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21 Roma, abril del año 37

Al oír que Calígula subía por la escalinata, Antonia hizo acopio de fuerzas para acudir a recibirlo. Bajo las cintas de su pelo, su rostro estaba tan petrificado como el de una muerta. Las palabras rituales brotaron a duras penas de sus labios.

– ¡Sé bienvenido a ésta tu casa!

– ¡Querida Antonia, qué placer verte! Me han dicho que estabas enferma. ¿No será grave, espero? -La edad, nada más.

– Deberías consultar a Jenofonte.

– Tengo un médico excelente, y no quisiera ofenderlo.

– Tu delicadeza es digna de encomio.

Calígula la invitó a sentarse. A la dama le costó reprimir un suspiro de alivio por el desfallecimiento, debido más a la repulsión que a la fatiga. Después de lo que había descubierto en Miseno, siempre que veía a Calígula sentía náuseas.

– ¿Cómo está mi pequeño Gemelo?

– Muy bien.

– ¿Y la pobre Helena, todavía sufre a causa de su enfermedad?

Tras haberse enterado unos años atrás de que su madre había muerto de hambre por órdenes de Tiberio, la chiquilla había sucumbido a la bulimia y la obesidad.

Has hecho bien en acogerlos a los dos -prosiguió Calígula. Te traigo una noticia que te alegrará: he decidido adoptar a Gemelo.

La desconfianza de la anciana se agudizó. No podía tratarse más que de un ardid.

– Te doy las gracias, en su nombre y en el mío.

– He querido que fueras tú la primera en saberlo. Lo proclamaré mañana en el Senado.-Extrajo de la toga una tablilla y comenzó a leer con ademán teatral-: «Quiero que quien es por sangre mi primo y por afecto mi hermano comparta conmigo, conforme al deseo del difunto Tiberio, el poder imperial. De todas maneras, como todos sabéis, aún no es más que un niño que necesita tutores y pedagogos. Un día, gracias a él, el duro peso del gobierno se hará más liviano sobre mis espaldas. Me declaro padre suyo y lo declaro hijo mío. Quiero que sea proclamado Príncipe de la Juventud.»

Antonia vio en estas últimas palabras la descorazonadora confirmación de sus sospechas. Nadie había llevado el título de Príncipe de la Juventud desde que Augusto lo había concedido a sus brillantes nietos y, entonces, aquel honor había parecido excesivo a muchos romanos. No había motivo alguno para conferírselo a Gemelo; aquello ocultaba una intención malévola.

– ¿Estás satisfecha, querida Antonia?

– Muy satisfecha, Cayo -respondió ella, esforzándose por imprimir convicción a su voz.

– Me alegro. Por mi parte, querría pedirte un favor. No es nada que pueda ocasionarte molestias. Sólo deseo que reveles al Senado y al pueblo la verdad sobre mi nacimiento.

– ¿La verdad sobre tu nacimiento?

– Sí, no simules sorpresa. Hablamos sin testigos. Sé que la conoces.

Los ojos de Cayo despedían aquel brillo que ella había observado a menudo cuando él era niño.

– Sabes muy bien que cuando fui concebido, a mi madre la visitó un dios; ella te lo desveló. En esa época, Germánico estaba lejos de ella. El dios Amón la fecundó, del mismo modo que fecundó a la madre de Alejandro Magno. Cuento con tu testimonio. Antonia perdió de golpe todo dominio de sí.

– ¿El hijo del dios Amón? ¿Tú, hijo de un dios egipcio que fecundo a Agripina? ¡Estás loco, Cayo!

Calígula palideció de ira.

– Tú nunca me has querido, pero ése no es motivo para que finjas ignorar el secreto de mi nacimiento. Mi madre te lo confió. Ha llegado la hora de revelarlo. Cuento con tu testimonio. De lo contrario…

Le dio la espalda sin precisar la amenaza. Al oír los pesados pasos de la escolta, que subía desde la calle, lamentó con amargura haber intercedido en favor de Cayo ante Tiberio.

22 Roma, mayo del año 37

Claudio había apreciado durante mucho tiempo las bromas de su sobrino, pero desde que lo habían nombrado emperador, las encontraba mucho menos divertidas. Ahora era importante distinguir si Calígula hablaba en serio o se burlaba de la gente, lo cual no siempre resultaba posible, por desgracia. Aquel cargo de cónsul era un ejemplo de ello: nadie le había advertido siquiera de la concesión de tan insigne honor. ¿Cómo podía concederle el emperador la más elevada de las dignidades públicas a él, que detestaba la política?

