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Se puso en pie rehusando la ayuda de su doméstico y salió de la sala, dejando a los comensales entregados a acalorados comentarios.

– Va a reinstaurar la República -susurró Ahenobarbo a Agripina.

Lesbia, que había advertido cómo se alteraba el semblante de su hermano, acostado a su izquierda, se inclinó con inquietud hacia él.

– ¿Qué debe de significar esto?

– Nada. Nada en absoluto -contestó éste, de nuevo con su habitual máscara de indiferencia.

En realidad, estaba paralizado por el pánico. ¿Y si Trasilo se había equivocado? La insinuación del emperador quedaba clara. Se proponía exiliarlo, matarlo tal vez. Convenía actuar sin demora.

Cuando llegó a su habitación, Tiberio se sentía tan exhausto que apenas le restaban fuerzas para levantar los brazos a fin de dejarse desvestir por su criado. Un vez solo, suspiró, como quien culmina por fin una pesada tarea.

Al recordar el espectáculo que acababa de escenificar, rió por un momento entre dientes. Había ofrecido un simulacro de festín a un remedo de familia. Había terminado con ellos y no volvería a verlos antes de que la Parca cumpliera con su cometido. Lo que le faltaba por llevar a cabo en este mundo se reducía a poco.

El pergamino estaba desplegado sobre la pequeña mesa. Tras verter las gotas de agua sobre los oscuros granos que machacó con la punta redondeada del cálamo, escribió con mano temblorosa: «Recomiendo al Senado y al pueblo de Roma que confíen el Imperio a mi hijo Cayo.»

Fue a acostarse en la cama pensando en Augusto. Antaño, también él había trazado a disgusto las irrevocables palabras, con las que sellaba su elección del hombre a quien detestaba. Cayo estaba corrompido por los vicios, pero, como no había dejado de constatar Jenofonte, su demencia era fingida. Poseía una inteligencia aguda, apta para comprender cualquier cosa, y, por encima de todo, la cualidad imperial por excelencia: el prodigioso arte del disimulo. Reinaría con dureza sobre un mundo que no merecía la templanza. Su cuna hacía de él un sucesor legítimo y, entre todos esos mediocres, era el único con madera de emperador. Un día caería en la cuenta de que el Imperio era un caramelo envenenado, y el poder supremo, una maldición. Ése sería su castigo.

Tiberio se durmió sumido en estas reflexiones. En mitad de la noche, lo despertó un violento dolor en la mano derecha. Intentó liberarla de la tenaza que le arrancaba el anillo, pero no le dio tiempo. Algo blando y pesado a la vez le aplastaba la cara. Se asfixiaba. Para comprender que lo estaban ahogando con una almohada, hubo de hacer el último esfuerzo de su vida.

15 Miseno, 11 de marzo del año 37

Antonia pidió que la dejaran a solas con el cuerpo del emperador. Envuelto en su manto púrpura, reposaba sobre una espesa capa de nieve traída de las montañas. Al contemplar aquel rostro desfigurado, lamentó haber llegado demasiado tarde. Si el destino no le hubiera deparado un final tan cruel, ella lo habría asistido hasta el último momento; habría corrido la cortina de los párpados sobre los grandes ojos azules que con tanto afecto la miraban en otro tiempo. No debió haberse limitado a escribirle. Mejor habría sido reunir las fuerzas para volver a verlo. Habrían llorado juntos. Su odio se rasgaba a tiras como un vestido gastado. De improviso tomó conciencia de que siempre había temido la muerte de Tiberio pues, en cierto modo, era él quien la mantenía apegada a la vida.

Se disponía a marcharse cuando un detalle le llamó la atención. Al anciano le habían cruzado las céreas manos sobre el pecho de una forma poco natural, como si más que juntarlas hubieran querido superponerlas. Se agachó y, sin vacilación, levantó la mano izquierda para dejar al descubierto la diestra. En medio del anular, la piel presentaba una franja de color distinto al del resto del dedo. Lo rascó con suavidad con la punta de la uña, recogiendo una pizca de materia blanquecina que reconoció al instante. Era albayalde, que habían utilizado como maquillaje sobre la piel desgarrada. Le habían arrancado el anillo. Tiberio había matado a su hija y ahora alguien lo había matado a él. No era sino un acto de justicia.

Avergonzada por haber incurrido en tales pensamientos, le colocó las dos manos en la posición en que las había encontrado y retrocedió un paso. ¡No, no iba a convertirse en cómplice moral del crimen! No quería acordarse más que de los lejanos días en que Tiberio no era aún emperador. Cuando Druso había sufrido una herida de muerte al caer del caballo, en los confines de Germania, él había cabalgado día y noche para llegar a tiempo junto al lecho del amado hermano. Le había prometido velar por su viuda y su hija, y había cumplido su palabra. Entre una campaña y otra, había colmado la infancia de Livila con su tosca adoración.

Antonia reconoció para sus adentros que en cierta época había estado casi a punto de enamorarse de él. Luego sobrevino la desgracia: lo habían erigido emperador. Ella lo oyó maldecir la decisión de Augusto al escogerlo como heredero. ¡Y al final había muerto asesinado, odiado por todos, como una bestia acorralada! El anillo que simbolizaba el poder supremo le había atraído la mala suerte hasta el último instante. El muchacho vicioso cuyo incesto ella había descubierto se lo había robado. ¿Qué uso pretendía darle antes de que se lo arrancasen a su vez? La recorrió un escalofrío. Cayo no debía enterarse de que ella había descubierto su secreto.

Sin dejar traslucir la menor emoción, regresó a los aposentos que le habían asignado. Decidió, antes de nada, informarse sobre lo sucedido la noche anterior. Pidió a una doncella que fuera en busca de Gemelo. Tras llegar a la conclusión de que era hijo de Sejano, no había querido volver a verlo, pero había desechado ya esa quimera. Era su nieto y corría peligro de muerte. El niño erraba por la villa, donde nadie le prestaba atención.

– Ten valor -le exhortó, abrazándolo-. Recuerda que tu padre fue un héroe.

Al oír estas palabras, pensadas para reparar la prolongada injusticia que se había cometido contra él, Gemelo se ruborizó de orgullo.

– El tío Tiberio nunca hablaba de él. Ay, ¿por qué se ha muerto tan de repente? Anoche parecía encontrarse mejor.

– Estaba muy enfermo. Las Parcas no olvidan a nadie, ya lo sabes. ¿Quién lo cuidó durante estos últimos tiempos?

– Jenofonte.

Antonia conocía la fama de ese médico intrigante, aficionado a las carreras de caballos y mujeriego, sobre el que pesaba la sospecha de haberse apropiado de la herencia de algunas de sus dientas.

– Me han contado que anoche estuvisteis invitados todos a un banquete. Cuéntame cómo fue.

– No había nada de carne y todos se quedaron muy sorprendidos. Domicio Ahenobarbo no quería comer nada, porque aborrece las verduras. El tío Tiberio le explicó que eran excelentes para la salud y que comiéndolas se podía vivir más tiempo. Dijo que Livia murió muy vieja porque le gustaba mucho el rábano blanco. Bromeó con el tío Claudio y se fue antes del final porque se sentía cansado.

– ¿No dijo nada más?

– No, abuela. ¡Ah, sí! Que iba a darnos una gran sorpresa mañana. Bueno, quiero decir hoy.

– ¿Una sorpresa?

– Sí. Seguramente se refería a que había elegido a Cayo. Supongo que ya no lo veré mucho. No sé adonde voy a ir.

– No te preocupes. Le pediré que te permita vivir cerca de mí en Roma.

– ¿Con Helena?

– Sí, con tu hermana.

El niño se arrojó a sus brazos. No, no se parecía en absoluto a Sejano, el desvergonzado amante de su hija, concluyó, reprochándose lo injusto de su actitud anterior.

Estaba absorta en estas reflexiones cuando Calisto acudió a avisarla de que el emperador la esperaba. Se sobresaltó antes de comprender que se trataba de Calígula. La multitud había invadido la villa, por lo que dos guardias germanos tuvieron que abrirle paso. Cuando entró en la más espaciosa de las salas del primer piso, Calígula se le acercó, con las manos tendidas en señal de bienvenida. Puesto que no se le permitía vestir la púrpura antes de su unción por parte del Senado, el nuevo emperador llevaba una de sus togas de joven elegante. Los ojos de Antonia enseguida se posaron en el anillo. Al recordar el dedo desollado de Tiberio, hubo de recurrir a todo su temple para reprimir un ademán de repugnancia.

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