Es claro que en los tres primeros días tuve una extraña sensación de acoquinamiento en algún sitio del canal digestivo, especialmente en la parte superior. Para aliviar esa extraña sensación tomé goma de mascar de menta doble, buen té de Fukien, y pastillas de lima. Vencí y maté a esa sensación en tres días, exactamente. Esa fue la parte física de la batalla, y por lo tanto la más fácil y, a mi juicio, la más despreciable. La gente que cree que en eso reside toda la impía lucha contra el tabaco, no tiene idea de lo que dice. Olvida que fumar es un acto espiritual, y quienes no tienen una idea de la significación espiritual de fumar no deben meterse jamás en estas cosas. Al cabo de tres días llegué a la segunda etapa, en la cual comenzó la verdadera batalla espiritual. Se me cayó la venda de los ojos y vi que había dos razas de fumadores, una de las cuales no merece siquiera el nombre. Para estas gentes, la segunda etapa no ha existido jamás. Comencé a comprender por qué oímos hablar de "fáciles conversiones" de muchos fumadores que parecen haber abandonado el tabaco sin lucha alguna. El hecho de que han podido detener ese hábito tan fácilmente como si se tratara de tirar un cepillo de dientes gastado, demuestra que nunca aprendieron a fumar de verdad. Se les atribuye una "gran fuerza de voluntad", y lo cierto es que estas personas nunca son verdaderos fumadores, y jamás lo han sido en su vida. Para ellos, fumar es un acto físico, como lavarse la cara y los dientes todas las mañanas: una costumbre física, animal, sin ninguna cualidad que satisfaga al alma. Dudo que esta raza de gente común sea capaz de entonar el alma en extática respuesta al Skylark de Shelley o al Nocturno de Chopin. Estas gentes no pierden nada si dejan de fumar. Es probable que sean más felices leyendo las Fábulas de Esopo con sus esposas, que pertenecen a la Sociedad de Templanza.
Pero para nosotros, los verdaderos fumadores, existe un problema del que no tienen siquiera sospecha las señoras de la Sociedad de Templanza o sus maridos lectores de Esopo. Para nosotros, como en mi caso, pronto se hace aparente la injusticia que cometemos con nosotros mismos, y la insensatez de la resolución. En mí, el buen sentido y la razón pronto empezaron a rebelarse y a preguntar: ¿por qué razón, social, política, moral, fisiológica o financiera, ha de emplear uno conscientemente la fuerza de voluntad para impedirse el logro del completo bienestar espiritual, de esa condición de percepciones agudas, imaginativas, y de plena y vibrante energía creadora, una condición necesaria para que gocemos perfectamente de la conversación con un amigo a la vera del fuego, o para crear verdadero calor en la lectura de un libro antiguo, o para producir esa perfecta cadencia de palabras y pensamientos del alma que conocemos como buena literatura? En esos momentos, uno siente instintivamente que buscar un cigarrillo es la única cosa moralmente justa que se puede hacer, y que meterse un trozo de goma de mascar en la boca sería criminalmente perverso. De esos momentos, sólo unos pocos puedo relatar aquí.
Mi amigo B… había llegado de Peiping para visitarme. No nos habíamos visto durante tres años. En Peiping, que entonces se llamaba Pekín, solíamos charlar y fumar durante toda la noche, discutiendo de política y filosofía y arte moderno. Y ahora había llegado junto a mí y nos dedicábamos a la fascinadora tarea de reunir reminiscencias. Discutimos todo el grupo de profesores, poetas y chiflados que solíamos tratar en Peiping. A cada frase feliz yo buscaba mentalmente un cigarro, pero en lugar de hacerlo me inhibía y sólo me levantaba y me volvía a sentar. Mi amigo, en cambio, parloteaba entre el humo de su cigarro, con perfecto contento. Le había dicho que había dejado de fumar, y tenía suficiente amor propio como para no renunciar a mi renuncia en su presencia. Pero en lo hondo de mi corazón sabía que yo no estaba bien, y que me obligaba injustamente a parecer frío y racional, cuando deseaba compartir la plena comunión de las dos almas con una rendición completa de las emociones. La conversación siguió, algo unilateral, pues sólo la mitad de mi yo estaba allí, y por fin se fue mi amigo. Yo había resistido con cierta tristeza. Según esa ficción de "la fuerza de voluntad" había "vencido", pero sólo sabía que era desgraciado. Unos pocos días más tarde, mi amigo, ya en viaje, me escribió que no había encontrado en mí al viejo yo, vibrante, extático, y sugería que quizá hubiera algo de culpa en vivir en Shanghai. Hasta hoy, no me he perdonado por no fumar aquella noche.
