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El amo del mundo se despedía de Roma.

Amada Drusila

Abril de 37 – 10 de junio de 38 d.C.

19 Pandataria, 10 de abril del año 37

El vigoroso viento batía las velas de la embarcación pequeña y alargada. Una decena de marinos con túnica de cuero se afanaba en el puente. El oficial se acercó al hombre y a la joven que conversaban y se cuadró.

– Estamos listos, César. La travesía no durará más de una hora.

– Zarpemos, pues. No hay tiempo que perder.

Calígula iba vestido con ropa oscura y, sin su anillo, habría podido pasar por un comerciante. Contraviniendo todas las costumbres, había exigido que no lo acompañaran más que unos cuantos guardaespaldas.

– ¿Qué va a pensar tu familia? -preguntó Enia-. Tus hermanas deberían estar aquí, y no yo.

– No quería hacerlos pasar por esto. Además, me apetecía estar tranquilo. Me cansan todos esos cortesanos, esos funcionarios, esos solicitantes.

La precedió hasta el pequeño cuadrado cubierto cuyos bancos de tosca madera habían guarnecido con cojines especialmente para ellos.

– No será muy lujoso, pero nadie nos va a molestar. ¡Al regreso, cuando remontemos el Tíber, será muy distinta la cosa! La ceremonia estará a la altura del acontecimiento. ¡Y pensar que mi madre habrá tardado veinte años en reunirse con mi padre! ¡Veinte años!

Se sentó frente a la joven y le tomó la mano, mientras el barco abandonaba lentamente el puerto.

¡Si supieras, Enia, cuántas veces soñé con este momento en

Capri! Ésta era la plegaria que elevaba cada noche a Isis: «Permíteme, bienhechora, reunir las cenizas de los míos. De todos los míos.» Y casi lo hemos conseguido, puesto que mis hermanos descansan ya en el mausoleo.

– Eras muy joven cuando murió tu padre. ¿Te acuerdas de él?

– Tenía tres años. Creo recordar a una especie de gigante que me levantaba en vilo con sus enormes manos y de unas voces que gritaban: «Viva Germánico.» Había nieve, estábamos en Germania. Como sabes, murió en Asia, lejos de nosotros, unos meses más tarde. ¡Un gigante! ¡Hermoso como Apolo y fuerte como Hércules! En eso, no me parezco a él.

– ¿Y tu madre? A ella también te la arrebataron muy pronto.

– Sí. Cuando Tiberio la desterró a la isla adonde nos dirigimos, dispuso que me instalase en casa de Livia y luego, después de su muerte, en la de Antonia. Más tarde, por desgracia, me obligó a trasladarme a Capri con él. Yo, por mi parte, soñaba con volver al lado de mi madre.

– ¿Tanto la querías?

Cayo irguió la cabeza, con expresión de amargura.

– Sí, la quería.

Desvió la mirada como si quisiera seguir, a través de la amplia portilla, la danza de las chillonas gaviotas.

– Y sin embargo no tenía buen carácter. Agripina no heredó sólo el nombre de nuestra madre. También se le parece en eso.

– La conozco sólo de vista. Nunca me ha dirigido la palabra.

– Es demasiado orgullosa. Para ella, tú no eres nada. Mi madre era de ese tipo de mujeres. ¡Dura como un escudo! ¡Una guerrera temible! Se necesitaba un Germánico para plantarle cara. Comprendo que Tiberio la mandase lejos, pues ella realmente había urdido un complot, pero habría podido enviarla a Samos o a Quíos, en lugar de a ese sitio horrible donde murió de pena. -A su mirada asomó el relumbre que inquietaba a veces a Enia-. Fue un crimen. ¡Y Tiberio lo pagó!

– ¿Y Livia? -inquirió ella, para cambiar de tema.

– También era dura, aunque mucho más hábil que mi madre. Tenía dotes para la política; habría gobernado el Imperio si Augusto la hubiera dejado. Era igual de ambiciosa que Agripina. A proposito, ¿te he dicho que Lesbia te elogia constantemente? Ella siempre dice lo que piensa. «¡Qué bien te sienta la púrpura, Cayo!» -exclamó imitando la voz de su hermana menor.

– ¡Pues estoy de acuerdo! -rió Enia-. La púrpura favorece a los rubios. Estabas magnífico.

