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– Cayo se alegra de esta unión. Oficiará de testigo.

Loca de alegría, Lépida estrechó tres veces a su futuro yerno contra sí y después mandó llamar a la muchacha. Mesalina nunca había estado más bonita que entonces, con aquella túnica demasiado corta que llevaba ceñida, a la manera de los niños, con un cordón de cuero. Se humedeció los apetitosos labios con la punta de la lengua mientras oía a su madre anunciar que se iba a casar con el tío.

– Estoy muy orgullosa de que me hayas elegido. Haré todo lo posible por que seas feliz -prometió.

– Ya lo soy.

– Sin embargo, tío, debo decirte la verdad. Has de saber que tengo grandes defectos.

– Tú no tienes más defectos que un diamante, cariño.

– Sí, los tengo.

– ¿Cuáles?

– Me gustan las joyas hermosas y los vestidos bonitos.

– Te proporcionaré todo cuanto desees. Joyas y vestidos.

– ¿Esclavos?

– Todos los que quieras.

– Me gustan las villas en el campo.

– Poseo unas cuantas por todas partes. Elegirás las que prefieras.

– También me gusta ir de compras.

– Mi administrador te entregará todos los meses cien mil sestercios para tus gastos.

La chiquilla se puso a saltar de contento.

– ¡Mesalina! -intervino la madre-. ¡Tu tío pensará que te casas con él por su riqueza!

– ¡Oh, no! ¡Lo querría igual aunque fuera pobre!

Se arrojó a sus brazos con un ademán tan cariñoso que a él le costó mantener la compostura.

– ¿Cuándo nos casamos, tío?

– La ceremonia no puede celebrarse antes de un mes.

– ¡Pero eso es mucho tiempo, un mes!

– ¡Pues sí, para mí será mucho más largo que para ti!

Lépida ordenó a la joven novia que los dejara solos.

– Encuentro muy cruel que se os haga esperar tanto. Puesto que el emperador ha decidido uniros, quizá podríamos…

Claudio le tomó la mano, aquejado de tartamudez a causa de su entusiasmo.

– No… no me atrevía a pedírtelo. ¡Qué buena eres!

– Es algo contrario a las buenas costumbres. Si alguien se enterase…

– Seremos discretos.

– Mi reputación…

– ¡Te lo suplico! No habrás de lamentarlo.

– No se trata de mí. Sólo me preocupa vuestra felicidad. ¡Ah, si no fuera por esas malditas cuestiones de decoro!

– ¡No me dejes esperando un mes entero!

– Es cruel, lo reconozco, pero no sé si…

– Me gustaría complacerte en algo, querida prima. Nunca te he hecho regalos. Seguramente hay algo que te agradaría tener.

– ¡No hablemos de mí! Yo pienso sólo en vosotros dos. No quiero nada para mí.

– Dime, te lo ruego, qué te agradaría. Te lo pregunto por pura curiosidad.

– Bueno, por si de verdad te interesa, he visto en casa de Rutilio una magnífica túnica de lame dorado.

– ¡Ya es tuya!

– Pero ¡qué locura! Si vale una fortuna…

– Es tuya. Mi administrador pasará a pagarla hoy mismo.

– ¡Qué generosidad! Pensándolo bien, no me siento con valor para haceros esperar todo un mes.

– ¡Ay, gracias, prima! ¿Cuándo?

.-Ven mañana a la hora de la clase. Será, en cierta manera, vuestra noche de bodas. ¡No olvides que la pequeña está intacta! -añadió, amenazándolo con el índice-. ¡No vayas a asustarla, sobre todo!

– No temas. Sabré comportarme.

Claudio no logró conciliar el sueño esa noche. Recorrió de un lado a otro su palacio, contando los minutos. Cuando por fin se presentó en casa de Lépida, ésta lo abrazó de manera efusiva, orgullosa de tener por yerno al tío del emperador.

– Todo está listo. Por favor, no olvides que no sabe nada de la vida. ¡Sé delicado!

– Lo seré -aseveró, enfermo de impaciencia.

Lépida lo guió a una habitación provista de una gran cama. Bajo la colcha, Mesalina esperaba.

– Estaréis bien anchos para practicar el griego. ¡Buena clase!

Claudio se desnudó a toda prisa y, con mano temblorosa, destapó a la joven. Estaba desnuda. Olvidando sus buenos propósitos, el la acometió como un ciervo en celo. Notó que la desgarraba y al instante culminó su gozo. Luego se apartó, avergonzado por su brutalidad.

– ¡Perdóname, cariño! ¡Es que tenía demasiadas ganas!

– ¡Me has hecho mucho daño, tío!

– Te prometo que en adelante seré más cuidadoso.

– Mira, estoy sangrando.

– Porque es la primera vez. Con el tiempo, verás que es muy agradable.

– ¡Me duele! ¡Me escuece!

– Lo siento mucho. Es que eres demasiado hermosa. No he podido controlarme y he ido demasiado deprisa. Hay que hacerlo con más lentitud. El amor es una ciencia, y yo te la enseñaré. Tienes todavía todo por aprender.

– Mamá me había prohibido eso, pero no soy una ignorante Enternecido, Claudio depositó un beso sobre la carnosa boca de la muchacha.

– En ese sentido, la ignorancia no constituye un defecto, bonita. Ya verás, el amor resulta más fácil que el griego.

– ¡No soy ignorante! -insistió ella con aire ofendido.

– Por supuesto. Habrás hablado de este tema con tus amigas. Lo que quería decir es que hay mucha distancia de la teoría a la práctica.

– Sé hacer cosas.

Claudio creyó adivinar a qué se refería. Antes de llegar a la edad nubil, todas las niñas se acariciaban. A la pobrecilla le avergonzaba confesarlo.

– ¿Qué cosas, bonita? Dime una.

– Por ejemplo, sé hacer gritar.

– ¿Hacer gritar? ¿Y eso en qué consiste?

– ¿Quieres que te lo enseñe?

– Oh, yo de todas maneras no grito nunca -advirtió él, divertido ante aquella muestra de infantilidad.

– ¿Seguro? Recuéstate en esa almohada, para estar más cómodo.

Él obedeció, expectante por saber qué se proponía. Una vez que se hubo arrellanado, ella se arrodilló entre sus piernas.

– ¡Oh, qué grande! -la oyó exclamar con su voz pueril. Orgulloso de ser el afortunado que le desvelaba el mundo de la masculinidad, sintió que la mano de la pequeña curiosa se posaba sobre su miembro. Como la serpiente al son de la flauta, ésta se irguió lentamente.

– ¡Ten cuidado! ¡Es muy sensible!

Sin responder, ella tomó la base entre dos dedos, como para medir su imponente diámetro.

– ¡Despacio, bonita!

Los dedos subieron a lo largo del miembro que se hinchaba» conmovido por aquel ingenuo recorrido. Aún se endureció más cuando ella le propinó una palmada, como cuando se aguija a un caballo. Claudio pensó, divertido, que la inocente chiquilla lo excitaba sin querer, sin saber muy bien qué hacer con aquel novedoso Juguete. Había llegado el momento de impartirle la primera lección de amor.

– ¡Espera! Te voy a enseñar.

Para su sorpresa, ella le agarró la muñeca en el aire y le colocó de nuevo el brazo al costado.

– ¡No te muevas!

Él quiso protestar, pero la manecilla había dejado ya erecto el miembro, cuya piel hacía deslizar con una suave firmeza. En un instante, quedó más tieso que una jabalina, gracias a la sabia combinación de la presión y la cadencia aplicadas. Claudio gimió, estupefacto. Ella soltó una risita.

– Y ahora, vas a gritar.

Aceleró el movimiento de la mano derecha a lo largo de la verga mientras le deslizaba la izquierda bajo las nalgas. Bruscamente, le hundió en el ano su índice afilado de niña. Al mismo tiempo, apretó con fuerza el glande congestionado.

Fulminado, Claudio gritó a pleno pulmón, al ritmo de las convulsiones que parecía que nunca iban a terminar. Cuando recobró la conciencia, Mesalina lo miraba enjugándose la mejilla.

– Tú también has gritado. Todos los muchachos gritan cuando les hacen eso. No lo pueden evitar. ¿Ves como sé cosas?

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