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– ¿En serio? ¿Y qué he dicho que me pone en tan grave riesgo?

– Que algo es imposible para el emperador. Escúchame: si has de quedarte entre nosotros, más vale que te metas en la cabeza que e1 Palatino es un lugar cien veces más peligroso que los pantanos de Germania donde perecieron las legiones de Varo.

– Agripina me había avisado que estaba enfermo.

– Ése es un nombre que no se debe pronunciar aquí.

– Ella ama a su hermano y querría ayudarlo.

– Es posible. En todo caso, él no la quiere y, un día u otro, te habría enviado órdenes de estrangularla. Ahora debo reanudar el servicio. Te aconsejo que vuelvas al lado del emperador; le horroriza que uno se aleje de él durante más de un cuarto de hora.

– Mira qué prisa me doy.

– Conten esa lengua, te lo ruego. Observa, escucha y calla. Tu semblante no debe manifestar ni pizca de asombro. Una sonrisa podría resultar fatal. No olvides, Casio, que éste es un lugar cien veces más peligroso que los pantanos. Desconfía de todo el mundo. Lo mejor será que te alojes con nosotros. Hay una habitación de oficial libre. Dudo mucho que su antiguo ocupante regrese pronto. A la mañana siguiente, Querea preguntó por el emperador. Le contestaron que estaba en el teatro del palacio, donde dirigía un espectáculo. El oficial corrió hasta allí. Caracterizado de Hércules, Calígula blandía el garrote en medio de un reducido grupo de admiradores.

– ¡Acércate, tribuno ruiseñor! Ahora vais a ver vosotros. Recítame mi titulatura.

– Cayo César Germánico, Imperator, Gran Pontífice, Padre de la Patria, investido de la potencia tribuna.

– ¿Qué os había dicho? Escucharéis a menudo a mi tribuno ruiseñor. Lo he adscrito a mi servicio personal.

– No es lo que os imagináis. No le falta nada -aclaró Helicón, luciendo sus nuevos conocimientos-. Está intacto. Simplemente, cuando se hizo hombre, conservó la voz de niño.

Los cortesanos se apresuraron a felicitar al recién ascendido. Les pareció reservado, rígido incluso, pero al fin y al cabo, se trataba de un soldado.

Ese día acompañó al emperador a la palestra donde jugaba con frecuencia a la pelota con Helicón. Recibió el encargo de contar los puntos en voz alta y cada vez que cantaba un número, los asistentes se reían a carcajadas. Él repetía para sí la frase de Sabino, «Un lugar cien veces más peligroso que los pantanos», y pensaba en lo que le había confesado Agripina. Evocaba la imagen de ella, con lágrimas en los ojos, hablándole de su hermano. La noble criatura no le había mentido.

En cumplimiento de la orden transmitida por un liberto, se presentó al día siguiente a primera hora ante los aposentos imperiales. Apenas despuntaba el día, pero ya los esclavos domésticos trajinaban de un lado a otro. Detrás de la puerta, oyó una especie de trinos de pájaros. El velar lo invitó a pasar con un gesto. Vestido con túnica blanca, Calígula estaba inclinado sobre una cuna.

– ¿Ves, Julia Drusila? Es mi tribuno ruiseñor. Yo también poseo juguetes bonitos. Tengo una misión para ti -anunció a Casio, irguiendo la espalda-. Todas las mañanas, vendrás a recibir el santo y seña y lo transmitirás a los oficiales de guardia.

Se trataba de una tarea de la que dependía directamente su seguridad. Querea no pudo evitar sentirse halagado.

– Te agradezco el honor que me concedes, César. ¿Cuál es la contraseña hoy?

– Debes saber que a menudo elijo un verso de un poeta. De este modo instruyo un poco al ejército. ¿Conoces a Virgilio?

– ¿El escritor amigo del divino Augusto?

– Ése, Virgilio el escritor. Escribió un poema sobre la agricultura del que vamos a extraer el verso del día: «Cuidado con el toro de ronco mugido.» Repite.

– «Cuidado con el toro de ronco mugido.»

– Perfecto. ¿Lo recordarás?

– Sí, César.

Tuvo la impresión de que el emperador lo miraba de una manera peculiar.

