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Agripina salió de la tienda escoltada por dos guardias, con la íntima certeza de que no la iba a matar. Más allá del amor y del odio, sus hermanas eran sagradas para él.

Esa misma noche se formó un consejo de guerra. Getúlico aseguró que no se arrepentía de nada y que había querido salvar a Roma. Luego observó con desagrado cómo su cómplice imploraba el indulto. También se condenó a dos: legados del Estado Mayor, a quienes Lépido había denunciado, pero la represión no fue más lejos. Al amanecer, decapitaron a los cuatro hombres con hacha.

– Adiós -dijo en voz alta e inteligible Getúlico, antes de apoyar el cuello en el tajo-. Otro soldado salvará Roma.

Ante los tocones de árboles ensangrentados, dos oficiales acudieron a pedir autorización para encender las piras.

– ¡Que los arrojen a los perros! -exclamó el emperador.

Al reparar en el horror plasmadlo en las caras de los militares, cambió de decisión, por temor a un motín.

– Sea. ¡Que los quemen!

A continuación ordenó que condujesen a sus hermanas, bajo estrecha vigilancia de una escolta, hasta las islas Pontinas, donde permanecerían como prisioneras de Estado.

– Que se lleven las urnas de Getúlico y de Lépido -indicó al jefe del destacamento-. Pasarás por Roma y te encargarás de que las tengan sobre las rodillas mientras atraviesen la ciudad.

Lesbia se había quedado fulminada. Camino del exilio, sollozó día y noche por su amor terminado en tragedia. Agripina, sostenida por la fuerza del odio, se repetía que su hermano estaba rodeado de enemigos cuyo número no cesaba de aumentar. Había sido lo bastante estúpido para no decretar su muerte y no atentaría, por lo tanto, contra la vida de Nerón. Un día u otro, una conspiración conseguiría derrocarlo. Hasta entonces, su deber era sobrevivir.

Antes de ir a pasar el invierno en Lyon, Calígula consagró todo el mes de noviembre a la reorganización del ejército del Rin. Al frente, puso al senador Galba a quien, en tiempos de Tiberio, habían nombrado gobernador de Aquitania y después cónsul, y que había destacado por su rigor e integridad. Pese a todas las cualidades del elegido, el emperador declaró que lo había designado porque, en la época en que aún no era más que pretor, había celebrado los juegos de Flora exhibiendo unos elefantes que bailaban sobre la cuerda floja. Incluso para justificar las decisiones atinadas, le gustaba aducir motivos disparatados.

54 Lyon (Lugdunum), enero-marzo del año 40

En Lyon la brumosa, los primeros días del año fueron tan fríos que en las aguas del Ródano y el Saona flotaban témpanos. En ese clima, la vestimenta del emperador resultaba más sorprendente aún que en Italia. Los galos de la clase cultivada, orgullosos de hablar latín y de haber sustituido los calzones por la toga, estaban estupefactos ante aquellas indumentarias. Calígula tan pronto se disfrazaba de Heracles, con piel de león y garrote dorado, como se ponía dos gorros en la cabeza para figurar a la vez a Castor y a Pólux. Le gustaba encarnar a Dioniso, con hiedra, tirso y piel de corzo. Ataviado con clámide, calzado con sandalias aladas y con caduceo en la mano, representaba a Hermes. Unas horas más tarde, uno se lo encontraba caracterizado de Apolo, con la corona radiada en la cabeza, y el arco y las flechas en la mano izquierda. Después se metamorfoseaba en Ares, empuñando la espada y con coraza de bronce.

– Hace mal -confió Claudio a Mesalina-. El emperador romano debe vestir toga. ¿Qué necesidad tiene de ponerse esas ridículas prendas de los dioses? ¡Que lo haga en su teatro! A propósito, ¿a ti también te pide que te vistas de diosa?

– No, sólo llevo un traje en escena.

– Me gustaría verlo.

– Ya sabes que Cayo no quiere.