Otra noche había en un club una reunión de ciertos "intelectuales", que, por lo común, daba ocasión para fumar furiosamente. Después de la copiosa cena, alguno de nosotros leía generalmente un trabajo. Esta vez el orador era C… y hablaba sobre "Religión y Revolución", un trabajo salpicado de muchas frases brillantes. Una era la de que mientras Feng Yüshiang se había unido a la Iglesia Metodista Septentrional, Chiang Kai-Shek había escogido la Iglesia Metodista Meridional. Alguien sugería, pues, que no pasaría mucho tiempo antes de que Wu Peifu se uniera a los metodistas occidentales. Mientras giraban estas frases crecía la densidad del humo, y me pareció que la misma atmósfera estaba cargada de pensamientos perversos, fugitivos. El poeta H… estaba sentado en el centro y trataba de enviar sucesivos anillos de humo al aire recargado, casi como un pez que echa burbujas de aire por el agua, perdido aparentemente en sus pensamientos, y feliz. Yo era el único que no fumaba, y tenía la impresión de ser un pecador olvidado por Dios. Cada vez era más aparente para mí la insensatez de lo que hacía. En ese momento de clara visión advertí que era un loco al no fumar. Traté de pensar en las razones por las cuales había decidido dejar de fumar, y no se me ocurrió ninguna valedera.
Después, mí conciencia empezó a roerme el alma. Porque, me dije, ¿qué es el pensamiento sin la imaginación, y cómo puede echarse a vuelo la imaginación con las alas cortadas de un alma sombría que no fuma? Por fin, una tarde visité a una señora. Ya estaba mentalmente preparado para la reconversión. No había nadie más que nosotros, y al parecer íbamos a tener un verdadero tete-á-tete. La señora, joven, estaba fumando con un brazo apoyado en la rodilla cruzada, un poco inclinada hacia adelante, y parecía ávida de conversar en su mejor estilo. Sentí que había llegado el momento. Me ofreció la caja, y saqué un cigarrillo, firmemente, lentamente, sabiendo que con este acto me había recobrado de mi ataque temporal de degradación moral.
Volví a casa e inmediatamente envié a mi sirviente a que me comprara una caja de Capstan Minum. Del lado derecho de mi escritorio había una marca regular, quemada en la madera por mi costumbre de colocar cigarrillos encendidos en el mismo sitio. Yo había calculado que se necesitarían de siete a ocho años para quemar el espesor de la madera, y había lamentado observar que después de mi vergonzosa resolución, sólo permanecía quemado hasta medio centímetro. Con gran deleite, pues, tuve el placer de poner otra vez el cigarrillo encendido en la vieja marca, y allí está trabajando felizmente ahora, tratando de reanudar su largo viaje adelante.
En contraste con el vino, hay comparativamente pocos elogios del tabaco en la literatura china, porque la costumbre de fumar recién fue introducida, por los marineros portugueses, hacia el siglo XVI. He recorrido toda la literatura china desde ese período, pero sólo he encontrado unas pocas líneas dispersas e insignificantes, indignas por cierto de la fragante hoja. Tiene que provenir evidentemente de algún graduado de Oxford una oda en alabanza del tabaco. El pueblo chino, no obstante, tuvo siempre un alto sentido del olfato, como se evidencia en su aprecio por el té y el vino y la comida. En ausencia del tabaco ha desarrollado el arte de quemar incienso, que en la literatura china se clasifica siempre en la misma categoría, y se menciona en el mismo plano que el té y el vino. Desde la época más temprana, ya en la Dinastía Han, cuando el Imperio Chino extendía su dominio a Indochina, el incienso, traído como tributo desde el sur, se empleaba en la corte y en las casas de hombres ricos. En los libros sobre el arte de vivir se han dedicado siempre algunas secciones a una discusión de las variedades y la calidad y la preparación del incienso. En el capítulo respectivo del libro K'aop'an Yüshih, escrito por T'u Lung, tenemos la siguiente descripción del goce del incienso: