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– Deberías habernos ofrecido esta mañana más batallas entre animales -le reprochó Agripa, irritado-. Ha quedado un poco justo.

– ¡Es muy fácil criticar! Cuando Tiberio prohibió la venatio, interrumpí todas las importaciones. ¿Acaso crees que es fácil capturar a cien leones en Numidia, embarcarlos y entregarlos en Roma en sólo tres semanas?

Claudio se había propuesto asistir a unos cuantos hermosos combates. Le gustaba ver perecer a los gladiadores con su actitud altiva y teatral. Durante bastantes años, Augusto lo había privado de aquel placer para no exhibir ante el populacho a un pariente de apariencia tan lamentable. Lo emocionó contemplar la caída de un reciario a consecuencia de un golpe de espada. Esa agonía era la más espectacular, pues al no llevar casco, el reciario perecía con la cara descubierta. El herido pugnó en vano por levantarse. Entonces, como un profesional concienzudo, realizó el gesto que tantas veces había repetido en el ludus. Tras soltar el tridente ya inútil, agarró con la mano izquierda el muslo de su adversario y, apoyándose en el suelo con la diestra, presentó la garganta desnuda, deseoso de morir según las reglas.

Calígula se puso en pie y con una seña indicó que le concedía la gracia.

– ¡Déjalo que lo degüelle! -refunfuñó Claudio.

– No quiero derramar sangre.

– A los espectadores les gusta la sangre.

– ¡Peor para ellos!

Claudio escrutó su rostro para averiguar si bromeaba, pero éste no parecía ser el caso. Desconcertado, tomó de la bombonera dispuesta ante él un dátil, lo engulló, lo acompañó de varios más y después soltó un vigoroso eructo. A continuación se arrellanó en los cojines. Había comido mucho, bebido en mayor cantidad aún, y le parecía más placentero dormir que asistir a simulacros de combates.

Salomé aguardaba el momento favorable para su propósito. Al ver que Drusila, poco amante de los espectáculos cruentos, se retiraba con discreción, se dijo que nadie se atrevería a sentarse en su lugar a la derecha del emperador. Sólo ella tenía tanta audacia. Se levantó y fue directa hacia él. Sorprendido, éste la miró acercarse, espléndida con su vestido sirio de color naranja que hacía resaltar su piel morena y combinaba la moda romana con la oriental. Un gran colgante egipcio le adornaba el profundo escote, de corte conocido como estilo impluvium debido a su forma, semejante a la abertura rectangular en el techo a través de la cual se avistaba el cielo. Todos sus movimientos revelaban la perfección de sus pechos de bronce.

Pese al brillo resuelto de sus ojos, optó por afectar timidez.

– ¿Me permitirías, César, gozar por unos instantes de tu conversación? ¡Hace tiempo que lo deseo! ¡Perdona que te importune!

– Eres bienvenida, princesa, aunque es más bien a Agripa a quien habría que pedir perdón.

– Bah, está demasiado ocupado para advertir mi ausencia -contestó ella con un leve gesto de despreocupación.

– Mejor para mí. -Le señaló el sitio libre a su derecha-. Siéntate. No tenemos a menudo ocasión de vernos y lo deploro. ¿Lo pasas bien en Roma?

– ¡Huy, sí! Llevo una vida muy agradable aquí. Asisto a las lecturas públicas, curioseo por las librerías y las tiendas… ¡Y además, cada día, me doy el placer de admirar esos monumentos, esas estatuas, esos jardines! ¡Cuántas maravillas! Cesárea y Tiberíades son unas aldeas en comparación.

– En Jerusalén tenéis el célebre templo, ¡que no es cualquier cosa!

– ¡Sería hermoso sin esos horrendos sacerdotes!

Calígula rompió a reír. La muchacha era realmente encantadora.

– ¿Tan malvados son, princesa?

– Peores de lo que puedas imaginar. ¡Rebosantes de devoción de cara al exterior, pero podridos por dentro! ¡Como sepulcros encalados! Incluso causaron la muerte de ese pobre rabino Yeshua, que anteponía la bondad a todo y detestaba, como tú, a quienes derraman la sangre. Ellos presionaron a Pilatos. ¡Por fortuna, vinisteis a poner un poco de orden en nuestro país!

Calígula se levantó para otorgar el perdón a un vencido. En el fondo del pulvinar se oyó una voz grave.

