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– Sí te quiere, Cayo. Te dejó porque no está en su mano darte lo que esperas de ella. Quisiera dártelo, pero no puede. Cree que es un delito y teme el castigo de los dioses.

– Yo no temo en absoluto a los dioses puesto que soy un dios. Ella lo sabe y aun así quiere tratarme como a un hombre normal. ¿Te dijo que me pidió que me casara contigo y que tuviera un hijo contigo?

– Sí, Cayo, me lo dijo.

– ¿Y qué le respondiste?

– Que representaría un orgullo y un placer par mí, pero que tú no aceptarías.

– ¡No, no aceptaría! -espetó él, de nuevo en tono tajante- Es ella quien te envía, ¿verdad? Escríbele que, si no regresa, ocurrirán cosas terribles en Roma. Adiós, Enia. Cuídate. Y ámame.

Cuando ella repasó este episodio en su mente, esa noche, la fórmula usual de despedida le pareció una amarga ironía. Lo amaba, pero en eso consistía precisamente su enfermedad.

40 Tiberíades, mayo del año 38

Agripa no alcanzaba a comprender el creciente interés que despertaba en Salomé la secta de los Amigos de Yeshua. ¿Cómo era posible que aquella jovencita licenciosa e impía, que se había acostado con su padrastro a fin de obtener la cabeza de un hombre, frecuentara a los visionarios que habían tomado al hijo de un carpintero por el Mesías de Israel?

– ¿Podrías explicarme qué es lo que te atrae de esos iluminados?

– Nunca había conocido a judíos como ellos. No se pelean, los pobres no envidian a los ricos, los ricos no tienen miedo de los pobres. No sólo se llaman hermanos unos a otros, sino que lo son de veras. Se aman.

– ¿Quieres decir que se acuestan todos juntos como los romanos en las bacanales?

– Por supuesto que no -repuso, indignada-. Te repito que han recibido algo de lo que los otros carecen. Si oyeras hablar a Pedro, estoy segura de que pensarías como yo.

– ¿El pescador del lago?

– Sí.

– No debe de ser un gran orador. De todas formas, el arameo no es un idioma adecuado para la elocuencia.

– Habla latín y griego.

– ¿Estás de broma?

– No. El asegura que es un don que le concedió el Bendito para convencer a los incircuncisos.

– ¡Pamplinas!

– Obra milagros.

– ¡Cuentos!

– Es un gran taumaturgo. Está en Tiberíades desde hace unos días. Esta noche viene a palacio.

– ¿Lo has invitado aquí? ¡Pero si es una locura! ¡Si alguien se enterase, me encontraría en un aprieto!

– Viene por la pequeña Ester, la hija del portero.

– ¿Para qué? Si tiene los pulmones destrozados. Mi médico me ha dicho esta mañana que no durará más de dos días.

– Por eso su madre ha llamado a Pedro. En Jerusalén hace muchos milagros.

– ¿Un hombre que aprende el latín y el griego en tres semanas y cura a los moribundos? ¡Has perdido la cabeza, mi pobre Salomé!

– ¿Por qué no pasas un momento por casa de nuestro portero esta noche? Al fin y al cabo, le conté a Calígula que eras amigo de Pedro, y no está de más que lo conozcas.

Aquello olía a encerrona. Todo encajaba demasiado bien para que ella no hubiera organizado el encuentro.

– Haré algo más que eso: recibiré a tu taumaturgo. Me ha entrado curiosidad por conocer a ese personaje.

Al caer la noche, entró en la caseta del portero. El pescador se encontraba ya allí. Era un hombre de hombros musculosos con una barba casi totalmente blanca cuyo rostro atezado irradiaba la bondad sin remilgos de los humildes. Respondía con paciencia, en un arameo áspero, a las súplicas de la madre.

– No me pidas nada. Reza a Yeshua, que murió por ti, para que cure a tu hija. ¿Dónde está?

Agripa los siguió hasta la habitación. Desde la cama llegaba un estertor indicativo de que la pequeña había entrado ya en agonía. Sus dedos se crispaban ya sobre la colcha. Pedro se inclinó, la tomo en brazos y la levantó.

– ¡Bendito el que murió por nosotros, acógela en tu piedad! Depositó a la niña en el suelo y, con una gran carcajada, ésta corrió a abrazar a su madre.

Dudando de lo que acababa de presenciar, Agripa oyó a los asistentes dar gracias al Bendito. Luego se acercó a Pedro.

