Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Al día siguiente, el Senado decidió que se erigiera en el Foro una estatua de Venus con las facciones de Drusila. Claudio ejercería la presidencia del colegio de sacerdotes de Pantea y se organizarían juegos en honor de la nueva diosa. Además, se debía edificar en Roma un templo para su culto, privilegio que no se había otorgado más que a Julio César y a Augusto.

Tan prodigiosa distinción se concedía a una mujer de veintidós años, muerta sin méritos destacables, y que ni siquiera había sido madre. Los romanos estaban escandalizados, pero aplaudieron.

50 Roma, octubre del año 38

El músico tocó un acorde y Calígula adoptó la pose del declamador. Las representaciones habían retomado su curso en la cuadra-teatro de Incitatus. El emperador, que desde la divinización de Pantea manifestaba predilección por los temas mitológicos, recitó con voz vibrante los versos de Homero:

Cuando los amantes hubieron subido

a su bien construido lecho

Anquises, primero, del cuerpo de Afrodita

quitó los resplandecientes aderezos,

broches, pulseras en espiral, pendientes y collares.

Desanudó el cinturón, deshizo el rutilante vestido.

Desnuda estaba ella por su mano,

con la ropa puesta en un asiento con clavos de plata.

Luego, de acuerdo con la voluntad de los dioses y el dictado

del destino, él mortal, poseyó a la Inmortal.

A aquella escena, representada a la perfección, sucedió un episodio de los amores de Hércules y Onfalia, y después una recreación del homenaje que rindió Júpiter a Alcmena haciéndose pasar por su esposo. Al final, todos los dioses masculinos del Olimpo honraban a la protagonista. Tras saludar, Mesalina fue a pedir su opinión al emperador. Con el transcurso de los meses, entre ellos se había forjado una afectuosa complicidad. En tanto que la alta sociedad romana temblaba ante sus terroríficos caprichos, ella veía en su dramaturgo al más amable de los hombres.

– Has estado perfecta, como siempre.

– Gracias, César, pero si me permites una crítica, declamabas un poco demasiado deprisa. Al desvestirme, Anquises me ha arañado con la hebilla y casi me estrangula con el collar. Por eso, he estado menos concentrada en el personaje.

– Tienes razón, hablaré más despacio en adelante. Permíteme que te plantee una leve crítica por mi parte. En el segundo cuadro, no era en los pies donde Mercurio necesitaba alas. A su lancea le ha costado levantar el vuelo. ¿No la habrás descuidado un poco?

– Es posible. Confieso que prefería el papel de la troyana; allí había más movimiento. Y además me distrae a menudo la idea de que mi marido…

– No te preocupes por él.

– Prométeme que si a un auriga se le va la lengua, lo harás crucificar.

– ¿Crucificar a un Verde? ¡Cómo exageras! ¿Quieres que ganen los Azules? De todas maneras, yo te protejo; Claudio no chistará, porque me teme. ¡Ojalá lo hubieras visto esta mañana! No se atrevía a decirme que no, aunque estaba loco de rabia.

Pidió que le llevaran la litera y partió sin más explicaciones. En cuanto vio a Mesalina, Claudio abandonó la partida de latrunculi que disputaba con un liberto.

– ¡Ah, ya has vuelto, bonita! Sí que te has entretenido en casa de tu amiga. ¡Ay, nuestro Cayo hace cada cosa…!

– ¿Qué sucede?

– Ha destituido a dos cónsules.

– ¿Es grave?

– Lo sería si el Senado se revolviese contra su decisión, pero no lo hará. Lo verdaderamente grave es que me ha encomendado dos misiones, a cual más ridícula. No sé cómo voy a terminar mi historia de los tirrenos. -Mandó que le secaran la boca antes de proseguir-. Le ha tomado tirria a las estatuas de los próceres y ha cursado órdenes de mear sobre ellas. Yo estoy encargado de verificar que tan noble tarea se lleve a cabo. Ha osado incluso decirme que si yo mismo meaba, me haría acreedor de su gratitud.

– Bromeaba.

– Sí, a su manera. Más vale obedecerle. La segunda misión resulta también muy curiosa. ¿Conoces al gobernador de Panonia, Cayo Calvisio?