– Si me permites un consejo, César, no deberías mostrarte tan magnánimo.

– Te lo permito con gusto, Macrón. Ya sé que tú conoces todas las reglas. ¿A qué se debe que tu encantadora esposa no esté contigo?

– No le gusta el circo.

– ¡Qué raro! Lo ignoraba y, sin embargo, creía conocerla bien. Muy bien incluso.

»Ese no ha entendido aún que yo soy el emperador -musitó a Salomé-. Me considera su respetuoso alumno pero, por suerte, he descubierto un excelente método para cerrarle la boca.

Salomé hizo ademán de retirarse.

– Quédate, princesa. ¿De modo que ese rabino anteponía la bondad a todo? Yo había creído comprender que se trataba de un peligroso agitador.

Eso es de lo que el sumo sacerdote consiguió convencer a Pilatos. En realidad, Yeshua predicaba la sumisión a Roma. Citan una frase de él que así lo demuestra: «Dad al César lo que es del César.»

– ¿Lo conociste?

– No, por desgracia, pero sé que era un ser luminoso. Predicaba que la bondad salvaría al mundo y que había que amar a los propios enemigos. Los judíos se reían de él.

– A mí no me da risa.

– Eso es porque tú también eres un ser luminoso, César. Según Yeshua, Roma y Oriente debían casarse.

– Es cierto. Ese cretino de Pilatos no debería haberlo condenado a muerte.

– Dejó discípulos. Agripa conoce muy bien a su cabecilla, un tal Pedro… ¡Estoy hablando mucho, César, perdona! Yo no entiendo nada de esas cuestiones de política. Sólo sé que Agripa ha ideado un plan. Pero te estoy aburriendo…

– No me aburres en absoluto, princesa. ¿Un plan para qué?

– Piensa que sabe cómo instaurar la paz en Israel. Ha encontrado un medio eficaz. Sobre todo no le digas que yo te he hablado de eso. Se pondría furioso conmigo.

– ¿Y por qué no me expone su idea?

– Le da vergüenza. ¡Como quedó en ridículo en aquel asunto del mago Simón…! Me contó que tú casi te mueres de risa. De todas maneras, él es muy perspicaz. Había previsto la revuelta de Samaria, que pilló por sorpresa a todos en nuestro país.

– ¿En qué consiste ese plan?

– Cree que la secta de los amigos de Yeshua podría volver dócil a nuestro indómito pueblo minando el poder de los sacerdotes. Considera que ésa es la única forma de lograrlo y que sólo los judíos son capaces de meter en cintura a los judíos. Él lo llama «sembrar la discordia en casa del enemigo».

– ¿Y tú qué opinas al respecto?

– Oh, yo no entiendo nada de eso. Sólo sé que esos judíos son muy diferentes de los otros y que el sumo sacerdote los detesta.

– Pues a lo mejor esa idea no está del todo mal. Le dirás al príncipe que venga a verme mañana por la mañana. Me será más útil allá que aquí. Lo único que lamento es que eso te obligará a abandonar Roma.

Su deseo de que Agripa, obsesionado con la corona de Salomón? acabara luciendo la otra, la corona sin gloria que soportaba Barbato, aumentaba por momentos. Después de todo, ¿no le había comentado él mismo que la muchacha era un volcán? Con la mirada prendida en su escote, adoptó un tono aterciopelado.

– Si deseas rendirme una visita de despedida, no tienes más que pedirle una cita a Calisto. Me gustaría proseguir esta conversación en otra parte.

– A mí también, César. Mi madre me enseñó que nunca hay que marcharse sin decir adiós.

Volvió a pasar delante del príncipe, que bostezaba discretamente al tiempo que fingía escuchar al lanista, y se acomodó de nuevo en su puesto, orgullosa de su poder para conseguir lo que quería de los hombres.

Mesalina se aburría sobremanera. Le atraían los bellos gladiadores, y siempre había considerado una lástima que se desfigurasen y matasen entre sí, en lugar de prestar servicios mucho más agradables. Paseando la vista de manera distraída por las gradas, se fijó en un perfil puro de muchacho coronado por un casco de cabellos de oro bruñido. Con la barbilla apoyada en la mano, observaba con atención los combates. Quizá la muchacha había encontrado una distracción en que ocupar la tarde.

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