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25 Roma, agosto del año 37

A Salomé le gustaba escenificar sus enfados al espectacular estilo de las mujeres de Oriente. Acababa de romper dos valiosos jarrones y como no pretendía llevar más lejos la destrucción de objetos de arte, esbozó el gesto de golpearse el pecho, mientras Agripa aguantaba estoicamente el chaparrón.

– ¡Reconoce que se ha burlado de ti! ¡«Mi venerado maestro»! ¿Qué has obtenido de él hasta ahora? Nada. Promesas, sonrisas y buenas palabras.

– Es emperador desde hace sólo unos meses. Déjale tiempo para arreglar problemas más urgentes que ése.

– ¡Te ha asignado un alojamiento más propio de un liberto de su secretaría -exclamó ella, abarcando el apartamento con la mirada-, a ti que eres de sangre real!

– El Palatino está abarrotado. Al fin y al cabo, yo no pertenezco a la familia imperial.

– ¡Yo, Salomé, quiero ser reina! Una reina es la esposa de un rey. Explícale que Israel necesita un rey.

– ¡Como si fuera tan fácil!

Demuéstrale que eres indispensable. Piensa otra idea tan buena como la revuelta de Samaria.

– No me sirvió de nada.

– Porque Tiberio ha muerto. Si no, te habría recompensado. Inventa algo. Puesto que Cayo se digna por fin recibirte, aprovecha su punto débil. Todos los hombres tienen uno, basta con encontrarlo.

– Lo sé muy bien. Tú has encontrado el mío -replicó él, entre galante y mordaz.

– ¿Lo lamentas?

– No. Eres la más dulce de mis debilidades. ¡Bueno, no todo es dulzura! No olvides de todas maneras que debo ganarme el dinero que gastamos. Mi trato con Graco se anuncia próspero. Los fariseos compran cuanto se les ofrece.

– ¿Por quién me tomas? ¡Me traen sin cuidado tus negocios de tres al cuarto! Yo quiero ser reina.

En su furor, estrelló contra el suelo una copa de gran valor y, consternada, se detuvo en seco.

– ¿Ves? Deberías mantener la calma. La cólera es una demencia breve, en palabras del sabio. Cayo me ha convocado y sin duda va a concederme algún privilegio.

– ¡Nada de privilegios! ¡La corona de Israel o nada!

– ¡Paciencia! Todo llegará.

Cuando el nomenclátor anunció a Agripa, Calígula se puso en pie y fue a recibirlo con un abrazo. Consciente de que la cordialidad desbordante constituía una de las máscaras del emperador, el príncipe no la interpretó como un buen augurio.

– ¡Sé bienvenido, mi venerado maestro! Una vez más preciso de tu sabiduría.

– Estoy a tus órdenes, César.

– ¡Vamos, menos formalidades! Te autorizo a llamarme Cayo siempre que estemos a solas.

– Gracias, Cayo.

– Y bien, ¿cómo me encuentras esta mañana?

– Te veo buena cara.

– Es porque he dormido bien. Me ocurre pocas veces. Tú en cambio, tienes ojeras. ¿Es sin duda a causa de la princesita? ¡Que guapa, esa Salomé! ¡Por su aspecto, se diría que no le falta temperamento!

El príncipe alzó los ojos al cielo.

– ¡En la cama es un volcán, pero tiene un carácter de lo más difícil!

– Como todas las orientales. Pero no es para hablar de ella para lo que te he mandado llamar. Quiero que me des tu opinión sobre un asunto importante. ¿Un príncipe bueno puede volver buenos a sus súbditos?

– Si es una adivinanza, confieso que no conozco la solución. Si es un tema de examen para escolares, no me parece bien elegido porque todo el mundo sabe la respuesta.

– Pues respóndeme como si yo la ignorase.

– Es imposible. Por otra parte, también considero del todo imposible que un príncipe sea bueno.

– Sólo lo imposible me interesa.

A Agripa le costó un gran esfuerzo disimular su irritación.

– A decir verdad, pensaba que me habías convocado a propósito de algo bien distinto. ¿No crees que los judíos necesitan que alguien tome de nuevo las riendas?

– Ya veremos, ya veremos. Tenemos tiempo de sobra. Como muestra de mi bondad, voy a quemar en público las acusaciones que se presentaron a Tiberio contra los miembros de mi familia. Hay cientos de ellas. Cartas anónimas, pero también muchas denuncias firmadas, puesto que la ley concedía al acusador el derecho a la mitad de las sumas confiscadas. ¿Qué te parece?

