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12 Jerusalén, diciembre del año 36

Una mujer yacía en la cama, desnuda, con la cabeza vuelta de tal forma que no se le veía la cara. La débil luz de la lámpara danzaba sobre sus formas perfectas. Agripa creyó que se había extraviado en el laberinto del palacio y se había equivocado de habitación. De repente, la maravilla le presentó el rostro y entonces él reconoció los grandes ojos negros de Salomé. La había admirado a menudo desde su llegada, pero ella no se había dignado dirigirle la palabra. Aunque se parecía a su madre, era mucho más hermosa, pues los años aún no habían dejado su impronta en ella.

La joven lo miró con orgullo, como un niño que quiere que lo feliciten por una travesura.

– ¡Buenas noches, príncipe! ¡Me has hecho esperar mucho!

Un deseo brutal barrió todo pensamiento de la mente de Agripa. Se quitó con precipitación la ropa y, sin una palabra, se abalanzó sobre ella. La joven le devolvió con pasión los besos. Por lo que a las lides amorosas se refiere, se reveló aún más imaginativa que Herodías.

– ¿Y bien? -preguntó con una risita-. ¿Soy mejor que mamá? Al ver la turbación de él, prorrumpió en carcajadas-. ¡En todo caso, eso opinaba mi padrastro!

Agripa cobró bruscamente conciencia de la enormidad del error que acababa de cometer. Entre la madre y la hija había no sólo la animosidad vigilante que opone las beldades maduras a las que comienzan a florecer. Desde que Salomé había seducido a Antipas para obtener la cabeza del profeta Juan Bautista, la enemistad había degenerado en odio.

– ¿Sabes? -añadió-. No lo hice con él más que dos o tres veces. Él quería repetir, pero lo encuentro demasiado feo. A mí me gustan los hombres guapos.

Le hizo pasar una noche ardiente. Al despuntar el día, la inquietud se apoderó del príncipe. Herodías, que para guardar las apariencias se abstenía de recibir a su amante en su apartamento, lo visitaba en sus aposentos, y a veces era muy madrugadora.

– ¡Es hora de que te vayas! -murmuró al oído de la muchacha-. Procura que no te vean.

Ella no le respondió. Dormía como una niña. Agotado, Agripa se dejó vencer por el sueño. Cuando despertó, constató con pavor que la luz inundaba la habitación.

– ¡Salomé, levántate de una vez!

La joven entreabrió un ojo, y él tuvo la impresión de que fingía despertarse.

– ¡Pues sí que has adquirido malas costumbres en Roma! -protestó ella-. ¡Aquí, nos levantamos tarde!

– Tu madre puede llegar de un momento a otro.

– ¡Que venga! ¡Sí, que venga! ¡Será divertido!

– Pero ¡estás loca! Si te encuentra conmigo…

Ella le sonrió por toda respuesta. No cejaría en su propósito, estaba claro. Si Herodías aparecía, no cabía esperar sólo los gritos de una amante celosa. Era el tipo de mujer que se vengaría de la afrenta. Agripa se estremeció. Apartó la vista de la joven obstinada en dormir, se vistió a toda prisa y pasó a la antesala.

– No dejes pasar a nadie hasta mi regreso -ordenó al criado que acudió a su encuentro.

Aunque jamás hasta entonces había entrado en la alcoba de Herodías, entre dos males había que elegir el menor. Algunos domésticos se afanaban en la gran construcción que honraban con el nombre de palacio. Agripa recordó que la terraza rodeaba la totalidad del primer piso y que se podía acceder a ella sin dificultad. Decidió intentarlo. Emprendió el recorrido pero pronto hubo de detenerse, pues una pared de mármol esculpido protegía la terraza privada de la habitación. Al príncipe no le quedó otro medio que trepar por ella, y necesitó varias tentativas para lograrlo. Estupefacta, Herodías lo vio franquear la gran puerta acristalada.

– He sufrido una pesadilla espantosa -anunció él, recuperando el aliento.

– ¿Una pesadilla?

– Sí, tú rechazabas mis besos. Al despertar, estaba tan desazonado que no he tenido la paciencia de esperarte.

– ¿Rechazarte, yo? ¡Qué desatino! ¡Estás muy pálido!

