El deseo de envejecer y, en todo caso, de parecer viejo, es comprensible cuando se advierte la prima que en general se pone a la ancianidad en China. En primer lugar, hablar es privilegio de los ancianos, mientras los jóvenes tienen que escuchar y tener quieta la lengua. "El joven debe tener oídos y no boca", dice un proverbio chino. Los jóvenes de veinte años deben escuchar cuando hablan los hombres de treinta, y éstos a su vez deben escuchar cuando hablan otros de cuarenta. Como es casi universal el deseo de hablar y ser escuchado, es evidente que cuanto más avance uno en años más probabilidades tendrá de hablar y ser escuchado cuando hace vida social. Es un juego de la vida en que nadie se ve favorecido, porque todos tienen probabilidades de envejecer a su tiempo. Así, un padre que aconseja a su hijo se ve obligado a detenerse repentinamente y a modificar su actitud en el momento en que la abuela abre la boca. Es claro que desearía estar en el lugar de la abuela. Y es muy justo, porque, ¿qué derecho tienen los jóvenes de abrir la boca cuando los viejos pueden decir: "He cruzado más puentes que calles has cruzado tú"? ¿Qué derecho a hablar tienen los jóvenes?
Pese a mi vinculación con la vida occidental y la actitud occidental con respecto a la edad, siguen asombrándome continuamente ciertas expresiones para las cuales no estoy preparado. Por todas partes aparecen nuevas ilustraciones de esta actitud. He oído decir a una vieja dama que ha tenido varios nietos, pero que "fue el primero el que dolió". Aun con pleno conocimiento de que a los occidentales no les gusta que les crean viejos, no espera uno que se dé tal expresión.a ese sentimiento. He admitido que personas de edad madura, menores de cincuenta años, quieran dar la impresión, muy comprensible, de que son todavía jóvenes y vigorosas, pero no estoy del todo preparado para encontrarme con una anciana de cabello canoso que lleva maliciosamente el tema de la conversación hacia el tiempo, cuando la conversación, sin culpa por mi parte, gira en forma natural hacia su edad. Se olvida continuamente esta actitud cuando se permite a un viejo que entre primero en un automóvil o un ascensor; en esos casos me sube a los labios la frase habitual de "después de los años", pero luego me contengo y no sé qué decir en cambio. Un día lo olvidé y solté la frase acostumbrada, como deferencia a un anciano sumamente digno y encantador, y el anciano, sentado en su automóvil, se volvió a su esposa y le dijo, bromeando: -"¡Este joven tiene la desfachatez de pensar que es más joven que yo!"
Todo esto es una insensatez. No alcanzo a ver su significado. Comprendo que las mujeres solteras, jóvenes o maduras, se nieguen a decir su edad, porque en su caso es perfectamente natural la preferencia por la juventud. También las jóvenes chinas se asustan un poco cuando llegan a los veintidós años y no se han casado ni comprometido. Los años pasan sin merced. Dejan el temor de quedar afuera, lo que llaman los alemanes un Torschlusspanik, el temor de quedar en el parque una vez cerradas las puertas, de noche. Por eso se ha dicho que el año más largo en la vida de la mujer es el vigésimonono; sigue teniendo veintinueve años durante cuatro o cinco. Pero, fuera de esto, el temor de que los demás conozcan nuestra edad es insensato. ¿Cómo nos pueden considerar sabios si no nos consideran viejos? Y, ¿qué saben los jóvenes de la vida, del matrimonio y de los verdaderos valores? Comprendo, también, que la conformación toda de la vida occidental signifique primas a la juventud y haga, por lo tanto, que los hombres y las mujeres se sientan remisas antes de decir su edad. Una secretaria perfectamente eficiente y vigorosa a los cuarenta y cinco años de edad, es tenida por indigna de su cargo, apenas conocida esa edad, debido a una curiosa tergiversación de razonamiento. ¿Qué de extraño tiene, pues, que desee ocultar su edad a fin de conservar el empleo? Pero esta misma conformación de la vida y esta prima que se concede a la juventud son cosas insensatas. No tienen absolutamente ningún significado, por cuanto yo puedo advertir. No hay duda de que esta clase de cosas son producto de la vida de los negocios, porque seguramente ha de haber más respeto por la ancianidad en el hogar que en la oficina. No veo forma de salir de eso hasta que se empiece a despreciar el trabajo y la eficiencia y los lucros materiales. Sospecho que cuando un padre norteamericano considere que el hogar y no la oficina es su lugar ideal en la vida, y pueda decir abiertamente, como lo hacen los padres chinos, con absoluta ecuanimidad, que tiene un buen hijo que ocupa su sitio, y que le honra ser alimentado por él, esperará ansiosamente la época feliz y contará con impaciencia los años hasta llegar a los cincuenta.
