– No encontré señales de lucha ni de golpes, pero puedo equivocarme… Después de una caída así, los cuerpos están lacerados. Es difícil pronunciarse.
– ¿Nadie lo empujó?
– Yo no he dicho eso. Sólo que parece tratarse de un accidente.
A un gesto del emperador, un esclavo acudió raudo para ayudarlo a levantarse. El anciano atravesó renqueante la estancia tirando con nerviosismo de su túnica de interior como si la encontrara demasiado corta y quisiera taparse las peludas piernas.
El médico sostuvo su mirada, velada en parte por nubes blanquecinas, y recordó que quienes habían conocido a su ilustre paciente en su juventud elogiaban el brillo de sus ojos, la potencia de su voz, la fuerza de su puño. ¿Cómo había llegado a convertirse en aquel viejo amargo y desconfiado?
Tiberio se sentó en un asiento alargado de ébano con pies de grifo. Soltó un resoplido prolongado, como si acabara de ascender una pendiente escarpada. El impétigo había marcado su pálido rostro con unas manchas rojizas.
– Dime, Jenofonte, ¿conoces bien a Cayo?
– Lo atiendo en muy raras ocasiones.
– ¿Lo consideras un alienado?
– No, César.
– ¿En qué te basas para decir eso? ¿Lo has examinado a fin de cerciorarte de que no está loco? Tú eres un buen médico, pero ¿has tratado a muchos dementes desde que ejerces?
– No me he interesado más que en las enfermedades propias de las mujeres. Por otra parte, ellas también sufren de manía, de melancolía y de otros trastornos del espíritu.
– Y bien, puesto que algo entiendes de locura, vas a sacarme de dudas. Vas a dictaminar, con un sí o con un no, si Cayo ha perdido la razón.
– No presenta síntomas de desequilibrio mental.
– Yo no estoy tan seguro. Según me han informado, pronuncia, en sueños, el nombre de su hermana Drusila y, al despertar, habla con la Luna. ¿Su pasión incestuosa lo ha vuelto loco o no? Espero tu diagnóstico sin demora.
Esa misma noche, Jenofonte se presentó en la villa de Capricornio. Un enjambre de sirvientes limpiaba la gran sala de la planta baja donde saltaba a la vista que se había celebrado una comilona regada con bebida durante toda la noche. Cayo recibió al médico en sus aposentos.
– ¿Sabes de quién es este verso: «Venido del cielo, se vistió con su casaca púrpura»? -le preguntó al verlo.
– De la poetisa Safo -respondió, el griego, impasible-, la hija de Ciéis y de Escamandrónimo. Sigue así: «Eros viene a desanudar de nuevo todo mi cuerpo, y una turbación agridulce me invade.»
– ¡Bravo! La mayoría de tus colegas no sabe nada de poesía. ¿De modo que Tiberio te ha ordenado visitarme? ¿Por qué se interesa por mi salud? Cree que estoy loco, ¿verdad?
– No ha insinuado cosa semejante.
– ¡Vamos, no me vengas con patrañas!
Jenofonte había dispuesto de mucho tiempo para reflexionar sobre lo que convenía responder en un caso como ése.
– Sí, teme que tal vez estés privado de razón. Quiere que establezca un diagnóstico.
Se había formado ya una idea bastante precisa. La anormal palidez y la mirada extraviada eran señales de insomnio pertinaz y de agotamiento. Su semblante acusaba sin duda los efectos de un miedo permanente. Los cambios de humor, las bromas seguidas de repentinos arrebatos de tristeza podían ser indicativos de manía.
– ¿Qué hace pensar a Tiberio que he perdido el juicio? Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.
– Tiene la impresión -declaró Jenofonte, tras un instante de fingida vacilación- de que sientes por tu hermana Drusila una pasión que te enturbia la razón.
Por un momento le pareció que el joven estaba a punto de abalanzarse sobre él.
– Sus espías -continuó el médico sin inmutarse- le han revelado que pronuncias su nombre en sueños y que hablas con la Luna. También dice que sufres ataques de furor y que despeñaste a tu amigo en el transcurso de una pelea. No obstante, yo escribí en mi informe que se trataba de un accidente. Calígula se echó a reír.