– Un mal sueño. Ya me siento mejor.

Enternecida, se arrojó a sus brazos y lo llevó hasta la cama. Sus escarceos nocturnos lo habían dejado demasiado cansado para hacer buen papel.

– Es ese maldito sueño -aseguró apesadumbrado-. Creo que me ha alterado más de la cuenta. ¡Perdóname!

– No es grave. Esto les ocurre hasta a los más viriles de los hombres. Es más frecuente de lo que uno cree.

Agripa intuyó que ella se reprimía para no exponerle algunos casos parecidos extraídos de su dilatada experiencia.

– El tetrarca está fuera de sí -comentó Herodías-. Ha estallado una sublevación en Samaría. Unos judíos devotos han matado a varios romanos y el país está convulsionado.

– ¡Perfecto!

– Lo malo es que Simón se ha puesto al frente de los insurgentes. Asegura que Moisés le ha ordenado en sueños defender las sinagogas.

– ¡Qué locura! ¡Esperemos que no lo maten! Herodías, que no era de las que se dan fácilmente por vencidas, se aplicó a fondo, pero en vano. Avergonzado por su inercia, el príncipe recurrió a la imagen de Salomé desnuda sobre su cama. Enseguida, oyó una voz extasiada.

– ¡Una torre! ¡Ya te había dicho que no era grave! Agripa pasó los días posteriores en un estado de continua zozobra. Cuando Salomé lo encontraba en compañía de su madre, se divertía maliciosamente lanzándole miradas de complicidad. Lo salvo de este tormento un liberto de Tiberio, que llegó con la misión de regresar a Capri con él y con el mago, a bordo de un barco rápido de la flota.

– Simón tardará unos días en volver -le informó Agripa-. ¿Debo esperarlo?

– No. Esa contingencia estaba prevista. Tengo órdenes de partir mañana mismo con o sin ese hombre.

En otras circunstancias, el príncipe se habría sentido muy contrariado, pero dada la situación experimentó un gran alivio.

13 Capri, enero del año 37

No bien puso Agripa un pie en la plataforma de madera que hacía las veces de muelle en el minúsculo puerto de la isla, Calígula lo saludó con un cordial: «¡Ave, venerado maestro!» Conmovido por el hecho de que se hubiera tomado la molestia de ir a recibirlo, el príncipe lo siguió hasta la villa de Capricornio para celebrar su reencuentro. Lo conocía lo bastante bien para percibir que se había producido algún acontecimiento importante en su ausencia. Detrás de la angustia que, normalmente, el joven conjuraba mediante una actividad febril y bromas incesantes, Agripa atisbo una especie de aplomo.

– Y bien, príncipe, ¿no has traído pues a ese ser prodigioso cuya llama debe quemar el mundo?

– ¿Lo sabes entonces? Creía que sólo Tiberio…

– Oh, yo sé muchas cosas. ¿Dónde está el mago?

– Vendrá más tarde en otro navío.

– ¿Cómo es?

– Se llama Simón. Es un taumaturgo dotado de prodigiosos poderes. Endereza a los jorobados y transforma los bastones en serpientes.

– Haría mejor en convertirlos en lingotes de oro -observó Calígula con una sonrisa burlona-. ¿Te ha reportado riqueza tu misión?

Todavía no. Me he quedado sin un as. ¿Aún sabes hacer trampas a los latrunculi?

– Ése es un talento que no se pierde.

– En tal caso, estás salvado. A Claudio le faltan contrincantes. Esa gallina gorda es fácil de desplumar.

Al día siguiente, el príncipe acudió a presentar sus respetos a Claudio. El contrahecho de la familia imperial siempre le había manifestado su simpatía. Cultivado y libidinoso a un tiempo, apreciaba la compañía de un hombre capaz de conversar tanto de chicas como de gramática.

– Cuentan que has abortado una revuelta en Samaria. Todo el mundo admira tu habilidad.

– ¿Tiberio te ha hablado de ello?

No. No ha dicho una palabra; me he enterado en las oficinas.

No te conocía ese talento.

– Prefiero distraerme con otras ocupaciones. Jugando a los latrunculi, por ejemplo.

– ¡Pues vienes como caído del cielo!

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