La isla, próxima ya, presentaba un aspecto siniestro. Algunos árboles torcidos por el viento brotaban de un suelo grisáceo. En la cala que hacía las veces de puerto, los esperaba un manípulo de soldados a las órdenes de un centurión. Éste saludó cuadrándose.

– Tal como lo ordenaste, César, nadie te molestará. He prohibido a la población que salga de sus casas.

Señaló una plazoleta rodeada de unas cuantas casas de pescadores de un color blanco sucio.

– Sólo hay esta aldea.

– ¿Dónde se alojaba mi madre?

– En la casa de la izquierda. Las otras estaban ocupadas por los guardias. Unos germanos, según me han dicho. En todo caso, no hablaban una palabra de latín. Y éste es el hombre que se encargó de darle sepultura.

Un viejo de miembros sarmentosos se les acercó, haciendo bocina con la mano en torno a la oreja derecha.

– ¿Conociste a mi madre?

El hombre indicó con un ademán que no comprendía.

– Te pregunto si conociste a Agripina -repitió Calígula levantando la voz.

– ¡Claro que la conocí! ¡Fui yo mismo quien la quemó! ¡Ay, pobre mujer! No dejó más cenizas que un haz de leña. ¡Por Júpiter, cuando murió pesaba lo mismo que una niña de diez años! Ahora, reposa en mi huerto.

– Vayamos allí. ¿No habrán cambiado de lugar la urna, espero?

– Hemos dejado todo como estaba, conforme a tus órdenes.

– Vamos, abuelo, condúcenos a tu huerto.

Enia admiró la devoción filial de Cayo quien, en lugar de disponer que llevasen a Roma las cenizas de su madre, había querido acudir a participar en aquella dolorosa tarea.

– ¡No pesaba más que una niña, no! -insistió el campesino-.

Y no dejó más cenizas que un haz de leña. ¡Ah, los soldados habían preparado su cadáver de una manera…! Tenía un ojo reventado que colgaba y…

– ¡Guíanos y manten la boca cerrada, viejo loco! -lo interrumpió el centurión.

El pequeño grupo se puso en marcha. Calígula animó a Enia, que por discreción avanzaba con los guardaespaldas, a caminar a su diestra.

No fue una caminata larga. Al final de un sendero, la tosca talla de olivo de un dios agrario defendía un huerto contra los ladrones de cebollas y tomates. Pasaron junto a una hilera de colmenas.

– Si quieres miel, hijo, te la venderé menos cara que en Roma -ofreció el viejo, que todavía no había comprendido ante quién se encontraba.

Se detuvo delante de una pequeña construcción de mampostería cubierta de excrementos de pájaro.

– Allí está. Con mi familia. Llévatela, puesto que es tu madre.

– ¿Y cómo quieres que la encuentre, asno? -espetó el centurión-. ¡Sólo tú sabes dónde está! ¡A qué esperas, pues!

– ¡Ya lo veréis! ¡Menos cenizas que las de un haz de leña!

Rebuscó en la oscura cavidad.

– No, ésta es de mi tío. ¡Esta es mi pobre esposa! ¡Ah, qué trabajadora que era! Ésta sí es tu madre. -Se volvió con aire triunfal, mostrando un jarrón de terracota recubierto de un liquen verdusco-. Aquí la tienes, tu madre.

Tendió el objeto a Calígula. Viendo que le temblaban las manos, Enia se adelantó, tomó la urna y al echarle un vistazo sufrió un sobresalto. Encima del nombre de Agripina, leyó, trazadas con carbón, las palabras: «La gran puta.» Extrajo de su estola un paño de lino y borró el ultraje.

– ¡No lo limpies! ¡Quiero que toda Roma vea cómo trató Tiberio sus cenizas!

Durante el viaje de regreso, Calígula no pronunció una palabra y Enia respetó su silencio. Cuando llegaron a las bocas del Tíber, una barca los recogió para trasladarlos al birreme que iba a remontar el río hasta Roma. El emperador se puso el majestuoso atuendo de luto y con el velo blanco sobre la cabeza subió de nuevo al puente, donde habían instalado un estrado con un sillón dorado. Se sentó en él, con la urna entre los brazos, a fin de que los espectadores apiñados en las orillas pudieran ver pasar a Agripina, camino de su reencuentro con Germánico.

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