– Perfectamente. Su padre, un amigo de los Mésala, frecuentaba nuestra casa. Es un hombrecillo discreto y apagado que se casó con la guapa Cornelia.

– ¡Es más cornudo que Barbato! Esa Cornelia se encaprichó del ayudante de campo de su marido y lo acompañó, disfrazada de hombre, en su gira de inspección de los puestos de guardia. Después, se pusieron a hacer el amor en medio de las insignias sagradas.

– ¡Oh, no es posible!

– Pues sí, algunas mujeres son unas desvergonzadas. Incurrieron en un delito contra la disciplina militar, agravado por un sacrilegio. Pues bien, Cayo quiere que yo vaya a dirigir la investigación allí mismo. No me será posible llevarte conmigo porque se trata de un asunto muy delicado. La criminal es la hermana de Getúlico, comandante de las cuatro legiones del Rin.

– ¿Getúlico el Hermoso?

– El mismo. ¿Por qué querrá mandarme allá Cayo? ¡Casi dos meses sin ti! Es como esa manía que tiene de ponderarme tus dotes de actriz. El histrión es él; me ha recibido disfrazado de Apolo. Hace tres semanas que no lo veo en toga. ¡Fíjate qué efecto debe de causar a los senadores! ¡Cuando pienso que consideró atinado confesarles que había conservado la copia de todas las denuncias que afirmó haber quemado!

– ¿No debía hacerlo?

– Por supuesto que no. Es como si un general mostrara al enemigo todas sus armas antes de una batalla, para que no los tomen por sorpresa. Había que guardar el secreto.

– Yo también guardo un secreto. Un secreto que quizá te guste.

– ¿Qué secreto?

– Adivina.

– ¿No… no estarás… esperas…?

– Sí. No estaba segura, pero Jenofonte lo ha confirmado.

Vacilante a causa de la felicidad, Claudio fue a sentarse para anegarse en lágrimas con mayor comodidad.

51 Roma, enero-septiembre del año 39

Durante las semanas posteriores, el juramento que Calígula había prestado a Drusila en su lecho de muerte no paraba de atormentarlo. Lo embargaba la sensación de que casarse equivaldría a renegar de su boda secreta con su amada hermana. El primero de enero del nuevo año, tomó la decisión de cumplir con su promesa y convocó a Jenofonte. Colmado de honores y de prebendas, el médico había fundado una escuela de obstetricia y era el partero oficial de las damas del Palatino.

– Necesito tus consejos -le anunció el emperador-. Quiero tomar esposa que me dé un heredero. ¿Cómo se puede tener la certeza de que una mujer es fértil? ¿Es cierto que debe ser ancha de caderas, pelirroja y pecosa?

– Eso son cuentos. La fertilidad depende únicamente del estado de la matriz. Conviene que ésta no sea demasiado seca ni demasiado húmeda, ni esté demasiado abierta ni demasiado cerrada. El orificio debe encontrarse bastante adelante y presentar un acceso directo y fácil.

– ¿Y cómo quieres que compruebe eso sin un médico armado de un espéculo?

– El profano puede basarse en algunos indicios. Las reglas deben ser regulares y la sangre fluida. Por lo demás, es preciso que la mujer goce de buena salud y que te inspire deseo.

– ¿Es bueno que ella sienta placer con el acto?

– ¡No, en absoluto! El placer de la mujer es enemigo de la concepción. Por el contrario, si el hombre no disfruta, el esperma que emite no resulta eficaz.

– ¿Existen medios de asegurar la concepción?

– Las probabilidades aumentan adoptando la postura de los animales cuadrúpedos. Los gérmenes alcanzan con mayor facilidad el objetivo gracias a la inclinación del pecho y al levantamiento de las caderas. Por otra parte existen diversas recetas, cuyo objeto es ante todo estimular el poder procreador del varón. Si lo deseas, maceraré el hocico y los pies del lagarto al que llaman escinco en vino blanco con satirión. Esta misma hierba, tomada con leche de oveja, favorece la erección.

51
{"b":"125266","o":1}