– No sería prudente. Entre esos acusadores, hay sin duda personas que te son o te serán hostiles. No todos obraron por dinero. Si te ponen trabas, si intrigan contra ti, ¿no crees que sería bueno disponer de sus cartas? Son armas valiosas. ¿Por qué desprenderte de ellas?

– Tienes razón. Las quemaré, pero antes encargaré que las transcriban. Se trata de una precaución que no me resta bondad.

Agripa se preguntó si su antiguo alumno se burlaba de él. Pese al tenue brillo de ironía en sus ojos, su intención no quedaba clara.

Después de la entrevista, Calígula fue a relajarse en los balnea del palacio. Aquellas termas habían sido objeto de una ampliación considerable desde la época de Augusto, que, poco interesado por los cuidados del cuerpo, se conformaba con unas rudimentarias instalaciones. Tras la sudación en el caldarium, se entregó con beatitud a las benéficas fricciones del strigilis.

Si me permites un consejo, no deberías permanecer tanto tiempo en la sala caliente, César. No es sano.

Cayo se sobresaltó. No se había percatado de que Macrón estaba recibiendo un masaje en el banco de al lado.

– Sin duda tienes razón. ¿Cuál es, según tú, la manera más sana de proceder?

– Hay que utilizar muy poco el caldarium y mucho el frigidarium. A mí siempre me ha dado buen resultado.

– Es verdad, te ha sentado admirablemente bien. Veamos, tú, el masajista, no me tapes a mi amigo Macrón. Son raras las ocasiones que se me presentan de verlo desnudo.

El negro se apresuró a retroceder un paso.

– ¡Qué cuerpo, por Hércules! ¡Qué hombros! ¡Qué músculos!

– Es que, de niño, frecuentaba la palestra -explicó el prefecto del pretorio-. Y nunca he dejado de hacer ejercicio. Tú deberías levantarte una hora antes para salir a correr. De este modo, endurecerías tu cuerpo.

– Por desgracia, ni siquiera siguiendo tan excelente consejo, llegaría a tener tu soberbio cuerpo. Tus muslos son una maravilla, por no hablar de lo que la decencia prohíbe nombrar. ¡Un fuste de columna entre dos puños de gigante! ¡Ay, qué suerte la de tu mujer! Yo no ceso de repetírselo.

Advirtió que había acertado en el blanco. No había mejor forma de cortar su retahíla de consejos que recordándole su condición de cornudo.

Macrón soportaba aquellas humillaciones con filosofía. Fingía creer que su mujer se reunía con el emperador con el inocente objeto de iniciarlo en la astrología. Nunca aludía a esta relación delante de ella. Si hubiera dado muestras de estar informado de su infortunio, la imposibilidad de vengarse de su rival le habría exigido repudiar a la infiel para salvar el honor. Como tal perspectiva se le antojaba insoportable, prefería sufrir en silencio.

Unos días más tarde, se celebró en el Foro la ceremonia del perdón. Calígula en persona depositó sobre la hoguera el grueso legajo de denuncias. Cuando las llamas se elevaron, tomó la palabra.

– Mirad todos cómo arden las calumnias sobre cuya base mi madre y mis hermanos sufrieron el exilio o fueron condenados a muerte. Los delatores podrán dormir en paz, suponiendo que no los atormenten los remordimientos. Yo no quiero saber nada de quienes obraron mal contra mí y los míos.

En las primeras filas, los senadores no parecían del todo tranquilos. Ellos habían ratificado todas las condenas solicitadas por Tíberio y temían que llegara el día en que hubieran de pagar por su sumisión al tirano.

El pueblo, en cambio, no cabía en sí de asombro, pues jamás uno de sus amos había demostrado tal benevolencia. Calígula se paseaba sin protección por las calles de la ciudad, donde nunca se había visto a un emperador transitar a pie. Dirigía con familiaridad la palabra a la gente sencilla y mandaba tomar nota de sus peticiones o de sus quejas. Un liberto provisto de un morral lo seguía, para dispensar las ayudas más urgentes. No obstante, más que las monedas de oro, era la bondad de Calígula lo que maravillaba a la plebe. Aquel joven se apiadaba de los humildes, consolaba a los afligidos, escuchaba a quienes lo abordaban. Unos y otros repetían a propósito de él «no es orgulloso», lo que en boca de la gente modesta resulta el mayor de los elogios.

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