– ¡Decididamente me agradas, mi querido Jenofonte! ¡Eres más astuto que Ulises! ¡Ah, tiene que estar muy cercano el final de Tiberio para que traiciones su confianza viniendo a contarme esto! Has hecho bien. Ve, no has apostado por el caballo perdedor. Yo no soy un ingrato, ya lo comprobarás a su debido tiempo.
Le reconfortaba que un griego taimado y previsor confirmase el veredicto de los astros.
Al día siguiente, Jenofonte expuso en términos cultos al emperador que Cayo padecía únicamente las secuelas de su epilepsia y que no presentaba síntomas de enfermedad mental alguna.
– Sin duda tienes razón. No está loco -concluyó Tiberio-. En eso como en otras cosas, hace teatro. De todas formas, tú tampoco has conseguido arrancarle la máscara.
7 Rodas, agosto del año 36
Construida a las puertas de la inmensa Asia, Rodas poseía uno de los mercados de esclavos mejor surtidos del mundo. Graco acudía con regularidad a proveerse de prisioneros de guerra aptos para convertirse en buenos gladiadores. Oficiaba, sin que nadie lo supiera, de mensajero entre Cayo y su hermana Drusila, a quien el emperador había obligado a casarse con Casio Longino, procurador de aquel reducido territorio, pero no podía transmitir cartas, pues, a causa de la desconfianza de Tiberio, todos cuantos salían de Capri eran sometidos a un minucioso registro.
En cuanto la avisaron de su llegada al palacio, Drusila se apresuró a salir a su encuentro. Era de esas raras mujeres que no fascinan tanto por su belleza como por su misterio. Su porte altivo y sus andares de reina se le habrían antojado señales de altanería, de frialdad incluso, a quien no advirtiera en sus enormes ojos el fuego recubierto por el hielo.
– Está bien -afirmó sin dilación Graco-. Te manda decir que piensa constantemente en ti y que sólo este pensamiento lo mantiene con vida.
La mujer lo miró de hito en hito.
– No me ocultes nada. ¿Ha sufrido una crisis de su mal? ¿Cuándo lo viste?
– Justo antes de mi partida, hace tres semanas. Se encuentra muy bien. Consulté a su médico Jenofonte para cerciorarme.
– Leo en tu expresión que ha ocurrido algo grave.
– Tiberio intenta hacerle confesar un crimen.
– ¿Un crimen?
– Tu hermano paseaba en compañía de un amigo por un sendero que bordea el acantilado. Éste se precipitó en el vacío y se mató. El emperador cree que lo empujaron.
– ¿Cayo, un asesino? ¡Es absurdo!
– Sí. Seguramente se trata de un pretexto para atormentarlo.
Drusila le sonsacó, frase tras frase, la descripción de la visita a la mazmorra subterránea. Al oír el nombre del cautivo, se sobresaltó.
– Pero si todo el mundo lo creía muerto desde hace tiempo. ¡Lo tortura en los subterráneos de su villa! ¡Qué crueldad! ¡Qué horror! ¡Pobre Cayo!
– Se las arregló para no perder la sangre fría. Tu hermano es muy valiente.
– Más que valiente, Graco. Es un ser extraordinario. ¿Viste a Tiberio?
– Sí. Había adelgazado aún más desde mi estancia anterior. Hablé con Calisto y me dio a entender que el final está próximo.
Tal perspectiva no pareció tranquilizar a la joven.
– ¿Ha cometido alguna imprudencia Cayo? ¿Ha dicho alguna inconveniencia?
– No, sólo habla de teatro. Yo le llevo los trajes de escena más extravagantes que consigo encontrar para sus representaciones. Está aprendiendo a tocar la pandereta.
– Ay, Graco, me gustaría demostrarte mi agradecimiento, pero sabes que no puedo contarle nada de todo esto a mi marido. ¿Y qué es lo que se supone que vas a venderme?
– Estatuas etruscas. Las he dejado con tu liberto. Es un regalo de Claudio.
– Dale las gracias de mi parte. ¿Cómo está?
– Como siempre. Se queja de la falta de libreros que hay en Capri.
Drusila esbozó una sonrisa que la angustia borró enseguida.
– Ojalá no…
– No. Lo habría hecho ya.