Fue a transmitir la contraseña a Sabino, que no manifestó sorpresa, pero cuando la comunicó al centurión que estaba al cargo del principal puesto de guardia, vio que éste se ponía rojo, ahogándose en un inútil esfuerzo por reprimir la risa. Entonces Querea comprendió la maligna intención de la frase; el emperador había querido ponerlo en ridículo. Jamás lo habían humillado de aquel modo.

A partir de ese día, Casio se impuso una consigna que aplicó tal como había ejecutado siempre las órdenes: no debía dejar que nadie sospechase lo que sentía. Ni siquiera su amistad con Sabino justificaba que hiciera una excepción a esa norma, de manera que en sus conversaciones con él se ciñó a temas intrascendentes. Cualquiera que los hubiera escuchado, habría creído que no se encontraban en el Palatino sino en una guarnición remota.

El emperador colmaba a Querea de atenciones. Lo felicitaba por su hermoso atuendo y le pedía que refiriese las incidencias de sus campañas. Llegó a proponerle incluso que amasara una fortuna para sus padres, que se habían quedado en el campo. Aquel ayudante general discreto, que no solicitaba nunca nada, era un descanso entre tanto cortesano ávido. Lo exhibía ante las visitas como una especie de loro vistoso. Para poner de relieve su voz, le mandaba declinar rosa o conjugar todos los tiempos del verbo amare, tal como hacen los escolares.

Helicón, que había dictaminado que el militar era estúpido por el hecho de no conocer el griego, lo acribillaba con epigramas en esta lengua hasta que César le ordenó que dejara en paz a su ruiseñor. Calisto, en cambio, se dirigía siempre a él de manera cortés, tratándolo de tribuno. El liberto era el único que nunca se mofaba de los dioses. Como buen provinciano, a Querea lo escandalizaba la impiedad de la gente de la capital. César no parecía rendir culto más que a las divinidades orientales. Tenía la habitación y la oficina abarrotadas de grotescas estatuillas de hombres y mujeres con cabeza de cocodrilo o de halcón, y le gustaba ridiculizar con sus comentarios la castidad de las vestales y los infortunios conyugales de Júpiter.

Querea sufría. Para su mentalidad de soldado campesino, imperator era la palabra más hermosa de la lengua latina, pues designaba una especie de semidiós cargado de experiencia y sabiduría. Día tras día descubría, no obstante, que Calígula era todo lo contrario. Una parte de su compleja naturaleza le resultaba irremediablemente inaccesible; no comprendía su humor ni su cultura, y no percibía su desespero. No veía en él más que a un chiflado sarcástico, cruel y antojadizo, ataviado como un histrión y rodeado de favoritos y prostitutas. En una misma semana, era capaz de manumitir a un esclavo porque le dolía una muela y de mandar cortarle las manos a otro porque lo habían sorprendido robando una manzana. ¿Cómo podía ser tan compasivo y cruel al mismo tiempo? El oficial lo oyó reír en un banquete y, a la pregunta que le formuló uno de sus cónsules para conocer el motivo de su hilaridad, respondió: «Es que se me acaba de ocurrir que podría hacer que os mataran a todos si así me viniera en gana.» Cuando los solicitantes querían ganarse su favor se postraban como era costumbre en las monarquías orientales y Calígula aceptaba aquel servilismo con placer. Ningún romano podía presenciar tal espectáculo sin sublevarse en su interior.

El emperador bebía el vino puro, lo que en Roma se consideraba propio de borrachos empedernidos. A menudo, al final de un festín, Querea dirigía el reducido destacamento que lo transportaba en una camilla hasta su dormitorio. Allí, el emperador se sumía en un profundo sueño. El oficial contemplaba el flaco cuerpo que desnudaba el criado, el pecho plano y blanquecino, el cráneo ralo, los largos brazos peludos, y una idea le invadía el pensamiento. No era Cayo César, sino una fiera maligna a la que había que matar con un venablo.

Aún no llevaba dos meses de servicio en el palacio cuando, al acompañar al emperador a un sacrificio, asistió a una escena que disipó sus últimos escrúpulos. El sacerdote, un anciano de poblada cabellera blanca, se disponía a sacrificar a una cerda blanca.

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