– ¿Sabes quién soy? -le preguntó en griego.

– Eres el príncipe Agripa -le respondió el pescador en esa lengua, sin el menor asomo de acento-, nieto de Herodes el Cruel, nombrado no hace mucho tetrarca de Galilea.

– Me gustaría hablar contigo con más calma. ¿Querrías acompañarme?

El anciano llegó sin muestra de ahogo a lo alto de las escaleras. El príncipe lo hizo pasar a su biblioteca y lo invitó a sentarse.

– ¿Quieres beber o comer algo? -le preguntó, esta vez en latín.

– No, gracias. Veo que te interesa averiguar qué lenguas hablo. Aparte del arameo, conozco sólo estas dos. Yeshua pensó sin duda que me bastarían para predicar la buena nueva.

Agripa creía estar soñando. Aquel judío inculto hablaba latín como un vecino de la ciudad del Tíber.

– ¡Eres un hombre sorprendente! ¿A qué llamas la buena nueva?

– El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob nos envió a su hijo, Yeshua el Bendito. Él sufrió por nosotros en la cruz, y resucitó al tercer día. Con él y por él gozaremos de la vida eterna. Ésta es la buena nueva. Crees que estoy loco, ¿verdad?

– Para ser sincero, me dejas estupefacto con tus prodigios. Hablas unas lenguas que no has aprendido y has curado ante mis ojos a una niña que se hallaba a las puertas de la muerte. ¿Quién eres?

– Soy el servidor de la Verdad. Un día, el mundo la recibirá, pero para ello hay que anunciarla, y por eso Yeshua me animó a dejar las redes del lago para convertirme en pescador de hombres.

– ¿Dónde pretendes pescar hombres?

– Por todas parte donde se hable latín y griego.

– ¿Y a qué hombres quieres pescar?

– A todos. Yeshua murió por todos los hombres.

– ¿Incluso los que no son judíos?

– Desde luego.

– ¿Los esclavos?

– ¿Acaso no son hombres?

– ¿Los ricos?

– Sí, incluso los ricos.

– ¿Los senadores? ¿Los gobernadores de provincias?

– ¿Porqué no?

– ¿El emperador?

Pedro esbozó una astuta sonrisa de campesino.

– ¡Por fin! Pensaba que nunca lo mencionarías. Y yo te doy la misma respuesta. ¿Acaso no es un hombre? Yeshua murió también por él.

– Reconoce, pescador, que es un pez muy grande.

– La red del Bendito es capaz de atraparlos a todos, grandes o pequeños.

– ¿Te atreverías a llevar tu buena nueva a Roma? Pedro posó sobre el príncipe su tranquila mirada.

– ¿Por qué no? ¿Has oído hablar alguna vez de un pescador que rehusara pescar un pez porque es demasiado grande?

Cuando Salomé se enteró del proyecto de Agripa, se escandalizó.

– ¡Pero si lo envías a una muerte segura!

– Le he formulado una propuesta que él ha aceptado. Aparte del naufragio al que se expone todo viajero, no veo qué otro riesgo corre. Cayo le dispensará una buena acogida. Se quedará maravillado por las lenguas que habla Pedro sin haberlas estudiado.

– ¿Y si lo trata como Tiberio a Simón? ¿Y si lo deja en la estacada? ¡Este hombre es un sabio y no tienes derecho a ponerlo en peligro de esa forma! La comunidad lo necesita. Yeshua no lo eligió para que un tetrarca lo mande a Roma a que lo maten.

Pronunciaba su título con el mismo desprecio con que su madre hablaba de Antipas. Agripa sintió que lo invadía la cólera.

– Pero ¿tú por qué te entrometes? ¡No eres miembro de su secta, que yo sepa! No voy a privarte del guapo Tobías.

– Ya te he dicho que Tobías es su portavoz. No hay nada entre nosotros; pregúntaselo a Miriam.

– ¿Crees que voy a hacerle esa pregunta a una sirvienta?

– Pues no te mostrabas tan altanero cuando te metías en su habitación. Más de una vez he descubierto tus jueguecitos. A mí no se me engaña tan fácilmente como a mi madre.

Esta vez, había ido demasiado lejos, y Agripa perdió la sangre fría.

– Yo, cuando me viene en gana acostarme con una mujer, no ordeno que le corten la cabeza si rehúsa.

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