Parece un infortunio lingüístico que los viejos sanos y robustos en los Estados Unidos digan a los demás que son "jóvenes" todavía, o que se les diga que son "jóvenes" cuando lo que se quiere decir en realidad es que son sanos. Gozar buena salud en la ancianidad, o ser viejo y sano, es la mayor suerte humana, pero decir "sano y joven" es sólo restarle brillo e imputar imperfección a lo que es en realidad perfecto. Después de todo, no hay nada más hermoso en este mundo que un anciano lleno de salud y sabiduría, con "sonrojadas mejillas y blancos cabellos", y que habla con voz calmosa acerca de la vida según la conoce. El chino lo comprende así, y siempre ha pintado a un anciano con "sonrosadas mejillas y blancos cabellos" como símbolo de la final felicidad humana. Muchos occidentales deben haber visto cuadros chinos del Dios de la Longevidad, con su despejada frente, su rostro sonrosado, su barba blanca ¡y cómo sonríe! Muy vivido es el cuadro. El anciano se mesa las flotantes barbas que llegan hasta el pecho, y las acaricia suavemente, en paz y contento, digno porque le rodea el respeto, seguro de sí porque nadie duda de su sabiduría, y bondadoso porque ha visto tantas penas humanas. Rendimos también a las personas de gran vitalidad el cumplimiento de decir que "cuanto más envejecen tanto más vigorosos son", y en China se llamaría "viejo vivaracho" a una persona cómo David Lloyd George, porque con la edad cobra mayor mordacidad.
En general, veo que faltan ancianos de blancas barbas en el cuadro de la vida occidental. Sé que existen, pero se han unido quizá en una conspiración para ocultarse de mí. Sólo una vez, en Nueva Jersey, ví a un anciano con una barba que podía llamarse respetable. Quizá sea la máquina de afeitar lo que ha logrado esto, un proceso tan deplorable e ignorante y estúpido como la deforestación de las montañas chinas por agricultores ignorantes, que han privado a China del Norte de sus hermosos bosques y dejado las colinas tan calvas y feas como los mentones de los viejos norteamericanos. Queda aún por descubrir en los Estados Unidos una mina de belleza y sabiduría, que es placentera a la vista y conmovedora para el alma, cuando el norteamericano haya, abierto los ojos e inicie un programa general de reforestación. ¡Ya no existen los grandes ancianos de los Estados Unidos! Ya no existe el Tío Sam con su barba, porque ha comprado una navaja de seguridad y se ha afeitado, para hacerse igual que un joven frívolo y tonto, con el mentón saliente en lugar de graciosamente retraído, y una dura chispa en los ojos detrás de los anteojos de carey. ¡Qué pobre sustituto de aquella gran figura! Mi actitud sobre lá1 cuestión de la Suprema Corte de los Estados Unidos (aunque no sea cosa mía) está determinada puramente por mi amor por el rostro de Charles Evans Hughes. ¿Es el único anciano grandioso que queda en los Estados Unidos, o acaso hay más? Es claro que debería jubilarse, porque así lo quiere la bondad, pero toda acusación de senilidad que se le dirija me parece un insulto intolerable. Tiene un rostro que podríamos llamar "el sueño de un escultor".
No dudo de que el hecho de que los ancianos de Occidente insistan en ser tan atareados y activos puede ser atribuido directamente al individualismo llevado a un extremo de tontería. Se debe a su orgullo y a su amor por la independencia y a su vergüenza de depender de los hijos. Pero entre los muchos derechos humanos que se han establecido en la Constitución de los Estados Unidos, por ejemplo, se ha olvidado extrañamente el derecho a ser alimentado por los hijos, pues es un derecho y una obligación derivados de servicios hechos. ¿Cómo se puede negar que los padres que han bregado por sus hijos en la juventud, que han perdido más de una noche de sueño cuando los tenían enfermos, que han lavado sus pañales mucho antes de que pudieran hablar, que han pasado un cuarto de siglo educándolos y preparándolos para la vida, tienen derecho a ser alimentados por ellos, y amados y respetados cuando son viejos? ¿No puede uno olvidar al individuo y a su orgullo del yo, en un plan general de la vida hogareña en que los hombres son justamente cuidados por sus padres y, después de haber cuidado a sus hijos, son cuidados justamente también por éstos? Los chinos no tienen sentido de la independencia individual, porque todo el concepto de la vida se basa en la ayuda mutua dentro del hogar; por ende, no significa vergüenza alguna la circunstancia de ser servido por los hijos en el ocaso de la vida. Más bien, se considera buena suerte tener hijos que cuiden de uno. Nada más que para eso se vive en China.