– Sí, eres en efecto uno de los dos cónsules del año. Te felicito.

– Si… si ni siquiera he sido cuestor.

– ¡Vamos, tío, ya sabes que el consulado no es más que una ficción! Desde Augusto, los cónsules no cuentan para nada, es el emperador quien gobierna. Si eres cónsul, no tienes nada que hacer, tanto si quieres como si no. A propósito, ¿cómo sigue tu gramática etrusca?

– Va avanzando. Ya he terminado las dos terceras partes.

– Mejor. ¿Hace mucho que no ves a tu prima Lépida?

– ¿Lépida? En realidad, no tengo especiales ganas de verla.

– ¿Os habéis peleado?

En absoluto. Ahenobarbo está siempre metido en su casa. Es su amante, como sin duda sabes.

Querrás decir uno de sus amantes. Precisamente, es él quien me interesa. Conociendo a Agripina, estoy seguro de que lo presiona para que cometa alguna tontería. Tú eres lo bastante perspicaz para descubrir si trama algo. Acude todos los días a casa de tu prima. Allí lo encontrarás.

– No puedo pasarme la vida en su casa.

– Lo sé. Por eso he ideado para ti una estratagema digna de Ulises. Lépida tiene una hija de la que está muy orgullosa. Podrías reparar en que sus conocimientos de griego son muy deficientes.

– Pero ¿por qué? ¿Qué tiene que ver con esto los conocimientos de griego de su hija?

– Por Isis, tío, ¿no habrás perdido tus dotes para la sutileza? Hay que encontrar un pretexto para que estés metido todo el tiempo en casa de Lépida. Si constatas que el griego de la pequeña es malo, puedes ofrecerte a darle clases tú mismo; la madre se sentirá halagada. Por otra parte, dicen que la muchachita es muy guapa. ¡Así no te aburrirás, viejo sátiro!

En cuanto regresó a su casa, Claudio se puso a buscar a Elia. La encontró ocupada dictando el menú de la cena al jefe de cocina. En eso, como en otras cuestiones, era una útil consejera. Se había casado con ella diez años antes, poco después de divorciarse de la arpía que Livia le había impuesto. Su segunda unión la había concertado Tiberio, que, por entonces, quería honrar a Sejano, hermano de Elia. Tras la caída del poderoso prefecto del pretorio, Claudio había salvado de la masacre a su esposa y, con ella, a un buen número de sus parientes. Ella, que le profesaba por ello una gratitud infinita, no le reprochaba a su marido sus pequeños defectos, que algunos definían como lascivia y glotonería. Compartía de vez en cuando su lecho y, desde hacía dos meses, cosa sorprendente después de tantos años, ella estaba por primera vez embarazada como fruto de sus actividades nocturnas.

Elia escuchó atentamente mientras Claudio le refería la entrevista con Calígula.

– ¿Así que vas a enseñarle griego a una muchachita?

– Todavía no. Es preciso que su madre me lo pida.

– Te lo pedirá. Y la muchacha te pedirá otra cosa.

– ¿Qué quieres que me pida?

– ¡Bah, ya lo sabes! -contestó, encogiéndose de hombros.

Al día siguiente, se hizo anunciar en casa de su prima con el pretexto de querer reanudar el contacto con su familia después de una larga separación.

Lépida era una beldad madura que luchaba por todos los medios contra los estragos de la edad. Tras haber tenido una sucesión de amantes que le valió a su marido la corona de rey de los cornudos de Roma, ahora sólo Domicio Ahenobarbo y, de vez en cuando, un hermoso y discreto esclavo gozaban de sus favores. Lucía un peinado alto y rubio que debía su esplendor tanto al tinte como al refuerzo de los postizos extraídos de las cabelleras de mujeres de Germania, importados a precio de oro. Su pasión por los perfumes y los ungüentos la llevaba a rociarse, según el día, con esencias de nardo pérsico, benjuí o mirra, lo que suponía una dura prueba para el olfato de su esposo. Éste, Barbato, un aristócrata ajado y escéptico, vestía la inmaculada toga con la misma elegancia con que sobrellevaba su reputación de marido consentido. Acostumbrado a dejar a su mujer a solas con sus visitas, se retiró tras deplorar en términos cuidadosamente escogidos el lluvioso invierno y las aglomeraciones que provocaba la presencia de la corte en Roma.

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