Estaban alojados en una vivienda espléndida y todos sus sirvientes domésticos los habían acompañado a la metrópoli de la Galia que, en unos cuantos decenios, se había convertido en una de las ciudades más prósperas del Imperio, una especie de Pérgamo de Occidente. De no haber echado de menos las librerías de Roma, Claudio habría estado del todo satisfecho con aquella residencia. Recordaba con frecuencia que debido a los incesantes viajes de sus padres, había nacido en Lyon y sentía por ello un afecto especial hacia aquella ciudad.

No era ése el caso de Antipas. Lejos de las termas y los templos, la casa del tetrarca exiliado no se semejaba en absoluto al palacio de un dinasta de Oriente. Le sentaba mal el clima, pues padecía la tortura del reumatismo. Herodías, que buscaba consuelo en los dulces, había engordado mucho. Apabullaba a su marido con incesantes reproches. Sus desdichas, según ella, derivaban de su incompetencia y su necedad. Si hubiera demostrado un poco más de habilidad, habría conservado el favor del emperador.

– Otros son más inteligentes que tú. ¡Deberías haberte arrojado a sus pies, decirle que es un dios, puesto que es eso lo que quiere oír!

La llegada de la corte había despertado en el corazón de los proscritos la esperanza de recuperar la gracia imperial. Deliberaron con detenimiento para decidir la táctica más conveniente. Herodías aconsejó a su esposo que manifestase su arrepentimiento de manera espectacular y mandó preparar la túnica de suplicante así como la urna con cenizas que él debía esparcirse por la cabeza en el momento oportuno.

– No me devolverá mi tetrarquía.

– ¡Deja de gemir! Estás ridículo.

– Y tú, deja de tragar. ¡Estás enorme!

Por fin les notificaron que el emperador estaba dispuesto a recibirlos, con la precisión de que no se trataba de una audiencia privada. Se presentaron en el palacio a la hora indicada. La sala de honor estaba prácticamente llena a rebosar. Los asistentes eran tan variopintos y ruidosos como el público del circo. Magistrados lioneses, funcionarios imperiales, artistas de renombre, mujeres de mundo y de vida alegre parloteaban acerca de la traición y el castigo del comandante de las legiones del Rin. Los ediles habían decidido por votación el día anterior organizar un acto de felicitación y erigir una estatua de oro macizo a Pantea, a quien atribuían el mérito de haber salvado a su hermano. En torno a la sala había guardias germanos apostados junto a las paredes a intervalos regulares, como para vigilar a posibles perturbadores.

Calígula apareció en el estrado, flanqueado por sus lictores. Iba vestido con una túnica de seda verde y un grueso abrigo del mismo color, adornado con bordados de oro e incrustaciones de pedrería. Una vez que se hubo acomodado en una especie de trono, unos sirvientes depositaron a su derecha dos pesados baúles de mimbre trenzado. Después permanecieron de pie junto a ellos, como si aguardaran órdenes.

– Os he reunido porque vuestra noble ciudad profesa una especial veneración a Mercurio, dios del comercio y de los ladrones -anunció el emperador-. He decidió poner a la venta algunos objetos, sobre todo las joyas que pertenecieron a mis hermanas, Agripina y Lesbia. No las van a necesitar allí donde están. Yo fijaré el precio inicial y os agradeceré que pujéis.

De inmediato, un servidor extrajo de uno de los baúles un brazalete de considerable tamaño y lo agitó por encima de la cabeza.

– Cien mil sestercios -propuso el emperador-. ¿Quién da más?

Paseó por la concurrencia una mirada amenazadora.

– Estoy seguro de que os vais a mostrar generosos. Dales ejemplo, tío. Esta joya complacerá sin duda a tu esposa. ¿Doscientos mil, dices?

Claudio, adormilado en uno de los sillones dorados de la primera fila, no tuvo tiempo de protestar.

– ¡Adjudicada!

El subastador imperial parecía divertirse mucho. Un secretario instalado ante una mesa tomaba nota de los compromisos de los compradores. Uno tras otro, los objetos salían de los baúles: jarrones múrrinos, piedras raras, alhajas de toda clase…

Las horas transcurrían. Si algún presente hacía ademán de querer levantarse para abandonar la sala, un guardia germano lo obligaba a sentarse de nuevo. Antipas oyó que el emperador lo interpelaba.

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