofradía.

– Los Verdes callarán -aseguró para tranquilizar a su esposa-. Más les conviene.

– No están sólo los Verdes. Es que ella no pierde ocasión alguna. La otra noche, durante la cena, me fijé en que Hermógenes, el pinche de cocina, respiraba muy fuerte. Pues bien, ella se servía en el plato con la mano derecha, ¡y con la izquierda, le estaba haciendo mojar la túnica! ¡Y eso sin dejar de hablar con su marido, que no sospechaba nada, el pobre imbécil!

– Debería conducirse con más prudencia.

– ¡Prudencia! ¡Si se exhibe en un espectáculo! ¡Seis aurigas a la vez! ¡Por lo visto le han puesto el mote de «la Venus verde»!

– ¿Quién sabe si la obra es tan indecente como aseguran? Ni tú ni yo hemos asistido a ella.

– ¡Sería el colmo!

– Tus amigas no la han visto tampoco. Quizá se trate de una alegoría en la que nuestra hija, por su belleza, representa el papel de Venus recibiendo la manzana del pastor Paris.

– ¡La manzana! Y en lugar de una manzana… ¡Ah, no me hagas decir barbaridades!

Lépida descargó su cólera propinando un puñetazo a la cama conyugal, la misma que, unos meses atrás, había prestado llena de esperanzas a su primo para que desvirgara a su hija.

– ¡Cálmate, mujer!

– ¡La Venus verde! Cuando él se entere, la repudiará.

– Tal vez no sea algo tan malo después de todo.

– ¿Cómo puedes decir eso?

– ¡Está visto que las mujeres no entienden nada de política! ¿Te crees que Calígula va a vivir mucho tiempo todavía? ¿No has reparado en que, desde la marcha de su Drusila, se lo ve con más mala cara que un esclavo de las minas de Cerdeña?

– ¡Pues precisamente por eso! Si se muere, Claudio será emperador.

– No. El Senado nunca elegirá a un contrahecho. En mi opinión, escogerán a uno de entre ellos, con lo que Domicio Ahenobarbo tiene muchas posibilidades.

– ¿Y eso de qué nos sirve? Tanto da que sea él o que sea otro.

Barbato aprovechó para tomarse una pequeña revancha.

– Hombre, ya sabes que nuestra hija le gustaba tanto que se pasaba el día metido en esta casa. Estaba loco por ella.

– Pero si está casado -replicó Lépida, molesta.

– ¡Y qué! Repudiará a Agripina. De todas formas, no la soporta. En tiempos de Tiberio, le sacudía todas las mañanas, como a una alfombra.

– Tiene un hijo.

– Si se casa con Mesalina, en cuanto ella le procure un descendiente, le otorgará preferencia frente al hijo de una mujer que detesta. En cuanto a ti, serás la suegra del emperador.

Al contemplar esta perspectiva, Lépida se olvidó de la herida en su amor propio.

– Cierto: ella sabría hechizar a cualquier hombre para casarse con el. ¡Y entonces, se acabarán los devaneos con aurigas, gladiadores y negros! Ahenobarbo nunca se resignaría a ser el rey de los cornudos, como Claudio.

Discretamente, Barbato saboreó el placer de saberse por fin destronado.

42 Roma, mayo del año 38

El gran teatro de Marcelo estaba lleno a rebosar: resultaba peligroso no asistir a tina obra recomendada por el emperador. En el extremo de cada fila, se erguía un miembro de la guardia pretoriana armado como invitación militar a aplaudir con enfervorecido entusiasmo. A un maleducado que había osado bostezar, lo habían arrancado de su localidad y tras despertarlo con una lluvia de golpes, se lo habían llevado a un destino desconocido.

Calígula ocupaba un palco lateral que le permitía no perder de vista a los espectadores. En la primera fila, las vestales, acostumbradas a las ceremonias interminables, parecían petrificadas dentro de sus inmaculadas estolas. Tras ellas se alineaban los magistrados, cónsules y senadores en un despliegue de togas bordadas de púrpura, hasta la primera de las catorce hileras de gradas destinadas a los miembros de la clase ecuestre. Detrás de los caballeros, se apiñaba el público popular, reclutado a la fuerza en el Foro y en las calles para hacer bulto.

La acción transcurría en Egipto, y un recitante declamaba en griego rebuscados poemas. Los actores, con máscaras de chacal, león, halcón o cocodrilo, representaban el papel de dioses. Nada había más alejado de la mentalidad romana que aquella exhibición de fieras. La desventura de la hermana divina que busca los trozos del cuerpo de su hermano para reconstituirlo y devolverle la vida parecía, a orillas del Tíber, una grotesca fantasmagoría. En el palco imperial, Claudio dormía a pierna suelta, con la mano posada sobre el muslo de Mesalina. Agripina urdía sus planes sin dirigir una mirada al espectáculo. Envarado en su túnica de pliegues irreprochables, Barbato se aburría con distinción junto a Lépida, que vigilaba a su hija.

En el escenario, Cleopatra recibía la visita de un barquero que llevaba a hombros una enorme alfombra enrollada. Con un hábil gesto, éste la extendió ante el trono de la soberana y de ella surgió un hombre, cuyo pico de águila evocaba a César. Los asistentes emitieron un «¡oh!» de estupefacción ante aquella inversión de los papeles.

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